Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
Asintió calladamente el inglés para evitar una discusión sobre temas de los que lo ignoraba todo y sobre los que no creía correcto pronunciarse por su condición de extranjero. Pero Paquita, siempre maliciosa, no estaba dispuesta a dejarle en paz.
—Me sorprende usted, señor Whitelands —dijo con fingida inocencia—. Como inglés, debería defender la democracia parlamentaría. ¿O es tan escéptico en la materia como lo era Velázquez?
—Disculpe, señorita Paquita, pero yo no creo que Velázquez fuera escéptico —repuso Anthony con seriedad—. Simplemente, era leal a un Rey que, a su vez, le correspondía con su favor y con su amistad personal. En estas circunstancias, no tiene nada de particular una actitud en apariencia acomodaticia por parte de Velázquez, como tampoco tiene nada de particular mi actitud con respecto a mi país y a mi rey, contra los que no tengo motivo alguno de rebeldía. Dicho esto, reconozco que no tiene mérito ser leal en tiempos de prosperidad y de paz social.
—Ha hablado usted bien —convino el marqués de Estella—. Un abismo separa nuestros dos países y por esta misma razón el sistema político que Inglaterra se puede permitir aquí ha fracasado. La democracia y el igualitarismo de ustedes se sustenta en unas relaciones sociales satisfactorias para todas las partes, lo que a su vez sólo es posible gracias a las riquezas provenientes de su vasto imperio colonial. Lo mismo, en cierta medida, se puede decir de Francia. Pero a los países que no disponen de esta fuente de riqueza que todo lo arregla y todo lo suaviza, ¿de qué les sirve la pantomima de unas elecciones? ¿Acaso no hay otras formas más lógicas de regir los destinos de una nación? Vea el caso de Alemania, vea el caso de Italia…
—¿Aboga usted por un régimen totalitario? —preguntó el inglés un tanto escandalizado.
—No —replicó su interlocutor—, todo lo contrario: hablo de defender a España de un totalitarismo mil veces peor que el de los regímenes citados. El totalitarismo soviético, que avanza a pasos agigantados con la connivencia de un gobierno y de un parlamento supuestamente elegidos por sufragio universal.
—Muy fuertes palabras son éstas, señor marqués —dijo Anthony.
—Más lo son los hechos —repuso el otro.
—¿Aceptaría entonces una solución a la italiana?
—No: a la española.
No había en el tono general del diálogo crispación ni enfrentamiento, por lo que ambos interlocutores estimaron oportuno abandonar el tema en este punto, y el resto de la comida discurrió por caminos de educada trivialidad. Al concluir aquélla, se disculpó el marqués por haber de ausentarse precipitadamente, saludó con su característica afabilidad a todos los miembros de la familia, dio un fuerte apretón de manos al inglés y le dijo antes de partir:
—Ha sido un privilegio y un placer haberle conocido, señor Whitelands. Un amigo de esta familia, a la que quiero como a la mía propia, siempre será mi amigo. Me encantaría volver a verle, y confío en que así sea. Pero si ha de regresar a su tierra, le deseo un buen viaje y mucha suerte, y le ruego que recapacite sobre lo que hemos hablado.
Anthony se quedó a la sobremesa, pero a diferencia del día anterior, no hubo música ni animación. La marcha del apuesto marqués había dejado un vacío que nadie parecía capaz de llenar. Era como si al marchar, el ilustre huésped se hubiera llevado consigo el oxígeno del aire, dejando una atmósfera enrarecida. La duquesa, hasta entonces tan alegre ante la perspectiva de abandonar en breve el país, había caído en un mutismo melancólico, como si ya sintiera en su ánimo la triste condición del exiliado. El duque estaba distraído. Su hijo Guillermo, presa del nerviosismo y la irritación, se fue al cabo de unos minutos mascullando una excusa ininteligible. Las dos muchachas también daban muestras de abatimiento. Lilí lanzaba de cuando en cuando fugaces miradas lánguidas al inglés, y Paquita no disimulaba una profunda preocupación. Anthony supuso que ella sentía por el apuesto marqués un amor no correspondido. Nada más lógico: el marqués era guapo, distinguido, brillante y sin duda de temperamento ardiente. En Cambridge haría estragos, pensó. Luego, sin rechazar esta posibilidad, se dijo que los conocimientos que hasta el momento tenía de aquellas personas hacían muy fortuita cualquier conjetura. A una mujer de la inteligencia y posición de Paquita no habían de faltarle motivos de preocupación en la situación presente, no necesariamente de índole romántica. Y, en última instancia, se dijo, a mí ¿qué más me da? Mañana a estas horas estaré en el tren, camino de Hendaya, y nunca más volveré a ver a esta gente. Pero lo acertado y sensato de esta idea le causó un profundo desconsuelo. Cuando se encontrara de nuevo en la seguridad y el confort de su casa de Londres, ¿qué balance podría hacer de un viaje marcado por el fracaso profesional y la constatación de su estupidez personal? ¿Qué opinión se habrían formado de él, especialmente Paquita, y sobre todo, qué opinión se formarían cuando supieran que la peritación de los cuadros no abría el camino a la salvación de la familia? Como el médico que diagnostica una grave enfermedad y sabe que, sin tener culpa alguna, mal puede aspirar a la simpatía del enfermo, Anthony no se hacía ilusiones acerca de los sentimientos de Paquita hacia él, en la improbable hipótesis de un reencuentro. Bah, se dijo, al fin y al cabo, ¿qué me importa a mí el concepto en que me tenga esta mujer, por más que me resulte atractiva? Era absurdo especular con sus sentimientos hacia Paquita precisamente cuando acababa de poner punto final a su relación con Catherine. Salir de aquella casa cuanto antes, concluir la ridícula aventura madrileña y tratar de olvidar lo sucedido no era ya lo mejor, sino lo único razonable. Que los españoles se las arreglen entre ellos como les plazca o como puedan, pensó; aunque se maten los unos a los otros, cuando pase la tormenta, Velázquez seguirá aquí, esperando mi regreso.
