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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (7 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—Son los Carey. Mr. Carey es marino —explicó Dan.

Le dedicamos una obra para balleneros, áspera, sonora, antes que apareciera Mrs. Jenkyn corriendo desde abajo, cargada de lanas y de agujas.

Cuando se fue, dijo Dan:

—¿Por qué el hombre debe avergonzarse siempre de su madre?

—Tal vez no se avergüence cuando envejezca —dije; pero dudaba.

La semana anterior bajaba yo por High Street con tres chicos, después de clase, cuando vi a mi madre con Mrs. Patridge frente al Kardomah. Yo sabía que me detendría frente a los demás para decirme «Ve temprano a casa, que tienes que tomar el té», y deseé que High Street se abriera y me tragara. La amaba, pero renegaba de ella. «Crucemos —dije—, hay unas botas de marinero en el escaparate de Griffith.» Pero sólo había un maniquí con traje de golfista, y un corte de
tweed
.

—Todavía falta media hora para la cena. ¿Qué hacemos?

—Vamos a ver quién sostiene más tiempo una silla en el aire —dije.

—No. Editemos un periódico; tú escribes, yo me encargo de la parte musical.

—¿Cómo lo llamaremos?

Escribió:
El…, editado por D. Jenkyn y D. Thomas
en el fondo de una caja de sombreros que sacó de debajo del sofá. D. Thomas y D. Jenkyn tenía más ritmo, pero después de todo estaba en
su
casa.

—¿Qué te parece
Los Maestros Cantores
?

—No; es demasiado musical —dije.

—¿Y
La Revista de Warmley
?

—No —dije—. Yo vivo en
Glanrhyd
.

Después de tapar la caja de sombreros, escribimos con tiza, en un pedazo del cartón,
El Trueno
, editado por D. Jenkyn y D. Thomas, y lo clavamos en la pared.

—¿Te gustaría ver el dormitorio de la sirvienta? —preguntó Dan.

—¿Cómo se llama?

—Hilda.

—¿Es joven?

—No; tiene veinte o treinta años.

La cama estaba deshecha.

—Mamá dice que todas las sirvientas huelen igual.

Olimos las sábanas.

—No huelo nada.

En su cajón encontramos la fotografía de un joven con pantalones de golf, puesta en un marco.

—Es el novio.

—Dibujémosle bigotes.

Alguien caminó arriba; una voz anunció:

—¡A cenar! —y salimos corriendo dejando el cajón abierto.

—Una noche nos esconderemos debajo de la cama —dijo Dan cuando abríamos la puerta del comedor.

Mr. Jenkyn, Mrs. Jenkyn, la tía de Dan y un tal Reverendo Bevan y su señora estaban sentados a la mesa.

Mr. Bevan dijo una oración. Cuando se puso de pie pareció que todavía seguía sentado; tan bajo era.

—Bendice nuestra comida de esta noche —dijo, como si no le gustara la cena. Pero una vez pronunciado el amén se lanzó como un perro sobre la carne fría.

Mrs. Bevan no parecía estar cómoda. Miraba fijamente el mantel y hacía movimientos vacilantes con el cuchillo y el tenedor. Parecía dudar si cortar primero la carne. Dan y yo la observamos encantados; él me pateó por debajo de la mesa y me hizo derramar la sal. En la conmoción que siguió, conseguí echarle un poco de vinagre a su pan.

Mientras todos, menos Mr. Bevan, observaban a Mrs. Bevan maniobrando torpemente con el cuchillo a lo largo del borde del plato, Mrs. Jenkyn dijo:

—Espero que les guste el cordero frío.

Mrs. Bevan le sonrió, tranquilizada, y comenzó a comer. Era una mujer de rostro y cabellos grises. Tal vez fuera toda gris. Traté de desnudarla; pero mi imaginación se asustó al llegar a sus cortas enaguas y a los largos calzones, que le llegaban a las rodillas. No me atrevía ni siquiera a desabotonar sus altas botas para ver cómo eran de grises sus piernas. Levantó la vista del plato y me lanzó una mirada perversa.

