Authors: James Ellroy
—A la larga no lo sé, pero ahora mismo podemos hacer «el paseo de Topanga». ¿Te apetece?
—Vale. Hace mucho que no lo hacemos.
«El paseo de Topanga» había sido una constante en nuestras relaciones, desde que tuve mi primer coche. Se trata de ir por Wilshire hasta la Pacific Coast Highway, por la autopista de la costa hasta el Topanga Canyon, del Topanga Canyon Road hasta el Valley y luego vuelta a Los Ángeles por las autopistas de Ventura y Hollywood. Dura una hora y media aproximadamente. Durante estos paseos, Walter y yo hemos tenido las conversaciones más agradables. Así que di la vuelta en Barrington y torcí a la derecha en Wilshire, en dirección a la playa. Por el rabillo del ojo, observé a Walter bebiendo Ginger Ale y contemplando el panorama.
Cuando estábamos a unas pocas manzanas del mar, empezó a gritar con frustración.
—¡ ¡Mierda, joder, hijo de puta, mierda, joder!!
Lo miré y vi que le temblaban las manos. Los temblores parecían empezar en las puntas de los dedos y subir hasta los hombros.
—Cinco minutos, Walter —dije—. Aguanta un poco. ¿Cerveza?
—Una mierda, cerveza. Vodka, Kiddielands. Estoy deshidratado.
Kiddielands significaba una tienda de 7-11. Yo recordaba que había una en la esquina de la calle Quince y Santa Mónica; así que hice un viraje hacia la izquierda y apreté el acelerador. Compré dos Slurpees grandes de cereza, un brebaje empalagoso de azúcar con colorante rojo del 7 y hielo. En el aparcamiento tiré la mitad de cada uno y bajé corriendo a una tienda de licores donde compré dos medias pintas de Smirnoff 100. Mezclé el vodka con los Slurpees (media pinta por cada botellín de brebaje empalagoso) todo lo cual Walter miraba con ansia, sentado sobre las manos para controlar los temblores. Le di uno de los vasos a través de la ventanilla. Lo sostuvo entre las piernas y fue chupando el doble veneno con una pajita larga.
Me metí en el coche y esperé. Walter siguió chupando en silencio durante unos diez minutos. Cuando habló, supe que se había recuperado de su demencia.
—¿Dónde te has metido? —dijo—. Llevo días llamándote. Me hacía falta el dudoso placer de tu compañía.
Puso las manos delante del parabrisas. Estaban absolutamente quietas.
—Si te lo cuento, no me crees —dije—. ¿Aún quieres dar el paseo?
—Por supuesto.
Subimos las ventanillas y conecté el aire acondicionado. Un airecillo fresco inundó el interior del coche, y arrancamos, envueltos en la luz caliginosa del sol poniente, que parecía impregnar todo desde el asfalto a las vallas publicitarias. Cuando íbamos por la autopista de la costa en dirección norte, nos cegaba la luz del sol reflejada en el mar.
—¿Y esta vez cómo empezó? —le pregunté a Walter.
—Todo ocurrió de repente —dijo tirando la pajita y la tapa de plástico por la ventana para beber directamente del vaso—. Dear va a casarse con el italiano definitivamente. Ya está todo preparado. Lo tiene cogido por los huevos. Hasta ha conseguido que renuncie al catolicismo, al menos temporalmente. Un médico de la Ciencia Cristiana hace de oficiante. Entre su enfisema y las garras de Dear encima, no creo que aguante más de seis meses. Ha tenido algunos gestos amistosos conmigo, posiblemente para ganarse a Dear. Hasta me ha ofrecido una frutería para mí solo. Parece el monstruo Gila y además huele a ajo. Dear le trata de puto culo. Es de lo más deprimente. Y yo he tenido que aguantar sin T-Bird. Dear me robó el billete de cien que me metiste en el bolsillo. ¿Fuiste tú, verdad? ¿Quién iba a ser? Me dijo que estaba inconsciente y que le había ofrecido el dinero para pagar los desperfectos que había causado en la casa. Hubo las amenazas pertinentes por ambas partes, hasta que se sacó el último as de debajo de la manga: «Walter, si insistes en esta actitud, tendré que llamar al juez Gray para que te encarcele.» Tú sabes que la zorra es capaz de hacerlo si la empujo lo bastante y el juez Gray la tiene tomada conmigo desde el día en que le llené el sujetador de hierba a la hija esa tan fea que tiene, cuando estábamos en octavo. Es republicano, de la Ciencia Cristiana y un militante de la ley y el orden. Así que como no tenía medios, he tenido que robar whisky en Thrifty's. Pero no ha funcionado. Bebo y bebo, pero no me emborracho, y de pronto ¡pam!, me apago como una luz. Pero es que la música tampoco me sirve. El otro día escuché la Tercera de Bruckner en la KUSC. Haitnik a la orquesta. El solitario Antón a tope y a mí me daba igual. Nada me sirve ya, está cambiando todo y me está sacando de mis casillas.
Entramos en el cañón de Topanga con sus colinas verdes que parecen fiordos. Grupos de jóvenes montañeros ascendían siguiendo el curso de un arroyo que corre paralelo a la tortuosa carretera. Varias mujeres llevaban a sus bebés a estilo indio en mochilas especiales. Simpáticos perros las seguían, deteniéndose con frecuencia para olfatear interesantes olores. Walter miraba por la ventanilla, donde la carretera se asomaba a un barranco profundo.
