Réquiem por Brown (33 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
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Llamé a Ralston a su casa de Encino y le dije que había cambiado los planes. Quedaríamos en la sucursal del Banco de América situada en Van Nuys y Tujunga en North Hollywood, el lunes a las diez en punto. Debía traer una lista con todos sus contactos en DPSS (Subsidios de la Seguridad Social). Le pregunté si Cathcart se había puesto en contacto con él y me dijo que sí y que le había contado a Cathcart que me habían visto borracho y haciendo preguntas en Palm Springs. A Cathcart le pareció muy bien eso. Ralston se estaba portando como un buen
scout,
así que le eché un hueso de ánimos, diciéndole que tenía una buena sorpresa económica que darle. A continuación, colgué el teléfono.

Maté el resto de la semana imaginándome a mí mismo como un hombre rico. Con un cuarto de millón bien invertido me podría mantener el resto de mi vida. Pensé en las posibilidades de inversión que se me presentaban y se me ocurrió esta idea: pondría una tienda de música clásica, con discos y cintas que fueran de lo más prosaico a lo más esotérico. Tendría la mejor librería sobre música, con biografías de los compositores, historias ilustradas y partituras de música. Un oasis cultural en pleno Hollywood Boulevard. A los macarras rockeros los echaríamos con buenos modos pero sin concesiones. Yo llevaría la tienda y Walter sería mi
aide-de-camp.
Mantendría mi licencia de detective privado y la oficina, para reducir impuestos. Buscaría músicos de cuerda relativamente buenos para tocar piezas de cámara con Jane. El hecho de tocar con músicos de un nivel similar al suyo le vendría bien para…

Compraría una gran casa de distribución irregular en las colinas, con varios perros. Jane y yo llevaríamos cada uno nuestra vida, que en ambos casos estaría relacionada con la música; ella con sus clases de violoncelo y yo encargado de la tienda. Por la noche nos sentaríamos en el salón a escuchar música y luego subiríamos a la habitación a hacer el amor. También podríamos tener hijos, preferiblemente niñas. Sería una buena vida que ahora ya era posible.

Salí de Ventura el lunes por la mañana a las siete y media. A las diez menos cuarto estaba aparcado enfrente del Banco de América en Van Nuys y Tujunga. Estaba bastante nervioso pero me sentía seguro. No había ningún síntoma de que me hubieran tendido una trampa. Ralston estaba controlado.

Apareció a los pocos minutos en el aparcamiento del banco, salió del coche y se quedó de pie junto a éste en un visible estado de nervios. Llevaba gafas negras, probablemente para taparse los moratones. Me encaminé hacia él. Se limitó a mirarme a través de las gafas sin decir nada.

—Buenos días, Ralston —dije.

—Buenos días —contestó con un movimiento de cabeza.

—¿Qué tal, bien? —pregunté.

El volvió a asentir.

—Muy bien —dije—. Mejor te quitas las gafas. Vamos a sacar mucho dinero y no quiero que parezcas un gángster a punto de huir del país.

Me quedé sorprendido cuando lo hizo; tenía la nariz sólo ligeramente hinchada aunque un poco amoratada, al igual que los ojos.

—Déjame que te cuente mis planes —dije—. Quiero que vayamos en tu coche. Pasaremos por todos los bancos donde tengas libretas bancarias. Sacarás todo menos quinientos dólares de cada cuenta, en billetes de cien y cincuenta o de veinte si no tienen otra cosa. Trata de ser discreto. Los cajeros tienen la obligación de anunciar los ingresos de mayor cuantía pero no una extracción de fondos. ¿Tú fuiste el que hizo los depósitos, no? —Sí.

—Vale, entonces a lo mejor los cajeros te recuerdan. Tengo todo el itinerario pensado. Tenemos un buen día de trabajo por delante. ¿Trajiste la información que te pedí? —Sí.

