Riña de Gatos. Madrid 1936 (3 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Reconfortado por la compañía de Velázquez y la de la ciudad que lo acogió y lo encumbró a la cima de la fama, y a pesar del frío y el viento, Anthony Whitelands camina por el Paseo del Prado hasta la Cibeles y luego sigue por el Paseo de Recoletos hasta el Paseo de la Castellana. Allí busca el número que le han indicado y se encuentra frente a un muro alto y una verja de hierro. A través de los barrotes ve al fondo de un jardín un palacete de dos plantas, con entrada porticada y ventanas altas. Esta grandeza sin ostentación le recuerda el carácter de su cometido y la euforia cede protagonismo al desaliento anterior. De todos modos, ya es tarde para hacerse atrás. Abre la cancela, atraviesa el jardín hasta la puerta de entrada y llama.

Capítulo 3

Sólo tres días antes la oferta le había parecido una magnífica oportunidad de cambiar un aspecto de su vida que se le había hecho insufrible. Cuando estaba solo tomaba la firme determinación de poner fin a su aventura con Catherine; luego, al encontrarse con ella, le flaqueaban las fuerzas y adoptaba una actitud dubitativa y atormentada que convertía el encuentro en un drama absurdo: ambos incurrían en el riesgo de ser descubiertos y a cambio sólo obtenían un rato de desazón, plagado de reproches y silencios agrios. Pero cuanto más evidente se le hacía la necesidad de terminar con aquella relación malsana, más lóbrega se le presentaba la imagen de la normalidad recobrada. Catherine era el único elemento sugestivo en una vida construida con tanta compostura que ahora, a los treinta y cuatro años de edad, estaba condenado a no esperar nada, salvo una rutina tanto más agobiante cuanto que a los ojos del mundo pasaba por ser la culminación de sus deseos y sus ambiciones.

Procedente de una familia de clase media, su inteligencia y su tesón le habían abierto las puertas de Cambridge. Allí el arte primero, luego la pintura y finalmente la pintura española del Siglo de Oro le habían producido tal fascinación, que volcó en ello toda su energía intelectual y emocional. De resultas de esta entrega abandonó cualquier otro interés o actividad, y así, mientras sus compañeros corrían en busca de aventuras amorosas o se convertían a las virulentas ideologías de aquellos años, él permanecía ensimismado en un mundo habitado por santos y reyes, infantas y bufones salidos de las paletas de Velázquez, Zurbarán, el Greco y tantos otros pintores que unían una incomparable maestría técnica a una visión del mundo dramática y sublime. Al acabar los estudios y después de haber pasado largas temporadas en España y viajado por Europa, empezó a trabajar y pronto sus conocimientos, su integridad y su rigor le granjearon prestigio, aunque no fama ni dinero. Su nombre sonaba en el reducido círculo de los entendidos, más predispuesto a la crítica que al auspicio. No aspiraba a más en este terreno ni en ningún otro. Una amistad cuyo desarrollo afectivo condujo al matrimonio con una joven atractiva, culta y acaudalada solucionó sus problemas materiales y le permitió dedicar todo el tiempo y el esfuerzo a su gran afición. Deseoso de compartir con su mujer el objeto de sus ilusiones, ambos hicieron un viaje a Madrid. Por desgracia, coincidieron con una huelga general y, por añadidura, su mujer contrajo una enfermedad intestinal debida al agua o a la alimentación, lo que les hizo renunciar a repetir el experimento. La vida hogareña y una tupida red de relaciones sociales absorbentes acabaron de aniquilar una relación que nunca fue apasionada ni estable. Perdida con el divorcio la principal fuente de ingresos, Anthony se concentró en el trabajo. Cuando incluso esto empezaba a resultarle asfixiante, casi sin un propósito consciente, inició una aventura con la mujer de un antiguo compañero de estudios. A diferencia de su ex esposa, Catherine era impetuosa y sensual. Seguramente ella sólo buscaba, como él, un poco de agitación en una existencia convencional, pero la situación se les hizo de inmediato insoportable: demasiado tarde se dieron cuenta del peso que ejercían sobre su ánimo unas normas sociales que habían juzgado divertido contravenir para comprobar luego que formaban parte no sólo de su conciencia, sino de su propia identidad.