Ruborizado, me volví para contestar a Mr. Jenkyn, que me preguntaba la edad. Se la dije, pero agregando un año. ¿Por qué mentía? Lo ignoraba.

Si perdía la gorra y la encontraba luego en mi dormitorio, y mi madre me preguntaba dónde estaba, le decía «En el desván» o «Debajo de la percha». Era excitante tener que andar luego con cuidado para no contradecirme, o tener que inventar el argumento de una película que pretendía haber visto y colocar a Jack Holt en el lugar de Richard Dix.

—Quince años y tres cuartos —repitió Mr. Jenkyn—. Es una respuesta muy exacta. Veo que tenemos con nosotros un matemático. Bueno, pues, a ver entonces si puedes resolver este problemita.

Terminó de comer y colocó unos fósforos sobre el plato.

—Eso es viejo —dijo Dan.

—Oh, me gustaría aprenderlo —dije con mi mejor voz. Quería volver al cuarto. Esto era mejor que mi casa, y además había una mujer chiflada.

Cuando fracasé en mi intento de colocar los fósforos, Mr. Jenkyn me mostró cómo se hacía y, todavía sin entender, le di las gracias y le pedí que hiciera otra prueba. Ser hipócrita era casi tan divertido como mentir; le hacía sentirse a uno satisfecho y avergonzado.

—¿De qué hablabas con Mr. Morris en la calle, papá? —preguntó Dan—. Te vimos desde arriba.

—Le estaba contando cómo había estado el coro masculino de Swansea en
El Mesías
; eso es todo. ¿Por qué?

Mr. Bevan no podía comer más. Estaba lleno. Por primera vez desde que comenzó la cena miró en torno a la mesa. Lo que vio no pareció gustarle.

—¿Cómo andan los estudios, Daniel?

—Oh; más o menos.

—¿Más o menos?

—Quiero decir, muy bien, gracias, Mr. Bevan.

—Los jóvenes deberían aprender a expresar lo que quieren decir.

Mrs. Bevan soltó una risita y pidió más carne.

—Más carne —dijo.

—Y usted, joven, ¿siente inclinación por las matemáticas?

—No, señor —dije—. A mí me gusta el inglés.

—Es poeta —dijo Dan, y puso cara de embarazo.

—Un colega —corrigió Mr. Bevan, mostrando los dientes.

—Mr. Bevan ha publicado libros —dijo Mr. Jenkyn—.
Proserpina, Psiquis…


Orfeo
—añadió vivamente Mrs. Bevan.

—Y
Orfeo
. Tienes que mostrarle alguno dé tus versos a Mr. Bevan.

—No he traído ninguno, Mr. Jenkyn.

—Un poeta —dijo Mr. Bevan— debe llevar sus versos en la cabeza.

—Los recuerdo muy bien —contesté.

—Recítame el último; siempre me interesan estas cosas.

—Qué reunión —dijo Mrs. Jenkyn—; poetas, músicos, predicadores. Solamente nos falta un pintor, ¿verdad?

—No creo que le guste el último de todos —dije.

—Tal vez —dijo Mr. Bevan sonriendo— yo sea mejor juez.


Frívolo es mi odio
—dije, deseando morir, observando los dientes de Mr. Bevan.

Chamuscado por el remordimiento bestial

de la fuerza deseada y no cumplida

y la pasión de separarse tarde.

Ahora podría levantar

su cuerpo muerto, oscuro, hasta el mío

y oír el alegre chirrido de sus huesos

y en sus ojos ver el brillo mortal.

Ahora podría despertarla

a la pasión, después de muerta, y gustar

el arrobamiento de su odio, desgarrar

los restos de su cuerpo. Romper su cuerpo

oscuro muerto.

