Roma Invicta (33 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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El campamento cimbrio no era un fuerte vallado ni amurallado, sino una enorme ciudad errante formada por círculos de carromatos. Allí muchas mujeres lucharon de pie sobre los carros con tanta fiereza como los varones. Algunas de ellas, para evitar caer en la esclavitud, mataron a sus hijos pequeños estrangulándolos o arrojándolos bajo las pezuñas del ganado, y después se cortaron el cuello.

Lo que había empezado como batalla terminó como masacre. Las fuentes oscilan entre cien mil y ciento sesenta mil enemigos muertos; yo me quedaría con la cifra más baja e incluso la reduciría. Pero en lo que varios autores coinciden es en que los romanos tomaron sesenta mil prisioneros. De los caudillos cimbrios, perecieron en combate Boyórix y Lugio, mientras que otros dos líderes llamados Claódico y Cesórix fueron capturados.
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También cayeron en poder de los romanos más de treinta estandartes, símbolos que valoraban tanto o más que los enemigos caídos. Por ellos y por otros despojos se produjeron roces entre las tropas de Mario y Catulo después de la batalla. Plutarco nos ofrece de nuevo un detalle muy curioso. Puesto que ambos ejércitos se disputaban el mérito de la victoria, unos embajadores de Parma que estaban presentes ejercieron de árbitros. Los soldados de Catulo los llevaron entre las montoneras de cadáveres enemigos y les enseñaron que la mayoría de ellos habían sido heridos por sus
pila
. Para que quedara claro, antes de la batalla su general les había ordenado que grabaran el nombre
Catulus
en las astas de madera. Según la cuenta, los muertos «catulianos» eran mucho más que los «marianos». Pero de nuevo hemos de recordar que la información de Plutarco provenía del propio Catulo y de Sila. (Aquí podríamos darle un tirón de orejas póstumo a Mario: si se hubiera molestado en adquirir una formación más literaria y hubiese escrito sus propias memorias, tendríamos también su propia visión de su carrera y no solo la de sus enemigos).

En cualquier caso, cuando las noticias de esta victoria definitiva llegaron a la urbe, el pueblo romano no tuvo dudas de quién era la persona que había acabado definitivamente con la amenaza del norte que durante tantos años había tenido en vilo a la República: Cayo Mario.

Italia no volvería a sufrir una invasión hasta las migraciones germanas de finales del Imperio. Para comprender hasta qué punto habían estado encogidos los corazones de los romanos, cuando Catulo y Mario desfilaban por las calles de Roma celebrando un triunfo conjunto, la gente aclamó a Mario proclamándolo «el tercer fundador de Roma». Al hacerlo, lo estaban elevando a las alturas donde únicamente se hallaban Rómulo y Camilo.

¿Cuál era el verdadero mérito de Mario como general? En la mayoría de sus batallas, salvo en Aquae Sextiae cuando hizo a Marcelo emboscarse con tres mil hombres, no encontraremos tretas sorprendentes ni complicadas maniobras tácticas. Su triunfo no fue el de la genialidad, sino el de la sensatez y el trabajo: transpiración contra inspiración.

Mario comprendía que las batallas no eran partidas que se jugaban en un tablero con piezas de madera, sino que las ganaban y las perdían soldados de carne y hueso, hombres de verdad. Su misión como general no se redujo a organizar y arengar a sus tropas los días de las batallas clave, sino que venía de mucho más atrás, cuando empezó a trabajar para convertir a los hombres bajo su mando en combatientes individuales y al mismo tiempo conjuntarlos dentro de una máquina eficiente. Gracias a eso, sus legiones alcanzaron el mismo nivel de aquellas que le habían brindado a la República sus grandes días de gloria en las décadas que transcurrieron entre las victorias de Zama y de Pidna.

El prestigio ganado en Aquae Sextiae y Vercelas permitió a Mario obtener un sexto consulado que resultaba innecesario, pues la emergencia había pasado. Terminada la guerra de Yugurta, eliminada la amenaza germana y con Aquilio sofocando la revuelta servil en Sicilia, parecía que lo peor para Roma había pasado.

Pero una vez conjurados los peligros exteriores, los demonios interiores volvieron a salir a la luz. En ello tuvo mucho que ver Mario, que una vez situado en el escenario del poder se resistía a abandonarlo, y su legado, una figura emergente: Lucio Cornelio Sila, uno de los personajes más fascinantes de la historia de Roma.

VI
LA ÉPOCA DE SILA
Los tribunados de Saturnino

M
ientras Mario y sus legiones combatían en el norte, el tribuno que le había ayudado a obtener su quinto consulado seguía en Roma dedicado a la política. Antes lo definimos como una bomba de relojería; la espoleta que llevaba incorporada no tardó en estallar.

Lucio Apuleyo Saturnino es uno de los personajes más demonizados de la historia de Roma. No se puede negar que recurría a la violencia y la agitación sin el menor reparo. Pero si en lugar de hacerlo para oponerse a la oligarquía del senado lo hubiese hecho para apoyarla, tal vez los autores clásicos lo habrían considerado más un patriota que una especie de terrorista antisistema.

Como todos los líderes políticos de la época, Saturnino pertenecía a la aristocracia. En su caso, a la pretoriana: uno de sus antepasados, probablemente su abuelo, había desempeñado el cargo de pretor. Aspiraba, por tanto, a una carrera política que emprendió en el año 104 con el cargo de cuestor. Como ya comentamos, Saturnino estaba encargado del suministro de trigo a través del puerto de Ostia. Durante su gestión se produjo una grave escasez de grano; para aliviarla, el senado lo apartó de su cargo y encargó la tarea a Emilio Escauro, el
princeps senatus
.

Un fracaso como aquel no era una buena manera de empezar su ascenso en el
cursus honorum
. Al parecer, aquella carestía no había tenido nada que ver con la gestión de Saturnino, lo que redobló su impresión de que el senado lo había usado como chivo expiatorio. Puede que ya antes hubiese decidido llevar a cabo una política «popular»; en cualquier caso, desde el año 104, se dedicó a oponerse al senado con todas sus energías, que eran muchas.

Para tal propósito, su aliado natural era Cayo Mario. Como tribuno de la plebe en 103, Saturnino presentó una ley destinada a repartir veinticinco hectáreas a cada veterano licenciado del ejército de Mario. Puesto que en Italia apenas quedaba tierra pública disponible, las parcelas debían asignarse en África.

Aquella propuesta, como solía ocurrir con todas las leyes agrarias, suscitó mucha oposición; en este caso, dicha oposición se agudizó porque favorecía a Mario, que por su carácter y su condición de advenedizo contaba con más adversarios que amigos en el senado. El bando senatorial recurrió a otro tribuno de la plebe, Bebio, para vetar la ley de Saturnino. Pero este, demostrando cómo se las gastaba, exacerbó los ánimos de sus partidarios en la asamblea popular, que echaron a Bebio con una lluvia de piedras.

Tras aquel incidente la ley se aprobó. En el registro arqueológico han quedado abundantes pruebas del reparto de tierras: hay en Túnez numerosas inscripciones antiguas que hablan de colonias «marianas», y las ciudades de Tuburnica y Uchi Maius veneraban a Mario como su fundador. De modo que, aunque se promulgó con irregularidades y cierta dosis de violencia, la ley trajo consecuencias positivas para muchas personas que, de no ser por ella, seguramente habrían pasado a engrosar la masa del proletariado urbano.

Hay que añadir que la intimidación por la fuerza no era monopolio de los llamados políticos «populares». Así se demostró cuando Saturnino presentó una
lex frumentaria
que reducía el precio del trigo que el Estado distribuía al pueblo de Roma. La bajada era de casi un 90 por ciento: no faltaba mucho para repartirlo gratis. El cuestor Quinto Servilio Cepión trató de impedirlo, argumentando que el erario no podía costear aquella medida. Al ver que ni el veto de los tribunos partidarios del senado disuadía a Saturnino, el joven Cepión entró en la asamblea del pueblo con seguidores armados, derribó las pasarelas de madera por las que subían los votantes y rompió las urnas.
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Eso le costó caro a Servilio Cepión padre, que era el general derrotado por los cimbrios en Arausio. Un tribuno llamado Norbano lo llevó a juicio por alta traición al mismo tiempo que Saturnino acusaba a Malio, el otro responsable del desastre. El juicio fue muy turbulento. Cuando los tribunos prosenatoriales trataron de impedirlo, se desató una batalla a pedradas. Una víctima colateral fue el
princeps senatus
Escauro, que acabó con una herida en la cabeza.

La sentencia final privó a Cepión de su ciudadanía, lo multó con una suma fabulosa y lo condenó a destierro a más de ochocientas millas de Roma, pena que cumplió en Esmirna. A Malio, siguiendo una arcaica fórmula de exilio, también se le negaron el agua y el fuego.

En 102, un año después del primer tribunado de Saturnino, fue elegido censor Cecilio Metelo Numídico, cabeza visible del poderoso grupo de los optimates. Los censores revisaban cada cinco años la lista del senado y tachaban los nombres de aquellos a quienes se consideraba indignos del cargo. En este caso, Metelo trató de expulsar a Saturnino y a su aliado político Servilio Glaucia.

La razón que alegó el censor fue que ambos personajes pretendían inscribir ilegalmente en la tribu Sempronia a un supuesto hijo natural de Tiberio Graco. Al parecer, se trataba de un esclavo o liberto llamado Equicio que no tenía nada que ver con su presunto padre. Pero quienes recordaban la época de Tiberio Graco le encontraban cierta semejanza física, y entre el pueblo todavía despertaba pasiones el recuerdo del difunto tribuno, al que se consideraba una especie de mártir.

El intento de Metelo de expulsar a Saturnino y a Glaucia del senado no prosperó, porque el otro censor, su primo Metelo Caprario, se negó a ello. Además, Saturnino y Glaucia organizaron una algarada popular contra Cecilio Metelo. La situación se puso tan peliaguda para Metelo que tuvo que correr a refugiarse en el Capitolio para salvarse de que lo lincharan.

La violencia de Saturnino no cesó durante el año siguiente, el 101. En parte fue verbal, como cuando insultó a los embajadores del rey Mitrídates del Ponto acusándolos de sobornar al senado. Pero esa violencia llegó a su extremo cuando se celebraron las elecciones a tribuno de la plebe. Saturnino había decidido presentarse por segunda vez. Uno de los candidatos votados para el puesto fue Aulo Nonio, que ya antes se había opuesto con vehemencia al tándem Saturnino-Glaucia. Los matones de estos, veteranos de las legiones de Mario, persiguieron a Nonio a la salida de la asamblea y, cuando el tribuno recién elegido se refugió en una taberna, entraron tras él y lo cosieron a puñaladas.

Ahora que había terminado la guerra contra los cimbrios y teutones, Cayo Mario tenía muchos más soldados que licenciar. El general se había comprometido a cuidar del bienestar de aquellos hombres y a reintegrarlos a la vida civil. Para eso necesitaba repartirles más tierras. Sabía que los senadores se opondrían, entre otros motivos porque no iban a permitir que miles de veteranos le debieran agradecimiento a él, se convirtieran en sus clientes y eso acrecentara su influencia. A Mario no le quedaba, pues, otro remedio que seguir colaborando con Saturnino y su nuevo aliado, Glaucia.

Así pues, en el año 100, se estableció una especie de triunvirato extraoficial entre Mario, cónsul por sexta vez, Saturnino, tribuno de la plebe, y Glaucia, recién elegido pretor.

A decir verdad, se trataba de una alianza antinatural. Saturnino y Glaucia estaban tan decididos a minar el poder del senado que, de haber existido explosivos como en la época de Guy Fawkes, probablemente habrían conspirado igual que él para volar por los aires la Curia Hostilia donde se reunían los padres conscriptos. Lo que anhelaba Mario, en cambio, era ser aceptado por los nobles a los que consideraba sus iguales, pero que seguían mirándolo por encima del hombro pese a sus éxitos militares.

De momento, Mario se vio obligado a colaborar con los dos populares para conseguir su ley agraria. El proyecto que presentó Saturnino proponía repartir tierras a soldados licenciados en Sicilia, Grecia, Macedonia y África. Lo más importante para Mario era que a los veteranos que habían combatido contra los germanos se les entregarían parcelas al norte del Po, en los mismos territorios que habían ocupado previamente los cimbrios.

Esta última parte de su ley agraria fue la que más resistencia despertó en el senado.
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Para doblegarla, Saturnino propuso algo inusitado. Una vez que la ley fuese aprobada por la asamblea del pueblo, todos los senadores tendrían que jurar ante los dioses que la respetarían y que no tratarían de boicotearla. Si algún senador no lo hacía, antes de cinco días sería expulsado de la cámara, desterrado de Roma y multado con veinte talentos.

Aquello puso a Mario entre la espada y la pared. En una reunión del senado, declaró que él no prestaría ese juramento. Pese a que la ley era buena, añadió, suponía un insulto a la dignidad de los senadores obligarlos de esa forma en vez de convencerlos recurriendo al noble arte de la persuasión.

Sin embargo, cuando se presentó en la Rostra del Foro actuó de manera muy distinta. Allí, ante la asamblea del pueblo, el seis veces cónsul dijo que juraría obedecer la ley siempre que fuera una ley válida. A continuación, fue al templo de Saturno y prestó el juramento.

Aquella alegación de Mario tenía su sentido: si la ley quedaba anulada por algún defecto de forma o por haber roto algún tabú religioso, el juramento perdería su validez. A pesar de todo, su biógrafo Plutarco opina que no se trataba más que de un subterfugio para disimular su vergüenza.

En cualquier caso, los demás senadores se tragaron su indignación y pasaron por el templo a jurar, no sin guardársela a Mario por aquella jugada. El único que se negó a la componenda fue Cecilio Metelo, que se aplicó directamente la pena y se exilió a Rodas.

Aunque la ley agraria beneficiaba a los veteranos de Mario, este se distanció a partir de aquel momento de sus recientes aliados. Mientras tanto, la violencia callejera seguía aumentando.

Según la
lex Villia Annalis
, cuando un magistrado cesaba, debía dejar pasar dos años como mínimo antes de desempeñar otro cargo. En el ínterin, podía ser juzgado por las faltas o delitos que hubiera cometido durante su mandato. Saturnino y Glaucia sabían que en su caso esa posibilidad era una certeza, ya que se habían ganado una larga lista de enemigos que ansiaban denunciarlos.

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