Pero en esa ocasión no había sido del todo honesto con Susanne sobre sus razones para no ir a su casa. Esa noche necesitaba estar solo, necesitaba su propio tiempo y espacio para pensar. Se sentía enterrado bajo un peso insoportable que no podía sacarse de encima con un solo esfuerzo, por enorme que fuera. Eran como escombros, que tenía que ir quitando uno por uno.
Y uno de ellos estaba delante de él, sobre su escritorio.
Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Esa era la idea que se le había ocurrido al mirar la fotografía del joven, preterrorista, Franz Mülhaus; también cuando Anna había descrito la fotografía de una Ulrike Meinhof recién casada. Una vida anterior a la que conocemos.
Fabel había pasado las últimas dos horas revisando la carpeta que le había mandado Ingrid Fischmann inmediatamente antes de su muerte y la tenía abierta sobre el escritorio. Recortes de prensa, entrevistas, una cronología que trazaba la evolución y la diversificación de los grupos de protesta, los activistas y los terroristas, y fotocopias de libros sobre el terrorismo interno alemán.
Y fotografías.
Aquella foto en sí no tenía nada que ver con el caso que estaba investigando. Y tampoco tenía nada que ver con lo que le había ocurrido a él veinte años atrás. Tenía que ver con algo, con alguien, totalmente diferente.
Había encontrado la fotografía con una nota autoadhesiva pegada en la parte de atrás, al final de la carpeta de Fischmann. Databa de 1990, una época en que la voluntad y la razón de ser del activismo izquierdista estaban desapareciendo a gran velocidad. El Muro acababa de ser derribado y las dos ex Alemanias seguían aceptándose mutuamente con entusiasmo y esperanza. Era una época en que el mundo vio cómo millones de personas en toda Europa del Este se habían levantado en verdadera protesta contra las dictaduras comunistas. Los antiguos eslóganes del activismo izquierdista empezaban a sonar huecos, incluso embarazosos.
La nota adosada a la fotografía decía: «Christian Wohlmut, anarquista de Munich, buscado como sospechoso de ataques a intereses estatales y comerciales de Estados Unidos en el territorio de la República Federal. Fotografiado con una mujer desconocida».
Una mujer desconocida. La fotografía era borrosa y parecía tomada de lejos. La chica, que tenía más o menos edad de ser estudiante, estaba a la izquierda y ligeramente atrás de Wohlmut. Era alta y delgada y tenía un largo pelo oscuro, pero sus rasgos estaban fuera de foco. Aún así, era reconocible. Para quien la conociera.
Fabel leyó el expediente relacionado con Wohlmut. Había sido uno de los últimos manotazos de un movimiento agonizante. Había formado un grupo que finalmente se había disuelto, pero no sin antes colocar un par de dispositivos bastante toscos en blancos americanos. Una carta bomba había arrancado los dedos a una secretaria de diecinueve años de edad en las oficinas de una compañía petrolera americana. Wohlmut había sido atrapado y había pasado tres años en la cárcel.
Fabel volvió a examinar a la chica alta de pelo largo y oscuro. Wohlmut le hablaba a alguien fuera de la cámara, y la chica a su lado lo escuchaba con atención. Al hacerlo, inclinaba la cabeza en un ángulo característico. Una pose de concentración.
Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Se oyó un golpe en la puerta y él deslizó la fotografía en la parte de atrás de la carpeta.
Anna y Henk entraron.
22.00 H, OSDORF, HAMBURGO
No había cajas de embalar en el sótano de Grueber. No había desorden.
Era un sótano espacioso; de hecho, parecía desproporcionado respecto de la pequeña puerta oculta debajo de la escalera por la que se accedía a él, y Maria escudriñó las paredes para ver si podía encontrar una ventana o una puerta que diera directamente al mundo exterior. Pero sabía que estaban demasiado profundo. Pensó en el moribundo sol del anochecer, que estaría tiñendo el césped entre los arbustos y las plantas del jardín de Grueber. De pronto, Maria cobró conciencia de la masa de la casa sobre ella, el suelo oscuro que yacía, frío y apretado, al otro lado de las paredes del sótano que la rodeaban.