Decidido a terminar con la situación y con sus cábalas, inició una despedida que preveía larga y resultó escueta. Sólo la señora duquesa retuvo las manos del inglés entre las suyas, extrañamente frías en la caldeada estancia, y murmuró:
—Si no volviéramos a vernos en Madrid, le esperamos en la Costa Azul. Allí nos instalaremos hasta que pase todo, ¿verdad, Álvaro?
Su excelencia el duque asintió gravemente. Paquita le tendió la mano y Lilí le estampó un húmedo beso en la mejilla. El duque se brindó a acompañarle a la puerta.
—Venga a verme mañana temprano y arreglaremos cuentas. No replique. Lo pactado es lo pactado, usted ha hecho bien su trabajo y yo siempre cumplo mi palabra y le agradezco especialmente su discreción: sé que a los ingleses no les gustan las mentirijillas.
Anthony se alejó del palacete con el paso cansino y el corazón encogido. Si hubiera tenido dinero, habría tomado el primer tren de regreso a Inglaterra. Pero esto era imposible. No sólo seguía impecune, sino indocumentado. Se maldijo mil veces por su estulticia. Luego, persuadido de la inutilidad de este desahogo, decidió hacer lo posible por recuperar la cartera y la documentación. Si el individuo que se las había sustraído era un delincuente profesional, como parecía indicar su método, probablemente actuaría en una demarcación fija, donde los lugares y las personas le resultaran familiares. Había anochecido y las tabernas empezaban a llenarse. Aunque era poco probable encontrarle de nuevo en el mismo sitio, Anthony decidió empezar por la peña taurina donde había trabado conocimiento con el mangante a raíz de la trifulca provocada por los jóvenes falangistas.
No lo encontró ni allí ni en los incontables establecimientos que recorrió. Como se había propuesto proceder de un modo sistemático, se metía allí donde veía animación. Unos locales estaban frecuentados por personas distinguidas, otros por oficinistas, otros por tipos patibularios de inimaginable profesión; los más, sin embargo, presentaban una mezcla diversa y decididamente democrática. En todos reinaba una algarabía ensordecedora y un trasiego incesante de vino y de viandas de increíble variedad. Todo el mundo vaticinaba un inminente estallido de violencia y Anthony no tenía motivo para dudar de lo acertado del vaticinio, pero hasta tanto no se produjera la tragedia, los españoles parecían decididos a divertirse.
De su prolongado periplo por la noche bohemia, Anthony sacó esta conclusión y nada más. Decidido a recorrer el mayor número posible de locales y sin dinero para consumir, apenas entraba en uno se dirigía derechamente al amo, a un empleado o a un parroquiano y le preguntaba si conocía a un individuo de las características del que la víspera le había robado. Su brusquedad, su acento y la imposibilidad de remunerar de algún modo la ayuda solicitada dieron al traste con todos los intentos. Su interés despertaba recelo y en algunos casos abierta animadversión. Más de una vez hubo de optar por una retirada prudente, cuando no vergonzosa. Finalmente, emprendió el regreso al hotel.
De camino, y antes de dar la empresa por perdida, decidió volver al escenario del crimen. No tardó en dar con el ruinoso portalón, batió palmas y esperó al sereno. Cuando éste asomó tambaleante por la esquina le dijo:
—¿Me recuerda usted?
—¿De qué?
—De anoche.
—¿Pues qué pasó anoche de memorable?
—Nada. Ábrame la puerta.
La misma mujerona se mostró amablemente sorprendida al ver a Anthony. No debían de abundar los clientes tan asiduos. Este recibimiento disipó las sospechas del inglés respecto de una posible complicidad entre la mujerona y el carterista. Ella le hizo entrar, cerró la puerta y sin dejarle hablar se volvió dando voces al negro pasillo de la casa.
—¡Toñina, hija, sal corriendo, que ha vuelto tu galán! —y dirigiéndose a Anthony—: No tardará, señor. Se estará aciscalando. La pobrecilla está pirrá por usté, eso se echa de ver. No sabe cómo la gustan los catalanes. ¡Toñina, leche, a ver si nos damos prisa! ¡Y ponte las enaguas negras que te regaló aquel viajante de Sabadel!