Dan me pateó las pantorrillas en silencio, antes que Mr. Bevan dijera:

—La influencia es obvia, naturalmente.
Quiebra, oh mar, quiebra, sobre tus frías piedras grises.

—Hubert conoce a Tennyson de atrás para adelante —dijo Mrs. Bevan—. De atrás para adelante.

—¿Podemos subir ahora? —preguntó Dan.

—Pero no molesten a Mr. Carey.

Cerramos la puerta suavemente y corrimos arriba tapándonos la boca con las manos.

—¡Maldito sea! —gritó Dan—. ¿Viste la cara del reverendo?

Recorrimos el cuarto imitándolo y peleamos brevemente sobre la alfombra. La nariz de Dan comenzó a sangrar otra vez.

—No es nada; parará en un minuto. Puedo hacerla sangrar a voluntad.

—Cuéntame de Mrs. Bevan. ¿Está loca?

—Está terriblemente loca. No sabe quién es. Una vez trató de tirarse por la ventana, pero él no le prestó atención; entonces ella vino a casa y se lo contó a mamá.

Mrs. Bevan llamó y entró.

—Espero no interrumpirlos.

—No; por supuesto que no, Mrs. Bevan.

—Quería cambiar un poco de aire —dijo, y se sentó entre la lana, sobre el sofá, junto a la ventana.

—¿Verdad que es una noche calurosa? —dijo Dan—. ¿Quiere que abra la ventana?

Mrs. Bevan miró la ventana.

—La puedo abrir en un segundo —dijo Dan, y me guiñó.

—Permítame que la abra yo, Mrs. Bevan —intervine.

—Es una linda ventana, muy alta.

—Entra mucho aire desde el mar.

—Déjenla así, queridos —dijo Mrs. Bevan—. Sólo quiero estar sentada un rato y esperar a mi marido.

Jugó con los ovillos de lana, recogió una aguja y se golpeó suavemente la palma de la mano.

—¿Tardará mucho Mr. Bevan?

—Sólo quiero sentarme y esperar a mi marido.

Le hablamos un rato más de ventanas, pero ella se limitó a sonreír y a deshacer los ovillos, y una vez aplicó el extremo chato de la aguja a su oreja. Pronto nos cansamos de observarla y Dan tocó el piano.

—Mi sonata N.° 20 —dijo—. Es un
Homenaje a Beethoven
.

A las nueve y media tuve que volver a casa.

Dije buenas noches a Mrs. Bevan, que agitó la aguja y me hizo una reverencia, sentada; Mr. Bevan, abajo, me tendió su mano fría; Mr. y Mrs. Jenkyn me dijeron que volviera otro día y la silenciosa tía me regaló una barra de chocolate.

—Te acompañaré un poco —dijo Dan.

Afuera, en la calle, bajo la noche tibia, miramos hacia la ventana iluminada de la sala. Era la única luz sobre la calle.

—¡Mira, ahí está!

El rostro de Mrs. Bevan se apretaba contra el vidrio, la nariz ganchuda aplastada; corrimos hasta Eversley Road, por si se le ocurría tirarse.

En la esquina, Dan dijo:

—Tengo que dejarte; debo terminar un trío para cuerdas esta noche.

—Yo estoy trabajando en un largo poema sobre los príncipes de Gales y los hechiceros y un montón de cosas —dije.

Y cada uno se fue a su casa a dormir.

Tosecita

En una tarde de un agosto particularmente brillante y ardiente, algunos años antes de saber que era feliz, George Hooping —a quien llamábamos Tosecita—, Sidney Evans, Dan Davies y yo viajábamos hacia el extremo de la península sentados en el techo de un camión. Era un camión alto, con seis ruedas, desde el cual podíamos escupir sobre el techo de los automóviles que pasaban y arrojar tronchos de manzana a las mujeres de la acera. Uno de los proyectiles dio en medio de la espalda de un ciclista; el hombre zigzagueó a través del camino, y por un momento nos quedamos callados. George Hooping comenzó a palidecer. Si el camión lo atropella —pensé con calma, mientras el hombre de la bicicleta trastabillaba en dirección al seto— lo matará, y yo me «la haré» en los pantalones, y tal vez Sidney también en los suyos, y nos arrestarán y nos ahorcarán, excepto a George Hooping, que no está comiendo manzanas.