El techo del sótano era sorprendentemente alto. Maria calculó que tendría unos dos metros de altura, y todo aquel espacio había sido reformado para que Grueber lo usara como lugar de trabajo. Había bancos y equipos junto a las paredes, estanterías y armarios metálicos para herramientas. Maria oyó un chirrido metálico continuo y una gran abertura de acero pulido empotrada en una pared con un ventilador girando detrás de un protector de red. Supuso que Grueber había instalado alguna clase de sistema de control de temperatura y humedad. El espacio del sótano estaba interrumpido por una serie de columnas pesadas y cuadradas que evidentemente sostenían las paredes superiores. En el centro del sótano, cuatro columnas hacían las veces de esquinas de una zona cubierta que parecía una suerte de improvisado cuarto de limpieza, con paredes formadas por láminas gruesas y resistentes de plástico semiopaco. Maria sintió que su miedo aumentaba varios grados; estaba claro que ese sector tenía un propósito especial y ella tuvo la nauseabunda sensación de que ese propósito podría tener que ver con su futuro inmediato.
Grueber pareció captar su miedo. Frunció el ceño y había tanto furia como tristeza en su expresión. Extendió la mano y le acarició la mejilla.
—No voy a lastimarte, Maria —dijo—. Yo nunca, nunca te haría daño. No soy un psicópata. No mato sin motivo. Deberías saberlo a estas alturas. Me ha sido dado el don de ver a través de los velos que separan cada vida, cada existencia. Y por eso valoro más la vida… no menos. Los que murieron… lo merecían. Pero tú no. Tampoco Fabel. Por eso no hice detonar la bomba que puse en su coche. Verás, todos estamos unidos. En cada vida, todos volvemos a reunimos para resolver lo que ha quedado pendiente en nuestra reencarnación anterior. Tú, yo, Fabel… hemos estado aquí antes y volveremos a estar aquí. No te preocupes, Maria. No te lastimaré. Sólo que no puedo permitir que obstaculices lo que debe ocurrir esta noche. Esta noche, mi venganza se habrá completado.
—Frank —dijo Maria—. Basta de asesinatos. Deja que termine aquí. Yo cuidaré de ti. Yo te ayudaré.
Él volvió a sonreírle.
—Dulce Maria, no lo entiendes, ¿verdad? Todo lo que he aprendido en esta vida, todas las habilidades que he adquirido, han sido para terminar lo que debo terminar esta noche. —La cogió del hombro y la llevó hacia aquellas láminas gruesas y semiopacas—. Te daré un ejemplo de lo que estoy hablando. Tú ya has visto mis reconstrucciones. Cómo he reconstruido a los muertos, aplicando capa tras capa, proporcionándoles carne y sustancia y piel. Restaurando su identidad. Bueno, puedo hacer lo mismo hacia atrás… quitar las capas de los vivos. Destruir su identidad…
Grueber apartó la gruesa cortina plástica. Maria oyó un sonido estridente que llenó el sótano y se dio cuenta de que era su propio grito.
22.03 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO
—Henk ha descubierto algo —dijo Anna.
—De acuerdo —dijo Fabel, echándose hacia atrás en la silla—. Veamos de qué se trata…
—Como usted indicó, hemos revisado la historia de Brandt y la de su madre, Beate. Frank Grueber, el forense, como ya sabe, ha confirmado la paternidad de Franz Brandt. Él es, definitivamente, el hijo de Franz Mülhaus.
—Dime algo que no sepa —replicó Fabel en tono de fatiga.