—Señora, yo no soy catalán —aclaró Anthony—. Soy inglés.
—¡Joroba, disculpe usté el desliz! Como tiene ese acento tan raro y no dejó propina… Pero ya está aquí la mocita. ¡Mire usté qué ricura, Señor mío de mi alma!
Sobrio y abatido, Anthony advirtió por primera vez una mirada famélica en los ojos grandes de la niña.
—En realidad, señora, yo no he venido a lo que usted supone —dijo.
Con frases confusas refirió lo ocurrido, procurando tranquilizar a las dos mujeres respecto de sus intenciones. Ninguna sospecha recaía sobre las habitantes de aquella digna morada ni él pensaba acudir a las autoridades. Simplemente, estaba en una situación apurada, como extranjero sin dinero ni papeles, y quería saber si conocían al individuo que le había embaucado. Como era de prever, aquellas palabras no despejaron el temor de las dos mujeres. Juraron no saber nada del individuo en cuestión y la mujerona insistió en que no hacer preguntas ni recordar caras era norma estricta de la casa. Anthony dio las gracias y se despidió. Antes de salir dijo la mujerona:
—Si no tié parné, no habrá cenao.
—No, señora.
—Pues mire usté, aquí el que no paga, no moja, pero un trozo de pan no se le niega a un cristiano. Aunque sea inglés. ¿Es verdad que en su pueblo los hombres llevan faldas?
—En Escocia, y sólo los días de fiesta.
—Ja, me barrunto yo qué fiestas serán ésas —rió la mujerona.
Al cabo de un rato reapareció la Toñina con una escudilla de barro llena de un potaje aceitoso, una cuchara de madera y un vaso de agua. Mientras comía, Anthony Whitelands recordaba con detalle el cuadro de Velázquez titulado
Jesús en casa de Marta y María
.
A primera hora de la mañana, confiando en la laboriosidad de sus conciudadanos, Anthony Whitelands se encaminó a la Embajada inglesa, sita en el Paseo de Recoletos. Al funcionario que le detuvo en la entrada y le pidió su documentación, le explicó que precisamente el haberla perdido le llevaba a aquel lugar. El funcionario titubeaba. ¿No podía acreditarse como súbdito de la Corona? En tal caso, él no podía franquearle la entrada. Irritado al ver que no bastaban su aspecto y su inconfundible acento de Cambridge, Anthony exigió ver al embajador en persona o, cuando menos, a un diplomático de rango superior. El funcionario de la entrada le dijo que aguardara en el vestíbulo mientras iba a consultar.
Salió el funcionario. En una habitación contigua al vestíbulo, Anthony vio a una anciana pulcramente vestida que hacía calceta. Al verse observada, la anciana esbozó un saludo con la cabeza. Mientras intercambiaban comentarios sobre el tiempo, regresó el funcionario y con acusadora frialdad, como si por culpa del recién llegado hubiera recibido una reprimenda, indicó a éste que le siguiera. Por una escalera ancha y alfombrada subieron al primer piso. Recorrieron un corto pasillo y ante una puerta el funcionario tocó con los nudillos, abrió sin esperar respuesta y se hizo a un lado.
En un despacho de medianas proporciones, amueblado con estanterías llenas de libros de leyes, un pesado escritorio y varias sillas tapizadas, un hombre joven le recibió con claras muestras de alegría.
—Harry Parker, consejero de Embajada —dijo tendiendo una mano laxa a su compatriota—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Sus modales eran suaves, pero su aspecto apático y una velada expresión de alarma en sus ojos indicaban la inseguridad del funcionario que sólo se siente a salvo cuando todo responde a un procedimiento claro e inamovible. Sus facciones todavía aniñadas permitían intuir la alopecia y la obesidad que los años le tenían preparadas. En un ángulo del escritorio había una foto enmarcada de Harry Parker estrechando la mano de Neville Chamberlain. Esto y la fotografía de Su Majestad el Rey Eduardo VIII en la pared era todo cuanto revelaba el despacho sobre la persona que lo ocupaba.
—Encantado de conocerle. Mi nombre es…
—Anthony Whitelands —se apresuró a decir el joven diplomático—. Y ha extraviado su cartera. Una circunstancia embarazosa, realmente embarazosa. De hecho, le esperábamos ayer, tan pronto como tuvimos noticia del percance. Me pregunto cómo pudo pasar el día entero sin un penique. Admirable. Por suerte, bien está lo que bien acaba, ¿no es así?
Mientras hablaba rebuscaba en un cajón del escritorio. Al final sacó la cartera, el pasaporte, el reloj y la pluma estilográfica de Anthony y se lo entregó.
—Compruebe que está todo, por favor. Entre nosotros no hace falta la verificación, naturalmente, pero la Embajada firmó un recibo y usted deberá contrafirmarlo. Si está de acuerdo, por supuesto.