—Ésa es nuestra flaqueza —agregó Manyar mientras se limpiaba las uñas—. Nosotros provocamos un descenso en el kalothi.
—Ésa es nuestra virtud —replicó Oelita.
Al final, como ocurría siempre, tomó su propia decisión. Esperó hasta que sus consejeros se hubieron dispersado y apretó los puños. Acababa de descubrir que como todos ellos contaban con un alto kalothi, no se sentían suficientemente motivados para enfrentarse a los sacerdotes. ¿Pero cómo se las arreglaría para formar un concejo con los de escaso kalothi? Tendría que ser el cerebro del grupo y debería controlar los errores constantemente, como ese tonto intento de afrontar a los Kaiel asesinando a Teenae.
Supongo que siempre ha sido así,
pensó con amargura.
Una sociedad se mantiene estable oprimiendo a los que son menos capaces de defenderse,
concluyó.
Su decisión final fue impulsiva. Salió a las calles de Congoja con sólo dos guardaespaldas, y se dirigió al sector donde comenzaban los edificios antiguos. Allí reunió a una muchedumbre de personas temerosas que tenían mucho que perder, y formó un grupo lo bastante grande para que cobrasen ánimo por el simple hecho de ser muchos. Luego los condujo hacia el Templo.
Sobre la zona de los muelles, toda la aldea de Congoja era territorio del Templo. El Sendero de las Pruebas serpenteaba alrededor del Templo y luego subía sinuoso entre los jardines. Cada uno de sus obstáculos estaba pensado para desafiar la velocidad y la fuerza de alguna parte del cuerpo. Allí era donde los Stgal probaban el kalothi físico de aquellos que caían bajo su jurisdicción. El Templo, construido como un
crescendo
en este jardín zigzagueante, comenzaba siendo una modesta estrella que luego crecía hasta que sus puntas se transformaban en salones dedicados a los Ocho Alimentos Sagrados. Continuando por el interior, éstos se convertían en enormes pilares de piedra que se alzaban majestuosos para sostener la torre, en cuya cumbre se hallaban las salas del Suicidio Ritual. En Congoja no había nada más alto que esa torre. Podía verse desde lejos, incluso en los días nublados. Los barcos la usaban como faro. Nada enorgullecía tanto a los Stgal como el Templo de Congoja.
Dentro de la torre, las salas de juego subían en espiral alrededor de un pozo de luz. Los altos y estrechos vitrales dejaban pasar un reflejo multicolor. Allí, un getanés podía jugar al Kol, al ajedrez y a otros juegos a los que no era sencillo ganar si no se tenía una vista aguda, una mano firme, una mente creativa o la capacidad de no quedarse con lo obvio. Los sacerdotes Stgal llevaban registros de resultados y actualizaban los niveles de kalothi, mientras mantenían el Templo gracias a la recaudación de monedas a cambio de alimentos, bebida y la compañía de cortesanos, mujeres o varones.
Los getaneses eran adictos a los juegos, y se congregaban en sus templos para conversar, reír y competir. Fuera del templo podían jugar por dinero o favores; en el interior participaban por participar. Allí un getanés apostaba con su vida, y le encantaba hacerlo.
Al imponente Templo de Congoja fue donde se dirigió Oelita con su grupo de infortunados que ni siquiera estaban seguros de tener derecho a la vida, y mucho menos de su capacidad para luchar por ella y vencer. Al acercarse a la inmensa fachada de este lugar donde tantas veces habían sido derrotados, parte de la audacia que Oelita les había insuflado comenzó a desvanecerse. Allí radicaba su escasa autoestima. Un hombre tropezó y otro vociferó una broma sobre la torpeza de su amigo. Oelita los situó frente al pórtico principal con la instrucción de que expresaran sus protestas, pero en cuanto ella se hubo ido todos permanecieron en sus sitios y no hicieron nada por llamar la atención.
Los principales sacerdotes Stgal recibieron a Oelita como a una invitada de honor. La estaban esperando. Le ofrecieron cojines y una bebida, y la alentaron a que hablase. Ella se pronunció con elocuencia en contra de los Mnankrei y los Kaiel, y pidió moderación en cuanto a declarar una situación de hambruna. Había otros caminos y otros alimentos. Vagamente, pudo mencionar algunos de los triunfos profanos de Nonoep. Oelita desplegó su estrategia apelando a la vanidad de los Stgal: ellos eran tan buenos como los Mnankrei y los Kaíel, y con astucia serían capaces de derrotar a sus oponentes.
Los Stgal la escucharon, la provocaron, rieron con ella y finalmente, sin ninguna explicación, hicieron que unos guardias la llevaran a una habitación situada en lo alto de la torre. Se decía que los Stgal le homenajeaban a uno con gran camaradería y aguardaban hasta los postres para envenenarlo. Abajo podía ver a su gente. Nadie los había dispersado; ni siquiera notaban su presencia. Oelita les gritó aferrada a los barrotes, pero estaba demasiado alto. Nadie la escuchó. Siguió mirando hasta el atardecer, y con la puesta del sol simplemente se desvanecieron.
Su habitación en la torre era más que confortable. Allí, los de escaso kalothi eran atendidos antes de efectuar su sacrificio por la Raza. El Ultimo de la Lista pasaba su última noche con todo lo que más valoraba un getanés: agua pura para la garganta, incienso para la nariz, esencia del estambre de flores para el paladar y los cánticos de sus amigos para el oído. Allí podía palpar el oro y tenderse sobre las telas más exquisitas. De todos modos, la ventana tenía barrotes de acero. Según decían, desde allí se veía el espectáculo más sublime que podía contemplar un humano: el último trayecto del Dios de los Cielos entre las estrellas.
Oelita no podía creer que estuviera allí. ¿Ese grupo fervoroso que la había acompañado no era más que un espejismo? Eran fantasmas. Estaba sola. ¿Sería ilusorio pensar que alguna vez las palabras impulsarían a la gente a actuar?
La primera crisis y mi mundo se derrumba como un castillo de arena barrido por una ola,
se dijo. ¿Qué era la lealtad? ¿Qué impulsaba a los hombres a mantenerse unidos en lo bueno y en lo malo?
Creí que lo sabía,
concluyó.
Oelita trataba de comprender por qué se encontraba allí. Era contrario las reglas. Ella poseía el nivel de kalothi más alto de la aldea. Entonces se echó a reír mirando al cielo nocturno a través de los barrotes. Las reglas estaban para ser violadas, tal como sabía cualquier maestro del Kol... si uno era capaz de afrontar las consecuencias. ¿Y qué significaba su muerte para ellos? Se cortaría las muñecas y moriría. No le quedaría alternativa. A nadie le importaría. La vida seguiría adelante como si ella nunca hubiese existido.
Oelita se encontró mirando por la ventana con expresión vacía, sin pensar, esperando, esperando a Dios. Y cuando Dios cruzó por el cielo, ella rió y lloró. Dios era una roca. Cuando se crecía entre un grupo de personas que creían en Dios, la Persona, parte de Su Moralidad pasaba a formar parte de tu alma. Dios, la Roca, no tenía ninguna moralidad. A pesar de haberlo sabido, ella nunca lo había percibido con tanta claridad. Estaba allí porque no existía moralidad alguna. Dios era una roca. Nunca había sido otra cosa.
Y Oelita lloró.
Un hombre que nunca comete errores hace mucho que ha dejado de hacer cosas nuevas. Un hombre que comete errores constantemente está predestinado al fracaso y tiene demasiadas ambiciones. Pero el que sazona juiciosamente los éxitos con errores es el mejor estudiante.
El o'Tghalie Reeho'na en
La matemática del aprendizaje
La pequeña embarcación y su compañera de un solo mástil estaban ancladas junto a una antigua escollera destrozada por las olas. Mucho tiempo atrás, alguien había intentado asentar allí una pequeña flota, pero fue derrotado por una costa escarpada, sin puerto e inhóspita para los barcos. Joesai sólo escogió ese refugio porque en las montañas cercanas al mar había un poblado o'Tghalie. Teenae fue llevada allí en una camilla, a través de los bosques brumosos, y permanecería con sus familiares hasta que se recuperara.
Los dulces momentos que pasaba con Teenae calmaban su torbellino interno. Incansable, caminaba por el bosque cuando en cierta ocasión encontró una flor roja de intrincado diseño que nunca antes había visto. Joesai cortó la flor y se la llevó a Teenae, pues sabía que ese pequeño obsequio le agradaría. Había olvidado su angustia.
—Es como un templo en miniatura —dijo ella y le sonrió.
—Yo estaba en la cumbre, mirando el mar para ver si nuestros barcos todavía están allí.
—¿Con este clima tan apacible supones que se los llevará el viento?
—Supongo que los Mnankrei pueden atacarnos.
—Escaparemos juntos. Somos capaces de volar a favor del viento más rápido que ellos. ¿No he tenido una experiencia como vela acaso? —rió Teenae mientras le cogía la mano.
Joesai estaba fascinado con el observatorio o'Tghalie, ya que él siempre había sentido interés por las estrellas. Muchas veces cogía una botella y una hogaza de pan y recorría el sendero para pasar la noche allí, con uno de los tíos de Teenae que le contaba historias sobre la terquedad de la joven.
¡Ahora comprenderás por qué la han vendido!,
le decía, y se reía con ganas.
Este tío no era un hombre muy convencional. Profesaba un gran amor por los instrumentos, lo cual no era muy habitual entre los o'Tghalie. Él era el renegado por cuya intermediación Teenae había aprendido cosas que no debería haber sabido. El cerebro de los o'Tghalie tenía la peculiaridad de que si no aprendía a efectuar complicadas sumas y multiplicaciones durante la infancia, jamás lograba bien estas operaciones. Por esto las mujeres o'Tghalie, a las cuales no les estaba permitido asistir a la escuela siendo niñas, solían convertirse en sirvientas y no en matemáticas.