—Tal vez Franz Mülhaus sí fuera su padre, pero él no fue adoptado por Beate Brandt. —Henk dejó caer una fotocopia sobre el escritorio de Fabel—. Éste es el certificado de nacimiento de Franz Karl Brandt. Padre desconocido. Madre Beate Maria Brandt, entonces residente en 22 Hubertusstrasse, Niendof, Hamburgo. Ella no lo adoptó. Él nos dijo la verdad: ella era su madre. Es posible que él ni siquiera supiera que Franz
el Rojo
Mülhaus era su verdadero padre. No hay ninguna conexión entre Beate Brandt y Franz
el Rojo
Mülhaus ni nada que sugiera que ella militaba en algún movimiento radical en los años setenta u ochenta. Pero el ADN prueba que ella tuvo un hijo con él. Lo que significa —añadió después de una pausa— que Franz Brandt es hijo de Mülhaus. Pero no hijo de Michaela Schwenn. Y eso, a su vez, quiere decir que él no era el niño en el andén de Nordenham con el pelo teñido de negro.
—¿Un hermano?
—Sabemos que Mülhaus tenía relaciones sexuales con muchas de sus seguidoras, así como con otras mujeres que tal vez no estuvieran relacionadas con su movimiento. Podría ser que el asesino fuera un medio hermano de Brandt y que éste ni siquiera supiera que existe —dijo Anna.
—Pero un momento —dijo Fabel—. Olvidáis que Brandt dejó una bomba en el apartamento de su novia para hacernos volar a todos en pedazos.
—Y luego él y su novia se nos acercan directamente —dijo Henk—. Usted mismo lo ha dicho: parecía extraño. Yo creo que él no sabía nada sobre la bomba.
—
Shit
—dijo Fabel—. Eso significa que el asesino sigue suelto. Tenemos que averiguar qué ocurrió con aquel niño del andén.
—A eso me refería cuando dije que buscábamos en la dirección equivocada —replicó Henk—. Estábamos tratando de probar que Brandt era el hijo que estábamos buscando. Verificando la conexión hacia atrás. Tendremos que volver a revisar los expedientes de adopción. Pero esta vez debemos buscar el apellido Schwenn.
—Tengo los códigos de acceso aquí mismo. —Anna señaló su libreta—. ¿Puedo usar tu ordenador?
Después de empujar a un costado la carpeta con la información de Ingrid Fischmann, Fabel se puso de pie y dejó que Anna ocupara su asiento. Ella se conectó a la base de datos e ingresó los parámetros de búsqueda: el nombre «Schwenn» y el período de 1985 a 1988.
—¡Lo tengo! —dijo—. Aquí hay cuatro nombres. Dos son adopciones de 1986. Será uno de éstos… —Anna hizo clic en el primer archivo—. No… es una niña de cuatro años. —Hizo un clic en el siguiente—. Tal vez éste… no, la edad está mal. —Buscó el tercer archivo.
Fue la expresión de Anna lo que asustó a Fabel. Esperaba su habitual mueca de satisfacción insolente por haber encontrado una evidencia crucial. Pero en cambio se puso de pie de repente y Fabel notó que había perdido el color de la cara.
—¿Qué ocurre, Anna? —preguntó Fabel.
—Maria… —Fue como si cada músculo del rostro de Anna se hubiese tensado—. ¿Dónde está Maria?
—La mandé a su casa. Tenía migraña —dijo Fabel—. Regresará mañana por la mañana.
—Tenemos que encontrarla,
chef
. Tenemos que encontrarla ahora.
22.05 H, OSDORF, HAMBURGO
—Fascinante, ¿no?
Maria no oyó la pregunta de Grueber. Sintió que le zumbaban los oídos, que cada uno de sus nervios ardía, cuando miró el cuerpo masculino tumbado sobre la mesa metálica sostenida por dos caballetes. Estaba desnudo. Desnudo no sólo de ropa, sino de piel. Estaba esculpido sobre tendones rojos, en carne viva. Unas gotas de sangre, pequeñas y redondas, manchaban la superficie de aluminio de la mesa.