Varias veces, ante la imposibilidad de provocar una ruptura cara a cara, Anthony Whitelands se había propuesto escribir una carta a Catherine, a pesar de la temeridad que suponía dejar constancia escrita de su transgresión, y plantearle de un modo inapelable su decisión, pero siempre había desistido después de un prolongado y penoso esfuerzo de redacción. Al faltarle los argumentos le faltaban también las palabras.

Una tarde estaba en su gabinete, entregado de nuevo a esta enojosa tarea, cuando la criada le anunció la presencia de un caballero cuya tarjeta de visita le tendió en una bandeja. Anthony no conocía personalmente al visitante pero había oído hablar en varias ocasiones de Pedro Teacher, siempre en términos poco elogiosos. Era un sujeto de oscuros antecedentes, que pululaba por el mundo de los coleccionistas de arte, donde su nombre solía mencionarse en relación con transacciones poco claras. Sólo estos rumores, tal vez falsos y en todo caso nunca demostrados, habían impedido que prosperase su solicitud de ingreso en el Reform Club, al que pertenecía Anthony. Esta cuestión, pensó, debía de motivar aquella visita inopinada. De haber estado enfrascado en la escritura de un artículo de su especialidad, habría despachado al importuno visitante con más o menos cortesía. Pero ahora la interrupción le permitía postergar la carta a Catherine, de modo que guardó el recado de escribir y dijo a la doncella que hiciera pasar a Pedro Teacher.

—Ante todo —dijo el visitante una vez cumplimentadas las primeras formalidades—, debo disculparme por invadir su intimidad sin previo aviso. Confío en que la naturaleza del asunto que me trae a esta casa sirva de justificante a tan inexcusable incorrección.

La dicción era demasiado correcta para ser natural, al igual que todo lo referente a su persona. Frisaba la cuarentena y era de corta estatura, facciones aniñadas y manos blancas y diminutas que al hablar revoloteaban sin cesar delante de su cara. Un bigote fino con las puntas ligeramente arqueadas hacia arriba y unos ojos redondos y grises le daban aspecto de gato; en su cutis se insinuaba una ligera capa de maquillaje y desprendía un perfume caro y dulzón. Llevaba monóculo, calzaba botín y polaina y vestía de un modo exquisito pero desacertado para su figura: sus prendas, de la mejor calidad, habrían dado prestancia a un hombre alto; en él resultaban un punto cómicas.

—No tiene importancia —repuso Anthony—. Dígame en qué puedo serle útil.

—De inmediato le referiré la razón de la entrevista. Antes, empero, debo encarecerle que cuanto hablemos no salga de estas cuatro paredes. Sé que le ofendo al dudar de su intachable discreción, pero en este caso particular andan en juego asuntos vitales. ¿Le importa si fumo?

A un gesto condescendiente de su anfitrión, sacó de una pitillera de oro un cigarrillo, lo introdujo en una boquilla de ámbar, lo encendió, aspiró el humo y prosiguió:

—No sé si me conoce, señor Whitelands. Como mi nombre permite deducir, soy mitad inglés y mitad español, razón por la cual tengo amistades en ambos países. Desde mi adolescencia vivo dedicado al arte, mas, careciendo de todo talento, salvo el de reconocer esta realidad, intervengo en él en calidad de marchante y ocasional asesor. Algunos pintores me honran con su amistad y tengo a orgullo decir que Picasso y Juan Gris saben de mi existencia.

Anthony hizo un gesto de impaciencia que no pasó inadvertido al visitante.

—Iré al asunto del que quería hablarle —dijo—. Hace un par de días se puso en contacto conmigo un antiguo y muy querido amigo, un distinguido caballero español, residente en Madrid, hombre de alcurnia y fortuna y feliz poseedor, por herencia y gusto propio, de una colección de pintura española nada desdeñable. No hace falta que le especifique la encrucijada en que se encuentra España. Sólo un milagro puede impedir que esa noble nación se precipite al abismo de una revolución sangrienta. La violencia reinante produce escalofríos. Nadie está a salvo en estos momentos, pero en el caso de mi amigo y su familia, por razones obvias, la situación es poco menos que desesperada. Otras personas en circunstancias similares han abandonado el país o se disponen a hacerlo. Antes, y con el objeto de asegurar la subsistencia, han transferido grandes sumas de dinero a bancos extranjeros. Mis amigos no pueden hacer tal cosa, ya que sus ingresos provienen mayormente de propiedades rurales. Sólo les queda la colección de arte ya mencionada. Me sigue usted, señor Whitelands.