—¿Quieres un consejo, borracho? —le pregunté.
—Por qué no.
—No pierdas el impulso que tienes ahora. Sé perfectamente cómo te sientes. Es justo como yo me sentía hace diez meses. El miedo, el fracaso, la sensación de romperse por dentro, todo el rollo. Déjate llevar. No te dejes atrapar por las ilusiones.
—Esta vez tengo mucho miedo, Fritz.
—Ya. Mira, yo tengo que ir unos días a México. Estoy llevando un caso. Uno de verdad. Trata de no beber hasta que yo vuelva. Pásate por alguna reunión de Alcohólicos Anónimos. A alguna gente le funciona. Lee. Aléjate de Dear. Trata de comer. Cuando vuelva, te puedes venir a vivir conmigo. Mi vida está tan pendiente de un hilo como la tuya, sólo que por distintas razones. Pero ahora prefiero no hablar de ello. Las cosas se están poniendo bien para los dos. Tengo una amiga que te voy a presentar. Quiero que sea tu amiga también.
—¿Una mujer?
—Sí, una mujer.
—¿Te las estás follando?
—Calla, Walter, que no quiero hablar de ello.
—El que calla otorga. Te la estás tirando. ¿Tiene las tetas gordas?
Me tuve que reír. Walter es absolutamente franco y encantador cuando habla de mujeres.
—Son de tamaño normal, pero muy bonitas. Es violoncelista.
—¿No jodas? Felicidades, tío. Ya era hora. Tú te mereces una mujer buena.
—Gracias, borracho. Igualmente. ¿Cuándo fue la última vez que te echaste un polvo?
—La última vez que mojé el churro fue el Trece de abril de 1972. Con la policía esa que me presentaste. Tetas pequeñas y espinillas.
—Ocho años es mucho tiempo. No me extraña que estés colgao. Si quieres follar hoy, te lo puedo solucionar. De hecho puede ser una buena idea para quitarte la bebida de la cabeza. Conozco una puta terrorífica, una súper zorra. Tiene un apartamento encima del Strip.
—¿Tiene las tetas gordas?
—Unos melones de la hostia. Le encantan los intelectuales. ¿Quieres hacerlo?
Walter acabó el primer vaso y lo tiró por la ventana. Le quitó la tapa al segundo y empezó a sorber.
—Ya me lo montarás para cuando vuelvas —dijo—. Estos días quiero desintoxicarme y descansar.
Me ofreció una sonrisa compuesta a partes iguales de amor y miedo a lo desconocido.
Después de dejarlo en su casa, una hora más tarde, no se me había ido esa sonrisa de la mente. Pero un poco más tarde, ya no pensaba en mi querido amigo. Pensaba en lo que me podía pasar en México.
Me di cuenta desde lejos de que algo iba mal. Cuando entré en Bowlcrest, me di cuenta de que las ventanas que daban al balcón estaban abiertas y que la lámpara del salón estaba encendida, proyectando una luminosidad naranja contra la oscuridad.
Dejé el coche cruzado en el camino de entrada para bloquearlo y luego cogí la pistola y las esposas de la guantera. Al dirigirme a las escaleras que daban a la puerta principal, oí un portazo y unos pasos bajando hacia la calle. Pegado a la pared de la escalera, conté el número de peldaños que había bajado el intruso, y cuando estaba a cinco del final, salí del escondrijo y me coloqué delante de él, apuntándole a la cabeza con la pistola. Era un atractivo chicano de cerca de treinta años, delgado y ágil. Llevaba el pelo largo y peinado a la moda. No parecía un chorizo de Hollywood. Parecía más un cantante de rock o un puto caro; sensible de un modo arrogante. Llevaba una camiseta amarilla y pantalones de pana acampanados. Al ver la pistola, se quedó helado.
—Quieto ahí, hijo de puta —dije—, mírame. Ponte las manos encima de la cabeza y junta los dedos.
Obedeció.
—Ahora vente caminando hacia mí y cuando llegues abajo, te das la vuelta y te apoyas con los codos en la pared.
Lo cacheé a conciencia mientras le apuntaba a la columna con la pistola. Cuando hube acabado, le hice ponerse derecho y echar las manos a la espalda, donde se las esposé.
—Vamos arriba, a mi piso —le dije.
Lo empujé con la pistola y comenzó a subir escalones. Miré a mi alrededor por si algún vecino hubiera presenciado el incidente; por suerte, no había ningún chivato mirando por la ventana.
Abrí la puerta y lo empujé adentro y sobre una silla, donde lo senté. Metí la pistola en el cinturón y eché una ojeada al salón. Estaba prácticamente intacto. Sólo los cajones de mi mesa estaban revueltos. Sin quitarle ojo a mi prisionero, examiné mis documentos personales, los datos de mi trabajo, mis talonarios y notas. No parecía faltar nada. Me asomé a mi cuarto donde no vi nada extraño aparte de que el armario estaba abierto. Al volver al salón, me senté en el sofá delante del atractivo chicano. Me miraba con cautela, estoicamente. No era un ladrón. Ni se movía, ni hablaba, ni actuaba como tal. Se había mostrado muy considerado al registrar mi apartamento. