Roma Invicta (35 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Precisamente como cuestor se encargó de alistar caballería para la primera campaña de Mario contra Yugurta, y después llevó a África las tropas que había reclutado. Es posible que le correspondiera el puesto por sorteo. Sin embargo, los magistrados superiores también podían seleccionar cuestores
extra sortem
, fuera de sorteo, así que no se puede descartar que Mario y él ya se conocieran de antes y que el general lo hubiera elegido personalmente por algún vínculo que existiera entre ambos. En teoría, Sila carecía de experiencia militar y no había cumplido las diez campañas obligatorias. Eso podría explicar por qué sirvió tantos años con Mario en diversos puestos para compensar el retraso inicial.

Pese a dicho retraso, Sila era un líder nato que pronto destacó en la campaña de África. Su estilo de mando resultaba muy cercano. Se portaba de forma afable con sus subordinados, les ayudaba en los trabajos y en las guardias, les hacía favores e incluso les prestaba dinero. En resumen, intentaba, como buen político, que todos se hallaran en deuda con él.

Eso sí, el juerguista empedernido seguía escondido debajo de la coraza militar. Como señala Salustio: «Aunque deseaba los placeres, ansiaba más todavía la gloria. Si no tenía nada que hacer, era un disoluto, pero nunca dejó que el placer lo retrasara a la hora de actuar».

En poco tiempo, Sila consiguió convertirse en hombre de confianza de Mario. En calidad de tal, mandó la caballería en las dos batallas que Yugurta y los romanos libraron en las cercanías de Cirta. Mario y Sila parecían llevarse bien, lo cual no deja de ser paradójico considerando que su rivalidad posterior fue una de las más sonadas de la historia. Pero la paradoja solo es aparente si tenemos en cuenta que los amigos que se creen traicionados, con razón o sin ella, pueden convertirse en los enemigos más encarnizados.

El magnetismo de Sila encandiló también al rey Boco, y gracias a eso fue él quien gestionó personalmente la entrega de Yugurta. Un éxito a corto plazo, y a la larga una semilla de rencor entre Mario y él.

No obstante, las relaciones entre ambos siguieron siendo lo bastante estrechas como para que Sila sirviera con Mario en los años 104 y 103 en su campaña contra los germanos. En 102 la situación cambió cuando Sila se convirtió en legado de Catulo. ¿Se habían alejado ya definitivamente, o se debía a que Mario quería tener cerca de Catulo a un militar de probada valía para controlarlo? Es imposible saberlo.

Aunque se ignora qué papel desempeñó Sila en los turbulentos acontecimientos del año 100, podemos estar seguros de que no se alineó en el bando de Saturnino. En el año 99 se presentó a las elecciones de pretor. Por edad podía hacerlo, pero se había saltado un peldaño inferior, el cargo de edil. En cualquier caso, no resultó elegido.

Con el tiempo, Sila escribió unas largas memorias en veintidós libros. Por desgracia, se han perdido (¿cuántas veces habré usado ya esta frase?), pero nos quedan muchas referencias en las obras de otros autores. En este caso, conocemos gracias a Plutarco qué explicación daba Sila a su primer fracaso electoral.

Según él, su amistad con Boco, que mantenía desde los tiempos de África, se había convertido en un caramelo envenenado. Los votantes esperaban que el rey de Mauritania le proporcionara elefantes, leones y todo tipo de animales salvajes para celebrar juegos espectaculares durante su cargo de edil. Por eso, para obligar a Sila a pasar por el puesto inferior, se negaron a votarlo como pretor.

Esta explicación se antoja algo pueril al contemplarla desde nuestra perspectiva. Pero hay que tener en cuenta que, si el propio Sila consideraba que el motivo había sido ese, algo más sabría de la psicología de sus contemporáneos que nosotros. Es cierto que muchos ediles procuraban convertir esta magistratura en trampolín encandilando a los votantes con juegos y espectáculos nunca vistos. Cuando le correspondió a César, por ejemplo, hizo traer a Roma a más de seiscientos gladiadores a los que equipó con armaduras de plata.

Sila, en cualquier caso, se empeñó en saltarse el puesto de edil y volvió a presentarse a las elecciones a pretor para el año 97. En esta ocasión lo consiguió. Las lenguas maledicentes lo acusaban de haber comprado a los votantes. Quizá lo hizo con promesas y no con dinero: una de sus acciones como pretor fue dar los fastuosos espectáculos que la plebe le solicitaba como edil. Bajo su patrocinio, los
ludi Apollinares
o juegos en honor de Apolo se celebraron con una ostentación inusitada. El rey Boco contribuyó con cien leones que se exhibieron por primera vez sin cadenas —es de suponer que el muro que delimitaba la arena era muy alto—, y también envió guerreros númidas que los cazaron con flechas y venablos.