—He invertido mucho para que este lugar de trabajo fuera perfecto. —Grueber no despotricaba ni deliraba. Maria calibró la escala de su locura a partir de ese tono medido y sereno—. He gastado una fortuna en insonorizar este sótano. A los de la empresa de construcciones les dije que trabajaría con máquinas muy ruidosas. Por eso he tenido que instalar una bomba de aire con control de temperatura. Cuando la puerta está cerrada, este lugar queda totalmente hermético e insonorizado. Lo que me ha venido bien, puesto que aquél —Grueber señaló la silueta sobre la mesa despojada de piel, de humanidad—… gritó como una niñita.
Maria sintió golpes en la cabeza y náuseas.
—Oh, mis disculpas… Él es Cornelius Tamm. —Grueber se excusó como si se hubiera olvidado de presentar a alguien en una fiesta—. Ya sabes, el cantante.
—¿Por qué? —Maria encontró, en alguna parte, fuerzas para hacer esa pregunta.
—¿Por qué? ¿Por qué hago esto? Porque él me traicionó. Todos ellos. Hicieron un trato con las autoridades fascistas y me vendieron. Mi vida. Piet van Hoogstrat era la única otra persona que la policía tenía identificada, de modo que lo mandaron a él para que me señalara. Pero fue Paul Scheibe el que lo negoció todo, desde una distancia segura. Los otros le hicieron caso. Incluso Cornelius, mi amigo. —Se volvió hacia Maria. Había una insinuación de lágrimas en sus ojos—. Yo morí, Maria. Morí. —Apoyó una mano en el pecho—. Todavía siento el lugar en el que me entraron las balas. Te vi morir, y luego morí yo, de rodillas, en aquel andén.
—¿De qué hablas? ¿A qué te refieres con que moriste? ¿Quién crees que eres, Frank?
Él enderezó la espalda.
—Soy Franz
el Rojo
. Soy eterno. He vivido desde hace casi dos mil años. Y probablemente desde antes, pero aún no lo puedo recordar. Fui un guerrero que entregó la vida como sacrificio para su pueblo, para la renovación de la Tierra. Dos veces. Una vez, hace un milenio y medio; la segunda vez, como Franz
el Rojo
Mülhaus.
—¿Franz
el Rojo
Mülhaus? —dijo Maria con tono de incredulidad—. Sin que ni siquiera entremos en todo el asunto de la reencarnación, has hecho mal las cuentas. Tú naciste mucho antes de que Mülhaus muriera.
—No lo entiendes —respondió él, con una sonrisa condescendiente—. Yo era el padre y el hijo. Mis vidas se superpusieron. Vi mi propia muerte desde dos perspectivas. Yo soy mi propio padre.
—Oh, ya veo. Lo siento, Frank. —Maria lo entendió todo—. ¿Franz
el Rojo
Mülhaus era tu padre?
—Siempre estábamos huyendo. Siempre. Tuvimos que teñirnos el pelo de negro. —Grueber se pasó la mano a través de su tupido pelo, que era demasiado oscuro—. Si no, todos hubieran notado nuestro pelo rojo. Y luego nos traicionaron. Mi madre y mi padre fueron asesinados por agentes de la GSGP. Un sacrificio organizado por estos traidores. Vi morir a mi padre. Le oí decir «traidores». Después, se me llevaron. Me adoptaron los Grueber, que no tenían niños porque no podían. Pero me criaron como si los primeros diez años de mi vida no hubieran ocurrido. Como si yo fuera de ellos desde siempre. Después de un tiempo, incluso yo mismo empecé a sentir que todo lo que había ocurrido antes había sido una pesadilla. Descubrí que no podía recordar cosas. Era como si hubieran barrido con toda aquella vida. Como si me la hubieran borrado.
—¿Qué ocurrió, Frank? ¿Qué fue lo que te hizo cambiar?