Réquiem por Brown (27 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
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Augie se quedó lívido. Comenzó a toser y encendió un cigarrillo. Habló con voz entrecortada.

—Dios mío. Tú lo sabes, lo sabe Hot Rod y Dios sabe quién más.

—¿Cómo te enteraste, Augie?

—Me lo contó Fat Dog borracho. Yo me lo creí porque sabía que odiaba a Kupferman por haberse llevado a su hermana. Solía desahogarse provocando fuegos. Yo me lo creí.

—¿Tú le hablaste de Ralston a Ornar?

—Sí. Yo sabía que algo raro estaba pasando entre Fat Dog y Hot Rod. Fat Dog quería tomarle el pelo a Hot Rod, pero es que es peligroso jugar con Hot Rod. Una vez estaban discutiendo en el primer
tee
y Hot Rod le dijo: «Mira hijo de puta, no te olvides de lo que yo sé sobre ti.» Así que me imaginé que lo sabía, y que si lo sabía igual lo tenía escrito en algún sitio. Por eso llamé a González. Lo recordaba del Joe Pyne Show. Pensé que igual podría vengarme de Fat Dog y Hot Rod a través de él.

—¿Por qué querías vengarte de ellos?

—¡Por tratarme como un esclavo! ¡Como un subnormal! Siempre se reían de lo alto que soy. ¡Augie el palo! ¡Pero se van a enterar! Voy a coger la libreta y voy a empezar a decir nombres. Voy a ir a la policía y voy a ser un héroe. Voy a…

Le puse la mano sobre el brazo.

—¿Qué sabes de esa libreta, Augie? Ayer oí hablar de ella por primera vez.

—Yo lo único que sé es que a Burger Hansen y a Bobby Marchion los mataron por culpa de la libreta. Los dos eran antiguos compañeros de Fat Dog. Burger estaba metido en el negocio del golf con él. Por eso los mataron. Tiene que ser eso. Si no eran más que unos caddies borrachos. Nadie asesina a la gente como ésa. Lo único que hacían era beber y fumar ahí abajo. Nunca habían hecho daño a nadie y ahora están muertos. ¡Eso no puede ser! ¡A eso no hay derecho!

—Ya lo sé. Pero esto se va a acabar.

Probé a dar un palo de ciego:

—Háblame del chanchullo de las pensiones que tiene Ralston, Augie.

Augie se quedó de piedra.

—¿Qué chanchullos?

—Tú sabrás.

—Yo no sé nada de eso. Sólo sé que Hot Rod tiene un hotel donde viven muchos vagabundos que cobran del paro. Borrachos. Él recoge sus nóminas cada mes y les descuenta la renta y la cuenta del bar. ¿Te refieres a eso?

—No Augie, sólo estaba pensando en alto.

—Hot Rod es nefasto. Hay que ser muy chungo para hacer una cosa así. A Hot Rod no le interesa más que ganar dinero y follar. Una vez me enseñó unas fotos que sacó de la hermana de Fat Dog toda abierta de piernas. Me dijo que se la había tirado. Yo la conocía. Era un chavala muy maja, pero él hablaba de la chica como si fuera una guarra.

—Escúchame bien, Augie, antes de una semana ese tío va a estar sin un dólar. Ya sé de cuatro personas que han muerto por culpa de él y va a tener que pagar por ello.

Augie me miró con auténtica veneración.

—Otra cosa —dije—. Ayer le dijiste a Ralston que Cal Myers le había hablado sobre mí a Fat Dog. ¿Qué es lo que dijo exactamente?

Augie trató de recordar:

—Que tú de detective no tenías más que el nombre. Que tú eras un borracho. Que no eras tan listo como decías y que te gustaba tomar el pelo a la gente.

—¿Nada más?

—Eso es todo lo que recuerdo.

—Y Fat Dog decía que quería «utilizarme» para algo, ¿verdad?

—Sí, pero no me dijo para qué.

—¿Seguro?

—Sí. Me acuerdo que se lo pregunté y me dijo que nada. Fat Dog a veces era muy reservado. ¿Y ahora qué vas a hacer?

—Hablar con la viuda de Burger Hansen y buscar la libreta. ¿Y tú?

—Esconderme en casa de mi primo. Cuando hables con la policía, ¿le dirás que te ayudé?

—Por supuesto, Augie. Pero tú no te puedes quedar en Cat City. Alguien estuvo buscando la libreta en casa de tu primo. Los dos os tenéis que abrir de aquí. ¿Tienes guita?

—No mucha.

Al mirar la cartera me tuve que reír. Me quedaban cuarenta y tres dólares. En las últimas semanas me había gastado más dinero en chivatos y víctimas y para tranquilizar mi sentimiento alemán de culpa que todo lo que gané en mi primer año como policía.

—No tengo un dólar, Augie —dije—. Pero te voy a decir lo que podemos hacer. Cal Myers me debe una. Te vuelves a Los Ángeles y lo llamas. Le dices que Fritz Brown quiere que te dé mil dólares. No le cuentes para qué es, ni le digas nada del caso. Si no te da la pasta le dices esto: 29 de enero de 1971. Con eso seguro que suelta la mosca.

—¿No es un poco chantajear? Yo conozco a Cal Myers. Es un tío duro y además juega muy mal. Le llaman Cal
Caja del Gato,
porque siempre está metido en la arena.

—No te preocupes, que lo suelta. Te llevo a casa de tu primo. Cuando vuelva, le dices que os tenéis que ir durante un par de semanas. ¿Tiene coche él? —Sí.

—Muy bien. Pues os metéis en él y fuera.

Yo por mi parte arranqué mi viejo carruaje.

—¿Tú conoces a la mujer de Hansen, Augie?

—Sí, bastante —dijo él—. Es buena chica. Los caddies suelen casarse con mujeres legales. Ella tuvo que aguantarle bastantes malos rollos al viejo Burger. No le gustaba nada que bebiera, aunque ella misma está metida en Alcohólicos Anónimos y por eso el tío cogía las cogorzas en la autopista. Margarita no le dejaba beber en casa. Sabes una cosa, Fritz, me siento muy bien. Es muy curioso. No sé qué va a pasar ni adonde me voy a tener que ir, pero tengo la sensación de haber hecho algo. Algo auténtico. Por primera vez.

—Es que lo has hecho. Has hecho algo a lo que poca gente se hubiera atrevido.

—¿Tú crees, Fritz?

—No es que lo crea, es que lo sé, Augie.

Me detuve delante de la casa de su primo y le di una de mis tarjetas.

—Toma mi tarjeta, Augie. Llámame dentro de dos semanas y ya te diré lo que haya. Pero mientras tanto, más vale que te marches de aquí y tengas cuidado.

Nos dimos la mano solemnemente; entonces Augie sonrió cariñosamente y sacó su enorme estructura de Abraham Lincoln de mi coche. Esperé hasta que hubo entrado a salvo en la casa y me fui.

El parque de caravanas de Desert Flower estaba en el distrito 14, la bolsa de pobreza de Palm Springs. Hacía años que oía hablar del distrito 14. Los policías elitistas de la clase media, los
connoisseurs
de los barrios bajos, hablaban con temor de ese montón de calles sin asfaltar, chabolas de lona alquitranada, parques de caravanas y coches abandonados, situado a sólo media milla del Palm Canyon Drive. Todo centro comercial que se precie, debe tener una barriada para albergar a los miserables y Palm Springs no iba a ser menos. Sólo que aquí el contraste era más descarado que en otros centros de desolación más alejados de las ciudades; a dos minutos del centro de Palm Springs, situado en medio de un enorme llano desértico, el distrito 14 no se ve desde las calles amplias que lo rodean, no fuera que una proximidad tan grande de la realidad estropease las vacaciones de los respetables turistas. Se rumoreaba que, por la noche, manadas de perros recorrían el barrio en busca de algún gato o rata del desierto para echarse a la boca. En el verano, la mayor parte de la población (borrachos, parados, empleados de gasolinera y empleados de restaurante a dos dólares la hora) buscaban refugio en los lugares provistos de aire acondicionado y luego por la noche volvían a casa a sufrir el calor.