—Perfectamente, e intuyo el desenlace del relato.

El visitante sonrió pero continuó hablando sin dejarse amedrentar por la reticencia de su interlocutor.

—El Estado español, como todos los estados, no autoriza la exportación del patrimonio artístico nacional, aun siendo éste propiedad privada. No obstante, una pieza no muy grande ni muy conocida podría burlar la vigilancia y salir del país, si bien, en la práctica, la operación ofrece algunas dificultades, siendo la principal determinar el valor crematístico en el mercado de la obra en cuestión. Para ello se necesitaría un tasador que gozara de la confianza de todas las partes interesadas. No hace falta decir quién sería en este caso el tasador idóneo en el asunto que ahora nos ocupa.

—Yo, me imagino.

—¿Quién mejor? Usted conoce a fondo la pintura española. He leído todos sus escritos sobre la materia y puedo dar fe de su erudición, pero también de su capacidad para comprender como nadie el dramático sentir de los españoles. No digo que en España no haya también personas muy competentes, pero ponerse en sus manos conllevaría un gran riesgo: podrían presentar una denuncia por razones ideológicas, por inquina personal, por interés propio, incluso por simple vanilocuencia. Los españoles hablan por los codos. Yo mismo lo estoy haciendo, ya ve usted.

Guardó un instante de silencio para demostrar que podía poner coto al vicio nacional y luego prosiguió bajando la voz:

—Resumiré en dos palabras los términos de mi proposición: a la máxima brevedad, pues los días y aun las horas cuentan, se desplazará usted a Madrid, donde se pondrá en contacto con la persona interesada, cuya identidad le revelaré si llegamos a un acuerdo. Una vez establecido el contacto, la persona interesada le mostrará su patrimonio artístico o una parte del mismo y usted le asesorará acerca de la pieza más adecuada a los fines descritos; a continuación, una vez convenida la elección, tasará usted la obra conforme a su leal saber y entender, el monto a que ascienda esta tasación será comunicado telefónicamente por medio de una clave o código secreto que asimismo le será revelado en su momento. Al punto y sin discusión dicho monto será depositado en un banco de Londres a cuenta de la persona interesada y, una vez garantizado el pago, la obra objeto de la venta emprenderá viaje. En esta última etapa del proceso usted no tendrá participación; de este modo cualquier contrariedad que pudiera acontecer no le acarrearía consecuencias legales ni de ningún tipo. En todo momento, su identidad permanecerá en el anonimato y su nombre no aparecerá en ninguna parte, salvo que usted desee lo contrarío. Los gastos del viaje correrán por cuenta de la parte interesada y, como es lógico, percibirá usted la comisión habitual en este tipo de operaciones. Una vez cumplida su misión, podrá regresar o permanecer en España, como más le plazca. En cuanto al secreto que debe rodear la transacción, su palabra de caballero inglés será suficiente.

Hizo una pausa muy breve para no dar tiempo a la objeción y agregó a renglón seguido:

—Dos últimas consideraciones para disipar escrúpulos y vacilaciones. Sustraer una pieza insignificante del inmenso patrimonio artístico de España en las actuales circunstancias no puede considerarse tanto una evasión como un salvamento. Si estalla la revolución, el arte saldrá tan malparado como el resto del país, y de un modo irreparable. La segunda consideración no es de menor enjundia, porque con su intervención, señor Whitelands, contribuirá sin duda a salvar varias vidas humanas. Medite ahora y decida de conformidad con su conciencia.

Tres días más tarde, frente a la puerta de cuarterones del palacete con resabios herrerianos, Anthony Whitelands se preguntaba si su presencia allí respondía a los propósitos altruistas apuntados por Pedro Teacher o a un simple deseo de abandonar su rutina y, llevado por este impulso, como había sido el caso, acabar con las complicaciones de su devaneo amoroso. Y mientras trataba de insuflar a su ánimo decaído un espíritu aventurero del que carecía por completo, la puerta del palacete se abrió y un mayordomo le preguntó quién era y cuál era el objeto de su visita.

Capítulo 4

—Dígale al señor duque que me envía Pedro Teacher.

El mayordomo era un hombre extrañamente joven, de tez morena, pelo ensortijado, patillas largas y pose de banderillero. Difícilmente podía imaginarse un contraste mayor que el que había entre el inglés y el gitano. Éste se quedó mirando con fijeza al visitante y cuando parecía dispuesto a cerrarle la puerta en las narices, se hizo a un lado, le instó a entrar con gesto de apremio y cerró rápidamente la puerta a sus espaldas.

—Aguarde aquí —dijo en tono seco, más propio de un conspirador que de un sirviente—, informaré a su excelencia.

Y desapareció por una puerta lateral abandonando a Anthony Whitelands en un vestíbulo amplio de dimensiones, alto de techo, con suelo de mármol y desnudo de mobiliario, a todas luces concebido para servir de tránsito a los amigos y recibir de pie y sin miramientos a los extraños. La estancia habría sido lúgubre de no ser por la luz dorada del exterior que entraba por los altos y estrechos ventanales orientados al jardín.

Ciego para todo cuanto no guardara relación con el reducido campo de sus intereses, al quedarse solo Anthony pasó revista a los cuadros que colgaban de las paredes. La mayoría eran escenas de caza, entre las que una llamó poderosamente su atención.
La muerte de Acteón
pasa por ser una de las más importantes obras de madurez de Tiziano. El cuadro que ahora contemplaba era una hermosa copia del original, que Anthony nunca había tenido ocasión de contemplar, aunque había visto muchas láminas y había leído lo suficiente como para reconocer la obra de inmediato. El asunto provenía de varias fuentes, aunque la más conocida era
Las Metamorfosis
de Ovidio. Yendo de caza con unos amigos, Acteón se extravía y vagando por el bosque sorprende a Diana cuando ésta se ha despojado de su ropa para bañarse en un estanque. Irritada, la diosa transforma a Acteón en ciervo y es despedazado por sus propios perros. Sin que parezca relevante, Ovidio da el nombre de todos los perros que integraban la jauría de Acteón, y en varios casos el de sus progenitores, indica su procedencia y enumera sus cualidades. La acumulación de detalles acaba por hacer más angustiosa una matanza en la que todos los participantes se conocen, pero no se reconocen ni se pueden comunicar. Cuenta Ovidio que los primeros en dar alcance a su amo convertido en ciervo son dos perros que iban a la zaga pero habían tomado un atajo. De este suceso luctuoso, dice el poeta, no se debe culpar a nadie, porque no es un crimen haber equivocado el camino. Otras versiones dicen que Acteón había querido seducir a la diosa, de palabra o por la fuerza. Otras minimizan la causa: nadie puede avistar una divinidad, con o sin ropa, y salir indemne. Tiziano representa la escena de un modo incoherente: Diana todavía conserva su ropa y en vez de maldecir a Acteón parece como si se dispusiera a lanzarle una flecha o se la hubiera lanzado ya; la transformación del desdichado cazador no ha hecho más que empezar: todavía conserva su cuerpo de hombre, pero le ha salido una cabeza de ciervo desproporcionadamente pequeña; esto no impide que los perros ya le ataquen con la ferocidad que habrían puesto en una pieza de caza ordinaria, aunque en rigor deberían haber reconocido el olor de su amo. A primera vista, estos fallos podrían atribuirse a la precipitación o la desgana del artista ante una obra de encargo. Tiziano, sin embargo, la pintó al final de su vida y en su ejecución invirtió más de diez años. A su muerte, el cuadro todavía estaba en poder del pintor. Pasó por varias manos y recorrió varios países hasta acabar en una colección privada en Inglaterra. La copia que ahora examinaba Anthony tenía un tamaño algo menor que el original y había sido hecha, según pudo colegir, a finales del siglo XIX, por un copista competente. Cómo había llegado hasta el vestíbulo de aquel palacete madrileño era una incógnita que trataba de resolver cuando le interrumpió una voz a sus espaldas.

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