Ralston sacó una lista mecanografiada de nombres del bolsillo de la chaqueta. Le guiñé un ojo al tiempo que le entregaba una libreta de depósitos de color azul.

—Venga macho, a currar —le dije.

Mientras él se encargaba del asunto, yo miré la lista de nombres por encima. Los nombres, todos de hombre, colocados en una columna, iban seguidos de los números de teléfono respectivos colocados en la siguiente columna. Como varios de los números eran idénticos, saqué la conclusión de que eran números de oficina.

Ralston volvió a los pocos minutos muy nervioso y me indicó que me metiera en el coche. Una vez dentro, sacó un fajo de billetes nuevos del bolsillo. Cuando acabé de contarlos, me eché a reír. Noventa y tres billetes de cien. El arrancó el coche.

—Adelante, Hot Rod —dije.

Fuimos de una punta del Valley hasta la otra, pasando por Coldwater, Canyon, Beverly Hills y Miracle Mile, haciéndonos cada vez más ricos. Antes de salir del Valley, me detuve en un supermercado y cogí una bolsa de cartón, que inmediatamente llené de dinero.

Mientras Hot Rod sacaba dinero en Wilshire y Beverly Hills, yo escondí la bolsa debajo de la chaqueta y entré en el Mark Cross Leather Goods Shop a comprar una gran cartera de piel, por la que pagué cuatro nuevos y crujientes billetes de cien. Al llegar al coche, guardé el dinero cuidadosamente en la cartera. Me sentía más borracho que la primera vez que bebí.

Hot Rod volvió, me puso encima 7.400 dólares en billetes de cien y cincuenta e hizo un gesto de dolor. No habíamos hablado casi nada en todo este tiempo. Sólo conseguí que me confirmara la sospecha de que los números de teléfono correspondían a los de la oficina donde trabajaban los contactos. Mis otros intentos de establecer una conversación fueron totalmente ignorados. Yo había castrado a este hombre y él no me iba a dar la satisfacción de hacer las paces.

Lo necesitaba de verdad para llegar a Cathcart. Si se chivaba a Cathcart, yo no salía vivo de ésta.

Consulté mi reloj y conté el resto de las libretas de depósitos. Eran las dos y diez y quedaban todavía nueve por sacar, que sumarían un total de 70.000 dólares. En la cartera debía tener unos 265.000. Miré a Ralston, le di una palmadita en el hombro y le puse las nueve libretas encima.

—Para ti, Hot Rod —dije—. Más de setenta mil. Gástalas bien.

Ralston esbozó una leve sonrisa y sacudió la cabeza.

—Debes estar muy loco si te crees que vas a salirte con la tuya —dijo—. Tú no conoces a Cathcart. Ese también está loco, pero de otra manera. Más vale que te vayas del país mientras puedas, porque más tarde o más temprano él te encontrará y entonces se acabó lo que se daba.

—No, te equivocas. Vamos a ponerlo al revés. Más tarde o más temprano, yo le encontraré a él y entonces sí que se acabó lo que se daba.

—Estás pirado, Brown.

—No te creas. Háblame de Cathcart. Ya sé que es muy inteligente y que es frío como un iceberg. Menuda cosa. Pero a mí lo que me tiene intrigado es por qué sigue trabajando en la policía con todo el dinero que tiene.

Ralston no se lo tuvo que pensar en absoluto.

—Porque le encanta. Le va el rollo ese de los malos contra los buenos. Odia a los negros. Siempre está hablando de mantener a los negros bajo control para que no se rebelen. Dice que le encanta poner su granito de arena para mantener solvente el estado de bienestar que para él es una institución antirrevolucionaria. Dice que más tarde o más temprano los negros procrearán tanto que habrá que reducirlos violentamente, pero que por ahora sirven de cabeza de turco para los blancos pobres. Que es importante mantenerlos colgados con el caballo, en la cárcel o en el paro. Es bien macabro. A mí no es que me gusten los negros, pero no tengo ninguna intención de hacerles daño. Cathcart está entusiasmado con el tema.

pagó a Henry Cruz y a Reyes Sandoval con heroína a cambio de matar a Fat Dog?