Al dejar la Ramón Road y recorrer la carretera de acceso al distrito 14, sembrada de basura y despojos, me sentí como un explotador capitalista sacado de una novela de Steinbeck. El parque de caravanas de Desert Flower estaba situado en el extremo sur del distrito 14, lo cual me evitaba tener que recorrer el corazón del barrio. Allí no había flores de ninguna clase, ni desierto siquiera, sólo una flota estable de viejas y deslustradas caravanas, la mayor parte de ellas sin coche. Consulté mi reloj. Eran las siete y cuatro minutos y comenzaba a oscurecer. No parecía haber nadie. Aparqué el coche y mientras cerraba con llave lo examiné atentamente. Er? un modelo de nueve años y estaba lleno de polvo. No llamaría la atención. Con un poco de suerte, nadie me lo destrozaría por envidia o resentimiento.

A la cabeza de las dos largas filas de caravanas, había una chabola con el distintivo de «oficina». Llamé a la puerta. Me abrió una señora mayor vestida con una bata y oliendo a ginebra. Le pregunté por Margarita Hansen. La señora me examinó de pies a cabeza.

—¿Policía? —preguntó.

Yo asentí con un movimiento de cabeza.

—Al final del todo, a la izquierda, el 23.

Cerró de un portazo llenándome los pantalones de polvo.

La caravana de Margarita Hansen, una de las más lujosas, era un modelo
air stream
de cromo bastante popular en los cincuenta. Estaba bien conservado y el cromo tenía muy poco polvo. Toqué el estridente timbre que había junto a la puerta.

Al poco rato apareció una mujer de unos cincuenta años.

Lo primero que pensé al verla fue que veinte años antes debió haber sido una verdadera belleza. Era rubia, alta y entrada en carnes. Tenía la cara colorada de tanto llorar. Se agarró a la puerta para sostenerse y me miró.

—¿Sí? —dijo—. ¿Es usted de la policía? Me dijeron que podía esperar unos días antes de declarar.

—No soy de la policía, señora Hansen —dije—. Soy un investigador privado. Estoy investigando los asesinatos de Palm Springs y otra serie de cosas que pueden estar relacionadas con ello. ¿Podría hablar con usted?

Como se mostró vacilante, saqué la cartera y le enseñé la fotocopia de mi licencia. Ella le echó un vistazo y me la devolvió.

—Vale —dijo—, pase usted.

El interior de la caravana estaba impecable. Había un sofá, una mesa y dos sillas, todo bien ordenado. Junto a la pared, había varias cajas llenas de ropa de hombre. Al lado había tres bolsas de golf llenas de palos. Margarita Hansen captó mi mirada.

—Ésas eran las cosas de George —dijo—. Ya no quiero tenerlas aquí.

Hice un gesto afirmativo mientras me sentaba en el sofá.

—Trataré de ser lo más breve posible. Primero, no creo que la muerte de su marido, de Marchion y de Gaither tenga nada que ver con las drogas, como dice la policía.

Se sentó en una silla delante de mí. Yo continué con la explicación:

—Creo que estas muertes pueden estar directamente relacionadas con dos hombres: Richard Ralston y Frederick
Fat Dog
Baker. Yo…

Margarita Hansen cobró vida ante la mención de estos nombres.

—¿Usted conoce a estos dos hombres, señora Hansen?

—Sí, sí los conozco. George y yo conocíamos a Dick Ralston desde hace años. George y él solían jugar juntos al béisbol de pequeños. Él le consiguió su primer trabajo de caddie. George y yo fuimos los padres adoptivos de Freddy Baker y su hermana cuando eran pequeños. —¿Qué?

De golpe comencé a temblar.

