Robin Hood, el proscrito (10 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Hugh me proporcionó también ropas nuevas, porque las mías casi se caían a pedazos: varios pares de pañales de lino llamados bragas, dos pares de calzas de lana de color verde, dos camisas, una túnica ordinaria de color pardo y larga hasta las rodillas para uso diario, una sobreveste verde mucho más fina adornada con un reborde de piel de ardilla en el cuello y en el ruedo para las ocasiones especiales, y un manto con capucha de lana de color verde oscuro, el mismo color de la capa que me había dado Tuck. Tenía que cuidar de todo aquello, me dijo Hugh, y mantenerlo limpio. También recibí un par de botas nuevas de cuero Que valían más que cualquier cosa que yo hubiera poseído hasta entonces, y un sobretodo o gabán, una prenda de abrigo con un forro grueso, útil tanto para calentarse los días fríos como para protegerse en las batallas. Era demasiado grande para mí. Pero cuando, a solas, abroché el cinto con la espada sobre el gabán, y me puse el casco, me sentí más hombre de armas y menos un criado.

En la casa de Thangbrand reinaba una rígida disciplina, y pronto descubrí que tenía más de campo de entrenamiento militar que de pacífica granja sumida en las profundidades del bosque. No había cachetes cariñosos del estilo de los que me administraba mi padre para castigarme por mis modales salvajes. Las penas señaladas para todas las faltas eran durísimas. Varios días después de mi llegada un mesnadero, un individuo llamado Ralph, se emborrachó y violó a una de las criadas. Thangbrand llevó a rastras al violador a la presencia de Hugh, que quiso imponerle un castigo ejemplar. Hizo que los demás proscritos lo azotaran con bastones hasta hacerle sangrar y dejarlo inconsciente, y luego el pobre desgraciado fue castrado en una horrenda ceremonia celebrada delante de todos los habitantes de la granja; para mi vergüenza, volví a vomitar. Desnudo, sangrando por el horrible agujero de sus ingles y casi incapaz de hablar, fue expulsado de la granja para morir de hambre en el bosque o bien, cosa más probable, ser devorado vivo por los lobos.

Admito que me asusté —los gemidos agonizantes de aquel hombre acompañaron mis pesadillas durante semanas—, y me juré a mí mismo comportarme de un modo que no mereciera ningún castigo. Y así, obedecí en todo a mis superiores y aprendí las habilidades del hijo de un caballero.

♦ ♦ ♦

Wilfred, el hijo mayor de Thangbrand, tendría unos dieciséis años y era un muchacho silencioso y apacible, muy dado a soñar despierto y a leer romances. No me trataba mal, pero estaba claro que yo le irritaba. Tenía que supervisarme, y eso le quitaba tiempo para las leyendas del rey Arturo y otras historias de heroicidades y batallas. A pesar de sus gustos belicosos en literatura, él mismo no era un guerrero hábil, y pude darme cuenta de que habría sido un buen sacerdote si las circunstancias hubieran sido otras y su padre fuera un caballero normando y no un don nadie sajón sepultado en lo más profundo del bosque. Tal como estaban las cosas, él era el responsable de vigilar que yo cumpliera mis obligaciones: tareas humildes y cotidianas, como cortar leña para la gran chimenea de la casa principal o acarrear el agua con la que llenar los toneles, desde un arroyo que pasaba a media milla de allí. También tenía que dar de comer a las gallinas, las palomas y los cerdos dos veces al día y barrer el espacio de tierra apisonada, frente a la casa, donde nos ejercitábamos en el combate.

Guy, a pesar de ser dos años más joven que Wilfred, era mucho más belicoso: lo cierto es que nunca he encontrado dos hermanos que se parecieran menos. Wilfred era tranquilo, soñador, frailuno; Guy chillón, egoísta, pendenciero, y desde el momento mismo en que llegué a la casa me trató con un desprecio absoluto. Guy deseaba más que ninguna otra cosa ser un caballero: en realidad su nombre era Wolfram y no Guy, pero se había dado a sí mismo un nombre normando, cosa que enfureció a su padre, porque creía que sonaba más noble. Todo su comportamiento reflejaba su anhelo de convertirse en un miembro de la clase militar Normanda. El aborrecimiento que me mostraba venía, creo, de mis orígenes campesinos; su familia, los antepasados de Thangbrand, habían sido caballeros desde la noche de los tiempos, según me repetía continuamente. Antes de los romanos, incluso. Era superior a mí en todos los sentidos, y se complacía en repetírmelo una y otra vez.

Guy me derribó a puñadas al tercer día de mi llegada a la granja de Thangbrand. Me atacó por la espalda cuando estaba llenando un saco de trigo para llevarlo al molino y me dejó sin sentido; luego me devolvió la conciencia a base de bofetadas y me advirtió, burlón, que no me cruzara en su camino. Intenté alejarme de él en la medida de lo posible, pero Guy y yo nos veíamos forzados a estar juntos en el patio de la casa de Thangbrand, todas las mañanas para los ejercicios de combate y todas las tardes para nuestras lecciones con Hugh.

Es posible que Thangbrand hubiera sido un gran guerrero en su juventud. Al parecer, le llamaban Thangbrand
el Hacedor de Viudas
, y presumía de que su abuelo había sido uno de los miembros de la guardia de élite de Harold Godwinson. Pero, con casi sesenta años, aquellas proezas quedaban atrás, en el pasado. Nos enseñó a utilizar la espada y el escudo en una serie de maniobras muy simples, con movimientos rígidos. Empujar al frente con el escudo y golpear luego de arriba abajo con la espada, o bien lanzar una estocada y luego levantar el escudo para defender el contragolpe arriba. Nos obligaba a practicar aquellos movimientos tediosos y obvios durante horas, a Wilfred, Guy, William y a mí, y a un par de los hombres de armas que contaban con muy poco o ningún entrenamiento militar. Todos formados en línea desfilábamos por el patio mientras Thangbrand daba palmadas y marcaba con gritos de «uno, dos» el ritmo de nuestros movimientos. Al final de cada sesión nos emparejaba —casi siempre a Wilfred con William y a Guy conmigo—, y simulábamos un combate. En mi caso, eso significaba agazaparme detrás del escudo y soportar la furia desatada con la que Guy atacaba mis defensas. Me di cuenta de que Robin estaba en lo cierto: una muerte no me había convertido en guerrero.

En un sentido fue útil aquel entrenamiento: no aprendí gran cosa del combate, pero me di cuenta del grado de furia que poseía a Guy. Era lo que Tuck llamaba un hombre «caliente». Además, el ejercicio fortaleció mis brazos…, y posiblemente también mi mente.

Las lecciones de la tarde resultaron una sorpresa agradable y descubrí que buena parte del lenguaje que mi padre había querido inculcarme a golpes, había en efecto echado raíces en mi interior. Cuando Hugh leía pasajes en latín, yo me daba cuenta de que entendía a medias lo que decía. Cuando nos hablaba en francés, también encontraba relativamente fácil entenderle. Y las palabras y frases que no sabía, cuando Hugh las explicaba en inglés, las retenía sin esfuerzo. Hugh estaba contento conmigo; los demás chicos, no. Cuando Hugh volvía la espalda, Guy me daba un puñetazo en el brazo o un doloroso rodillazo en el muslo, y me llamaba «favorito del profesor» o «lameculos rubito».

William, el primo pelirrojo, era un ladrón. Me contó con orgullo que en su Yorkshire natal todos le apodaban «Burlacerrojos» o «Abrecerrojos», por la facilidad con que entraba en las casas y abría los cofres del dinero. Nosotros le llamábamos Bill Scarlet por el tono llameante de su Pelo. Tenía la irritante costumbre de robarme la comida de una forma descarada: en cuanto yo volvía la cabeza, su mano atrapaba velozmente un pedazo de carne o de pan de mi plato y se lo metía en la boca. A mí aquello me parecía tanto más molesto por el hecho de que era absurdo: teníamos a nuestra disposición un montón de comida, y buena comida además.