—¿Tú cómo sabes eso? Sí están muertos.

—Ya lo sé. Los maté yo.

Ralston se quedó impresionado.

—¿Vas a matar a Cathcart? —preguntó, incrédulo.

—¿Matar a Cathcart? ¿Matarle? —contesté en un tono igualmente incrédulo—. ¿Tú quién te crees que soy yo? ¿Marión Brando en
El Padrino
? Yo no quiero matar a Cathcart, yo lo que quiero es hacerme colega suyo. Soy un aprendiz de negro con aspiraciones. Lo único que quiero es una nómina del paro de un millón de dólares para toda la vida y un suministro vitalicio de alimento para el alma. Después me convertiré al judaísmo y me haré socio de Hillcrest. Tú me podrías proporcionar un buen caddie cuando aprenda a jugar al golf.

—Estás loco.

—Calla. Cuéntame algo más sobre Cathcart. ¿Qué hace para entretenerse?

—Va a pescar a Baja California, escucha una música muy seria, habla de la policía como muro de contención contra los negros. No hace mucho más. Que yo sepa no le interesan las mujeres.

—¿Dónde vive?

—Tiene un apartamento en Van Nuys. No gasta demasiado para que parezca que el único dinero que recibe es su sueldo de policía.

—¿Cada cuánto tiempo va a Baja?

—Creo que a intervalos de unas pocas semanas.

—¿Cómo va hasta allí?

—En coche. Tiene montada una especie de tapadera. Es dueño de una casita a la salida de Del Mar. A la gente del trabajo le dice que se va allí. Dice que es parte del montaje; como recibe un buen sueldo de capitán, se puede permitir tener una casita allí.

—¿Pero no duerme en la casa de Del Mar?

—Creo que pasa allí la noche para quedar bien. Pero luego coge el coche y se va a Baja. La gente del trabajo sabe que es un fanático de la pesca. Lo tiene todo planeado.

—Desde luego habla bastante para ser una persona prudente.

—Él confía en mí, porque sabe que me tiene acojonado.

Dejé en suspenso el comentario. Luego atravesé a Ralston con mi mirada más dura y fría. En cuanto retiró la vista, dije:

—Tú sigue teniéndome miedo a mí y sobrevivirás. Entonces tendrás tu hotel, tu bar, tu trabajo, tu salud y tus setenta mil, más cualquier otro chanchullo que tengas por ahí. Ahora llévame a mi coche.

Volvimos en silencio con nuestra fortuna colocada entre los dos. Cuando llegamos al banco de Morth Hollywood, dije:

—Ándate con cuidado, Hot Rod. Voy a estar fuera unos días. Ya te llamaré cuando vuelva.

Sacó la mano para estrecharla con la mía, lo cual me sorprendió.

—Sigo pensando que estás loco —dijo.

Yo me reí.

—A veces hasta yo mismo me lo pregunto.

Cogí la cartera y Ralston se marchó.

Salí esa misma noche. Dejé el coche de alquiler en el aparcamiento del aeropuerto y cogí el vuelo Pacific Southern Airways de las ocho a San Francisco. Insistí en llevar la maleta conmigo. La empleada de facturación y la azafata a bordo comprendieron mis motivos. Se trataba de una obra de arte de gran valor y no convenía meterla en el compartimiento de los equipajes. Si ellas supieran.

El café que me trajo la azafata estaba muy bueno, pero yo me sentía algo incómodo. Por primera vez en varios años, iba sin armas. Tuve que dejar la pistola en una taquilla en la terminal, ya que si no rae la habrían descubierto en el detector de metales. Poco a poco me fui tranquilizando mientras me tomaba el café y me puse a contemplar las luces de Los Ángeles desde la ventanilla.