Joesai se quedó perplejo al ver cómo el «tío» o'Tghalie tomaba medidas y transformaba las cifras mediante elaborados cálculos durante el breve lapso en que era capaz de contener el aliento. Pero el tío no era un hombre de guardar secretos, y cierta noche nublada le enseñó a Joesai cómo «tirar los huesos», un sistema que había inventado para que cualquiera pudiese efectuar cálculos con razonable precisión. Se basaba en el extraño principio de que, mágicamente, las multiplicaciones podían transformarse en sumas y viceversa. Joesai quedó tan encantado con el truco que una mañana se situó detrás de Teenae con los huesos y le pidió que le diese cifras para multiplicar. Ante la sorprendida joven, él realizó los cálculos correctamente.
Joesai también aprendió cosas nuevas sobre astronomía. En cierta ocasión, especulaba con el tío de Teenae sobre una cuestión filosófica divulgada por Oelita en un panfleto. Dios se comportaba como una roca. Joesai estaba convencido de que, como Dios no era una roca, debía de haber algo que marcara la diferencia.
Al tío pareció iluminársele el rostro y lo llevó hasta la biblioteca, donde examinó unos libros de cálculo cubiertos de polvo. La órbita de Dios era pronosticable con un alto grado de precisión, pero habían sucedido dos anomalías. Desde que comenzara a ser observada, la órbita había cambiado dos veces sin una causa conocida. Ningún otro objeto celestial había hecho algo semejante.
Joesai recordó el cristal de Oelita y lo que Teenae le había dicho al respecto. Estaba seguro de que sólo era un trozo de vidrio, ¿pero y si realmente era uno de los cristales de Kathein? El enigma del Dios Silencioso era el rompecabezas más fascinante de Geta, y podía valer la pena examinar esta pieza. Hacía algún tiempo que no pensaba en Oelita. Había estado preocupado por las intenciones de los Mnankrei después del incendio del silo. Ahora pensaba realizar una incursión por aguas septentrionales. Pero tal vez, mientras sus hombres navegaban hacia el norte, él pudiese llevar a cabo una rápida expedición por el sur y averiguar algo más sobre ese cristal.
En la fábrica de papel, Joesai recogió a dos niñitas que fastidiaban a sus madres y las llevó consigo para que le enseñasen el lugar de donde se extraía la arcilla. Luego se dedicó durante el resto del día a modelar maquetas de las casas que rodeaban la residencia de Oelita, y a contar historias a sus acompañantes, quienes lo miraban con los ojos abiertos de par en par.
Según recordaba, la casa de Oelita estaba sobre una colina. La parte trasera estaba bien protegida y por el frente no existía ningún acceso... o al menos eso parecía. Sin embargo, un hombre como Joesai no necesitaba más que un martillo y unas escarpias largas para escalar un muro de piedra. Podía apostar dos hombres sobre los tejados y entrar en la casa sin que nadie lo viese. Ya había interrogado a Teenae sobre el interior, y sabía el lugar preciso donde Oelita guardaba el cristal. La incursión debía ser muy rápida. Después de su desastroso paso por Congoja, no podía permanecer allí ni un minuto más de lo necesario.
Al mismo tiempo, Joesai planeó una cuidadosa exploración por el norte, mientras sus dos pequeñas consejeras o'Tghalie se subían a sus hombros y le tironeaban de las orejas con las manos cubiertas de arcilla.
—Te entregaré a los Mnankrei para que te coman —dijo con voz nasal mientras una de las niñas le apretaba la nariz.
—¡Yo te guisaré en caca! —replicó la pequeña mientras la otra reía.
Joesai se puso de pie y levantó a las niñas, una bajo cada brazo.
—Allá vamos. Al mar.
—¿Por qué al mar? Tengo hambre.
—¡Allí es donde están los sacerdotes caníbales!
¡Ellos
tienen hambre!
Las pequeñas comenzaron a chillar y a retorcerse, pero él las llevó hasta el saliente rocoso donde acudía la gente a nadar, las arrojó al agua y las bañó para no devolverlas a sus madres cubiertas de arcilla.
—Os mostraré mi pequeño velero.
Joesai había adquirido una embarcación ligera para poder viajar al sur junto con dos de sus hombres. De ese modo, la nave principal se dirigiría al norte bajo el mando de Raimin. Luego se reunirían para realizar una incursión más osada contra los Mnankrei. Joesai estaba ansioso por traerle a Teenae ese nuevo par de botas, pero los sacerdotes Mnankrei eran marinos avezados y debía planificar muy bien el ataque. Observó a las dos niñas que jugaban desnudas en la pequeña embarcación. Aún no estaba seguro de cuál sería su estrategia. Una posibilidad atractiva era hundir las naves con trigo que se dirigían al sur, pero ésta era un arma de doble filo ya que aumentaría el hambre de las personas que no recibieran la carga. Aesoe se molestaba mucho cuando alguien cometía errores de semejante magnitud. ¿Qué hubiese hecho el Primer Profeta? Robaría el trigo y lo reembarcaría. Joesai se echó a reír.