Lo cierto es que comíamos carne casi todos los días; porque Thangbrand no vivía de lo que cultivaba, sino de la caza furtiva en el bosque. Intercambiaba carne —de venado y de jabalí, principalmente— por grano con los granjeros vecinos, y de vez en cuando él y sus hombres asaltaban a los viajeros en el gran camino del norte y les arrebataban los objetos de valor que llevaban, y en ocasiones la vida. Un tercio del valor de esos robos se entregaba a Hugh, como representante de Robin. Ese tributo, llamado la Cuota de Robin, se guardaba en el interior de la casa en un gran cofre forrado de hierro, lleno a medias de peniques de plata. Incluso el simple hecho de tocar aquel cofre estaba castigado con pena de muerte. Y después de ver el castigo aplicado a Ralph el violador, por mucho que me gustara robar, perdí todo deseo de echar mano al contenido del cofre.

Pero la Cuota de Robin no era el único tesoro de la granja de Thangbrand. También Freya, la enorme esposa de Thangbrand, guardaba uno: su propio botín de objetos de valor, en el dormitorio del matrimonio.

Formaba parte de mis tareas diarias llevar copas de vino caliente a Freya y Thangbrand antes de que se acostaran, una o dos horas después de anochecer. Una noche, al llevarles su copa nocturna encontré la puerta entreabierta y entré en el dormitorio en silencio, sin llamar. No tenía intención de sorprenderles pero las copas estaban llenas hasta el borde y yo me concentraba en no derramar el vino; por eso me movía con precaución y, en consecuencia, sin hacer ruido. Al entrar vi a Freya de rodillas en una esquina de la habitación. Había un agujero negro en el suelo, que nunca había visto antes, por el que asomaba la tapa de un pequeño cofre metálico. Freya tenía un candil en una mano, y en la otra… Dios me perdone, pero cuarenta años después todavía siento un acceso de codicia insana al recordarlo…, en la otra mano tenía una piedra de buen tamaño, de forma oval y de un color rojo oscuro translúcido. Era un rubí enorme, una espléndida piedra preciosa que valía muchos cientos de libras, producto del rescate pagado por un barón, tal vez por alguien aún más importante…, pero yo no lo sabía entonces. Lo único que supe, en el fondo de mi corazón de ratero, fue que quería aquello. Luego empezaron a ocurrir cosas muy deprisa. Freya me vio, soltó un grito agudo y arrojó la gran piedra en el interior del cofre abierto bajo el suelo; y de las sombras surgió como un demonio vengador Thangbrand
el Hacedor de Viudas
, empuñando una gran daga. Se echó sobre mí con todo su peso y me aplastó contra la pared, las copas de vino volaron por el aire, y él me puso el cuchillo en la garganta y su cara arrugada a pocas pulgadas de la mía. Pude oler su mal aliento, y ver sus ojos saltones clavados en los míos. Estaba a punto de morir, sentí el tacto frío del acero contra la carne de mi cuello; un simple movimiento lateral de su mano haría que mi sangre regara el suelo de tierra apisonada.

—¿Qué has visto? —masculló Thangbrand. El hedor de sus dientes podridos penetraba por mi nariz, y sus ojos amarillos buscaban mi mirada.

—Nada —balbuceé—. Nada, señor.

—Mientes —dijo, y su cara abotargada se contrajo de rabia—. Mientes. —Hubo un momentáneo aumento de la presión en mi cuello, y luego, Dios sea loado, apartó unas Pulgadas su rostro, me observó detenidamente, y más calmado repitió—: Mientes. Pero como estás bajo la protección de lord Robert, vivirás por ahora…

Me soltó y dio un paso atrás. Nuestras miradas se cruzaron durante unos instantes. Freya estaba inmóvil, de rodillas en el rincón.

—Escúchame, muchacho —siguió diciendo Thangbrand—, escúchame si quieres seguir con vida. No has visto nada, nada en absoluto. Pero si por casualidad le cuentas algo de lo que no has visto esta noche a alguien, se Will, Wolfram o cualquier otro, te rebanaré el pescuezo de oreja a oreja mientras duermes, llevaré tu cadáver al bosque para que se lo coman los lobos, y nadie sabrá nunca una palabra. ¿Me has entendido?

—No diré nada, señor, lo prometo —dije, procurando que mis piernas temblorosas me sostuvieran.

—De acuerdo —gruñó él—, no cuentes nada, y vete.

♦ ♦ ♦

Sentí más respeto por Thangbrand después de aquella noche. Podía ser un mal instructor de armas pero toda vía era un enemigo temible, a pesar de su edad. De modo que procuré apartar de mi mente lo que había visto. El día siguiente transcurrió como si nada hubiera ocurrido, Thangbrand me trató con el mismo afecto rudo de antes.

La vida continuó, la primavera desembocó en el ve rano, y durante aquellos meses la rutina se mantuvo si: apenas cambios: una sesión de trabajo, comidas, lecciones dormir, más trabajo… Habría resultado bastante agradable de no ser por las burlas y los golpes de Guy y por la, irritantes habilidades de su sombra, Will. Como ya he dicho, William no tenía ninguna necesidad de robarme comida del plato, pero siguió haciéndolo a pesar de todo; supongo que pensaba que era un desafío de alguna clase, pero ver a Will masticar con la boca llena, atiborrándose Je mi comida, y mirarme de reojo desde el otro lado de la mesa, sentado al lado de su protector Guy, retándome a decir algo, bueno, para mí no representaba ningún desafío; sólo me molestaba.

De modo que algo tenía que hacer al respecto, aunque fuera sólo por preservar mi honor. Un día, desmigajé un pedazo de pan y embutí dentro un clavo de hierro oxidado pero bien afilado que había encontrado en el patio por la mañana, asegurándome de que quedara oculto a la vista. Luego dejé como por casualidad el pan en el borde de mi plato más próximo a Will, y giré la cabeza para preguntar algo a Thangbrand. Cuando volví la vista al frente, el pequeño bastardo pelirrojo estaba maldiciendo y escupiendo sangre. Al morder con fuerza el mendrugo, se había roto un diente. Por supuesto, no dijo nada del papel que había desempeñado yo en el incidente y dejó de robar de mi plato; pero aquello no contribuyó precisamente a hacernos más amigos.

Sí que hice una amiga en la casa de Thangbrand: Godifa, la niña rubia y flaca. Yo intentaba mantenerme lejos de Guy después de una lección de latín especialmente penosa, porque Guy no tenía el menor oído para aquella lengua, y para empeorar las cosas padecía una monumental resaca después de haber bebido mucho la noche anterior con los mesnaderos. Mientras recitaba entre vacilaciones y tartamudeos un pasaje de la Biblia, noté que Hugh empezaba a perder la paciencia. Amaba la palabra de Dios con todo su corazón, y le ofendía verla maltratada de ese modo. Finalmente, me pidió que tradujera correctamente el pasaje y yo lo hice con fluidez pero con el temor cierto de que mi exhibición iba a costarme muy cara. Tal como sospechaba, en cuanto Hugh volvió la espalda Guy me propinó un fuerte rodillazo en el muslo, que me hizo perder la sensibilidad en toda la pierna. Después de la lección, me avergüenza decir que escapé con intención de evitar la consabida paliza de Guy. Me sacaba toda la cabeza, y como había comprobado antes en muchas ocasiones, no tenía la menor oportunidad contra él en ninguna clase de combate.

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