—Digo que Dick Ralston y George eran viejos amigos y que nosotros fuimos los padres adoptivos de Freddy Baker y de su hermana. ¡Ay Dios mío! ¿Por qué me mira de ese modo?

Se puso a llorar. Yo la dejé un rato mientras trataba de aclarar los nubarrones que se me habían formado en la cabeza. Después de un rato consiguió controlarse. Me miró como avergonzada de mostrar sus sentimientos.

—Señora Hansen —dije—. Comprendo su relación con Richard Ralston. ¿Pero dice que usted y su marido fueron padres adoptivos de Fat Dog Baker y su hermana?

—Sí, eso es.

—¿Su hermana Jane Baker? —Sí.

—¿Que tiene ahora veintiocho años?

—Sí, eso es.

—Dios mío. ¿Y eso cuándo fue?

—En 1955. Freddy tenía doce años y Jane, tres.

—¿Y esto a qué se debió?

—Lo arregló un hombre que conozco. El por qué no lo sabré jamás. Él era un hombre maravilloso, un viejo amigo. Sabía que George y yo queríamos un niño, pero no podíamos tenerlos. Nos pagaba mucho por cuidarlos. Los queríamos mucho. Ellos eran huérfanos. Nosotros fuimos los segundos padres adoptivos que tuvieron. Los primeros habían muerto hacía un año en un incendio.

«Un incendio. Dios mío.»

—¿Cómo se llamaba ese hombre, señora Hansen? Esto es muy importante.

Ella vaciló un momento.

—Sol Kupferman —dijo.

«Hostia puta.»

—¿Y esto fue en 1955? —dije casi a gritos.

—Sí. ¿Por qué está usted tan nervioso?

—Lo siento, pero es que lo que me está diciendo contradice la mayor parte de las pruebas que he conseguido hasta ahora. ¿Cómo conoció usted a Kupferman?

—Mi hermano nos lo presentó. Sol era un hombre muy rico y elegante. Decían que estaba metido en una estafa, pero a mí me daba igual. Acababa de perder a la mujer con la que había vivido durante años. Se suicidó. Él estaba destrozado. Nos consolábamos mutuamente. Lo que no sé es por qué estaba tan interesado en los chicos Baker. Siempre estaba haciendo cosas por la gente. Anónimamente. Nos dijo a George y a mí que no debíamos mencionar su nombre jamás a los niños.

—¿Y lo de la adopción se realizó a través de una agencia?

—Sí, la del condado.

—¿Y qué pasó? ¿Devolvieron ustedes a los niños?

—No tuvimos más remedio. George estaba bebiendo mucho y Freddy se volvió un chico terrible. La gente de adopción nos lo quitó.

—¿Y desde entonces no volvió usted a ver a Kupferman ni a los niños?

—No. Sol y Dick Ralston le consiguieron un trabajo a George para hacer de caddie en Hillcrest. Él nos mandaba dinero por Navidad. Todavía sigue haciéndolo, pero yo hace ya lo menos diez años que no lo veo.

—¿A Freddy y a Jane los mandaron a otras casas? —Sí.

—¿Lo ha visto usted desde entonces?

—A Jane no. A Freddy lo veíamos de vez en cuando. Últimamente tampoco. Se volvió un hombre horrible y con una mente de lo más retorcida. Yo no quería saber nada de él. George y él solían trabajar en los mismos torneos y a veces traía a Freddy a casa, pero yo le dije que no lo hiciera más. Freddy me da miedo.

—¿Así que últimamente no lo ha visto usted?

—No, pero sé que George y él seguían viéndose. Hasta hacían «negocios» juntos, si a eso se le puede llamar negocios. Hace unos diez días vino Bobby Marchion por aquí. Trajo unas llaves para George del negocio de pelotas de golf que tenía Freddy. Freddy le vendió a George miles de pelotas de golf por cuatrocientos dólares. Estaban guardadas en una habitación de un hotel de Los Ángeles.

—¿Tiene usted las llaves? —Sí.

—¿Podría usted dármelas? Se las pago.

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