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de San Francisco, yo estaba en ascuas. Nunca fallaba. Era la fiebre de San Francisco.

Sólo el hecho de llegar a mi ciudad favorita me aliviaba de todos los traumas y fatigas del mes anterior. ¡Frisco! Sólo que esta vez se trataba del Frisco de mi nueva vida; sobrio, rico y con una misión que cumplir.

El hecho de meterse en el taxi era como tomarse cuatro martinis escuchando la Quinta de Beethoven, sólo que esta vez era la Quinta de Brown. La Quinta «B» (Bach, Beethoven, Brahms, Bruckner y Brown), todos alemanes, todos con una misión entre manos; la suya, la misión musical y la mía, la destrucción del mal. De pronto sentí que me hacía falta una mujer, cosa que hice saber inmediatamente al taxista. La última aventura antes de una vida de absoluta fidelidad. El me comprendió. Incluso le expliqué lo que quería exactamente. Trescientos cincuenta por una noche, más cien para la persona que lo organizase.

El taxista, que era mayor y probablemente griego o italiano, miró hacia atrás, casi babeando. Me preguntó que dónde iba a dormir. Le dije que en el Mark Hopkins y que me mandase a la chica a la habitación del señor Bruckner. Él sabía exactamente lo que yo buscaba. En una hora la tendría llamando a la puerta. El taxista por poco se desmaya al ver el billete que le di.

Alquilé la habitación por una semana entera, a noventa y siete dólares la noche. Pagando en efectivo, por supuesto. Apareció un botones para llevar la maleta. No le quité el ojo de encima hasta que llegamos a mi habitación en el séptimo piso. La
suite
era una espaciosa estancia dividida en dos secciones, con muebles caros seudoantiguos y grandes ventanales que proporcionaban una impresionante vista sobre Nob Hill.

Le di un billete de cincuenta al botones, que por poco se desmaya. Le dije que se comprase una buena bolsa de maría ya que por el momento podía permitirme ser generoso. También le dije que mandase champán para uno y café. Se fue, después de darme las gracias efusivamente, comprobando aún si el billete era verdadero.

La puta no me satisfizo. No era alta ni tetona, tenía unas piernas demasiado musculosas y una cara bastante vulgar. Estuvimos hablando la mayor parte del tiempo, para saborear el preludio. Para mí lo mejor de las prostitutas es la seguridad de que las vas a follar, lo segundo es el ansia y lo último es ver cómo se desnudan. Así que cuando Danielle (el nombre de trabajo) comenzó a quitarse la ropa, yo estaba ya más que dispuesto. Pero fue un fornicar rápido y violento, manchado por la mala conciencia y el hecho de que no podía dejar de pensar en Cathcart y en Jane. Cuando acabé, pagué y le dije que se fuera. Ella se quedó encantada con lo rápido que se había ganado los trescientos dólares, me dio un beso y se fue dando brincos de alegría.

Después de que se fuera, no podía dormirme, así que llamé a Walter por teléfono. Me contestó completamente borracho. Pude percibir el rumor de una serie policíaca como fondo al sonido arrastrado de su voz. Durante veinte minutos traté de hablar de algo, pero fue inútil, él se empeñaba en hablar de Jimmy Cárter y la tarjeta de crédito antimateria. Al final, desesperado, le dije que le quería y colgué.

Luego llamé a la oficina de Mark Swirkal y di la contraseña. Después me eché en la cama y me quedé dormido.

Durante la noche tuve un sueño muy extraño. Aparecíamos Fat Dog y yo desempeñando papeles completamente opuestos: Fat Dog llevaba un uniforme azul y una pistola y se dedicaba a detener peatones imprudentes en Hollywood Boulevard. Yo llevaba unas bolsas muy pesadas que parecían desgarrarme los músculos. Justo antes de despertarme, surgió un poema en medio del sueño:

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