Al salir del cargo, Sila viajó como propretor a Cilicia, una región montañosa situada en el sureste de la actual Turquía. Debido a su relieve y al perfil recortado de su costa, esta zona era una madriguera de piratas. Pero Sila no llegó a combatir contra ellos, sino que intervino en Capadocia, situada al norte de Cilicia. Allí gobernaba en aquel momento un tal Gordio, un monarca títere al que había instalado en el trono su poderoso vecino Mitrídates, rey del Ponto.

Sila cruzó el Tauro —una cadena montañosa con muchos picos que se elevan por encima de los tres mil metros—, entró en Capadocia y en una rápida campaña restauró en el trono al anterior rey, Ariobarzanes. Tras aquella operación, sus tropas, que no eran demasiado numerosas, lo saludaron como
imperator
, un honor que los soldados concedían a sus generales en algunas ocasiones.

Durante toda su carrera militar, Sila mantuvo una relación excelente con sus soldados. Sus detractores lo achacaban a que descuidaba la disciplina, les daba rienda suelta e incluso los adulaba como si les tuviera miedo. Resulta difícil de creer, porque los generales de ese tipo nunca consiguen el respeto de sus hombres. Es algo parecido, salvando las distancias, a lo que ocurre entre profesores y alumnos. ¿Quién no recuerda al profesor que los primeros días va de «colega» y después es incapaz de restaurar la disciplina y hacerse con la clase por más duro que intente volverse? En el caso de Sila, sus resultados como general demuestran que sabía controlar a sus hombres. Pero no adelantemos acontecimientos.

Mientras estaba en Capadocia, se reunió con Orobazo, un embajador de Arsaces, rey de los partos. Fue el primer encuentro oficial entre Roma y Partia, la potencia que rivalizaría durante largo tiempo con la República y después con el Imperio. Durante la entrevista a tres bandas con el rey de Capadocia y el diplomático parto, Sila, muy celoso de su
dignitas
y de la de Roma, ocupó el asiento central. De esa manera demostraba, al estilo de Popilio Lenas, dónde estaba el auténtico poder. Aquel gesto no le hizo ninguna gracia al rey Arsaces, que ordenó ejecutar al embajador Orobazo cuando este regresó a su patria.

Con la comitiva parta viajaba un adivino caldeo experto en fisiognomía. El llamativo rostro de Sila le impresionó tanto que le dijo: «Tú serás un hombre muy grande, e incluso me extraña que no seas ya el más poderoso del mundo».

Pura adulación, por supuesto: sospecho que al bizco Pompeyo Estrabón o al cejudo Mario les habría contado algo parecido. Pero a Sila le impresionó aquel vaticinio. Era un hombre convencido de la grandeza de su destino y de que poseía
felicitas
, una felicidad que los romanos identificaban con la buena suerte que los dioses enviaban a quien se la merecía.

En el año 92, Sila regresó a Roma. Allí, como les ocurría a tantos gobernadores provinciales, fue acusado de corrupción. Un tal Marcio Censorino lo denunció por haber pedido dinero a Ariobarzanes para restaurarlo en el trono de Capadocia, acusación que resultaba bastante verosímil. Sin embargo, Censorino la retiró y el juicio no llegó a celebrarse. ¿Le faltaban pruebas? ¿Lo amenazó o lo sobornó Sila? Se ignora.

Al año siguiente, el rey Boco envió a Roma varias estatuas recubiertas de oro que se consagraron en el Capitolio. El grupo escultórico representaba el momento en que él mismo entregaba a Yugurta en manos de Sila. Mario, que ya no aparecía por ninguna parte en la escena, montó en cólera y se movilizó para conseguir que quitaran aquellas estatuas del Capitolio. Sila, como era de esperar, se opuso, y la polémica entre ambos dividió a la ciudad como si de un partido de fútbol de máxima rivalidad se tratara. Aunque a su manera Sila era otro
outsider
, los numerosos senadores que detestaban a Mario empezaban ya a convertirlo en el campeón de su causa.

Fue entonces cuando estalló una crisis que venía larvándose desde hacía décadas, y durante un tiempo el antagonismo entre Mario y Sila pareció desvanecerse en segundo plano.

El tribunado de Livio Druso

T
ras la muerte de Saturnino, ningún tribuno de la plebe había adquirido tanto protagonismo como él. Pero en el año 91 resultó elegido Livio Druso, que no tardó en poner patas arriba la política romana.

Visto en retrospectiva, Livio Druso resulta un personaje contradictorio. Hay quienes ven en él a un idealista y un reformador progresista (relativizando mucho el uso del término «progresista», claro está), mientras que para otros sus medidas tan solo intentaban devolver el poder a la oligarquía de familias que dominaban el senado desde hacía siglos.

Como prueba de lo segundo, Druso propuso que los senadores recuperaran el control de los tribunales que juzgaban la corrupción en las provincias. Bien es cierto que los équites estaban extorsionando a los habitantes de esas provincias de una forma tan escandalosa que menoscababa el prestigio de la República. La situación resultaba especialmente grave en Asia, donde estaba alimentando una hoguera de odio que Mitrídates del Ponto supo aprovechar poco tiempo después para provocar una auténtica orgía de sangre.