Pero el camión pasó de largo. Detrás de nosotros la bicicleta se incrustó en el seto; el hombre se incorporó y nos amenazó con el puño, y yo agité la gorra, saludándolo.

—No debiste haber agitado la gorra —dijo Sidney Evans—. Ahora sabe a qué colegio vamos.

Era un muchacho despierto, moreno, prudente, que usaba billetera.

—Ahora no estamos en el colegio.

—Nadie puede expulsarme —dijo Dan Davies. Finalizado el curso próximo, iba a trabajar a sueldo en la frutería de su padre.

Todos llevábamos mochilas, menos George Hooping, cuya madre le había dado un paquete de papel madera que insistía en deshacerse, y cada uno llevaba una maleta. Yo había echado una prenda sobre la mía, porque sus iniciales eran «N.T.», y todo el mundo se enteraría de que pertenecía a mi hermana. Dentro del camión había dos tiendas de campaña, un cajón con comida, una caja con pavas, sartenes, cuchillos y tenedores, una lámpara de petróleo, un calentador Primus, mantas y sábanas, un gramófono con tres discos y un mantel de la madre de George Hooping.

Íbamos a acampar durante una quincena en Rhossilli, en una pradera que dominaba cinco millas de playa. Sidney y Dan habían estado allí el año anterior y habían regresado quemados y fuertes, con infinidad de historias de bailes alrededor de las fogatas después de medianoche, y de chicas mayores de la escuela preparatoria que tomaban sol desnudas sobre el filo de las rocas, rodeadas de muchachos excitados, y de coros cantados desde la cama que duraban hasta el amanecer. Pero George nunca había estado más de una noche fuera de su casa; según me contó, un día feriado en que llovía y no quedaba más recurso que permanecer en el lavadero haciendo correr a sus cobayos por encima de los bancos, no había ido más allá de St. Thomas, a tres millas de su casa, con una tía capaz de ver a través de las paredes, y que sabía qué estaba haciendo en la cocina Mrs. Hoskin.

—¿Cuánto falta? —preguntó George Hooping, aferrando su paquete deshecho, tratando disimuladamente de empujar adentro medias y tiradores, observando con envidia cómo se deslizaban por debajo de nosotros los campos de sólido verde como si el techo del camión fuera una balsa con motor en medio del océano. Cualquier cosa le revolvía el estómago, hasta el orozuz y los helados, pero sólo yo sabía que en verano usaba largos camisones con su nombre bordado en hilo rojo.

—Millas y millas —contestó Dan.

—Miles de millas —agregué—. Rhossilli, Estados Unidos de América. Vamos a acampar entre un pedazo de roca que se estremece en el viento.

—Tendremos que atar la roca a algún árbol.

—Tosecita puede prestarnos los tiradores —dijo Sidney.

El camión rugió tomando una curva.

—¡Epa!… ¿Te diste cuenta, Tosecita? ¡Una sola rueda!

Debajo de nosotros, debajo de los campos y las granjas, resplandeció de pronto el mar, con un carguero humeando sobre su borde más lejano.

—¿Viste el mar allá abajo? ¿Viste cómo brilla, Dan? —dije.

George Hooping fingió olvidar las sacudidas del resbaladizo techo, y desde esa altura observó la tremenda pequeñez del mar. Aferrándose a la barandilla del techo, dijo:

—Papá vio una vez una ballena furiosa.

La convicción de su voz se desvaneció apenas había empezado a hablar. Su vocecita cascada, trémula, luchó contra el viento tratando de convencernos. Yo sabía que ansiaba decir alguna exageración tan terrible que nos pusiera los cabellos de punta y detuviera al desbocado camión.

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