La idea de Druso era controlar estos excesos. Puesto que los senadores no podían asociarse en negocios comerciales con los équites —al menos teóricamente—, cabía esperar que juzgaran con más objetividad sus abusos que cualquier tribunal compuesto por miembros del orden ecuestre.

Había también una razón de índole personal, algo que los antiguos no consideraban ningún descrédito. En el año 91, el tío de Druso, Rutilio Rufo, al que vimos como legado de Cecilio Metelo en la guerra de Yugurta, había sido condenado por un tribunal de équites. Los cargos eran por extorsión, lo cual resultaba hiriente en grado sumo, ya que precisamente Rutilio había intentado evitar que los publicanos que recaudaban los impuestos en Asia extorsionaran a los habitantes de la región. La pena que le impusieron fue la habitual en esos casos, el destierro.

Para demostrar que las acusaciones eran falsas, Rutilio se exilió primero a la isla de Mitilene y luego a Esmirna, donde los ciudadanos a los que supuestamente había maltratado lo acogieron con grandes honores. Aunque tiempo más tarde se le propuso regresar a Roma, nunca lo hizo. En su retiro de Esmirna escribió sus memorias y varios textos históricos que se han perdido —para variar—, pero que sirvieron de fuente a otros autores como Salustio.

Con la reforma de los tribunales, Druso pretendía que no se volvieran a cometer injusticias como la que había sufrido su tío. Sabía que esto pondría en su contra a los miembros del poderoso orden ecuestre. Para contentarlos, el tribuno propuso duplicar el número de senadores, que pasarían de trescientos a seiscientos. Los nuevos padres de la patria se entresacarían de las filas de los équites. En cierto modo, Druso estaba proponiendo la misma
concordia ordinum
o armonía entre las dos clases sociales más poderosas que décadas después defendería Cicerón.

Druso también presentó otras medidas más dirigidas a la plebe a la que al fin y al cabo representaba, como crear nuevas colonias o repartir el trigo a un precio más barato. Como ocurre siempre, no se sabe hasta qué punto sus propuestas obedecían a una genuina preocupación social, a pura demagogia o a una mezcla de ambas. Hablando de mezclas, una de sus ocurrencias fue financiar estos dos proyectos aleando las monedas de plata con un octavo de cobre. El equivalente hoy día sería dar a la máquina de imprimir billetes o conceder créditos baratos: el resultado, devaluación e inflación (que quizás en el momento en que escribo esto no nos vendrían mal).

El trigo barato era una forma de congraciarse a la plebe urbana. Y buena falta le hacía, porque la propuesta «estrella» que presentó Livio Druso, conceder la plena ciudadanía romana a todos los aliados latinos e itálicos, no agradó en absoluto a los habitantes de la urbe.

Algunas de estas medidas fueron aprobadas en el senado gracias a que Druso contaba con el apoyo del influyente Emilio Escauro y también con el del excónsul Licinio Craso, un brillante orador. Pero cuando Craso murió en septiembre, Druso empezó a quedarse cada vez más solo. Uno de los cónsules del año, Marcio Filipo, aglutinó a su alrededor la oposición a Druso, a la que también se sumó Cayo Mario.

Mario no se oponía tanto a que se otorgara la ciudadanía a los aliados itálicos como a que el tribuno se beneficiara de ello. Por tradición familiar, Druso mantenía buenas relaciones con los aliados, y en particular con Popedio Silón, líder de la tribu de los marsos. Si se aprobaba la ley, decenas o cientos de miles de nuevos ciudadanos le deberían un agradecimiento personal y se convertirían en clientes suyos. Eso podría convertirlo en el hombre más poderoso de Roma, algo que Mario, quien consideraba que ese privilegio le correspondía únicamente a él, no estaba dispuesto a consentir.

Al acercarse el final de su mandato como tribuno, Druso había conseguido ponerse a casi todo el mundo en contra. Por una parte, los senadores no querían que sus privilegios se diluyeran repartiéndolos con trescientos senadores nuevos. Por otra, los équites también se hallaban resentidos porque Druso les había quitado el monopolio de los tribunales y porque pretendía que aceptar sobornos se convirtiera en delito. («¿Hasta dónde vamos a llegar?», debían de comentar entre ellos). Que los senadores nuevos salieran del orden ecuestre no significaba gran cosa para ellos. Sabían que, tal como les ocurre a los futbolistas que cambian de club y descubren que el que los ha fichado es su equipo del alma de toda la vida, los trescientos équites elegidos no tardarían en convertirse en ardientes partidarios del poder del senado. Por último, la mayoría de la plebe urbana se oponía a que los demás itálicos consiguieran la ciudadanía.

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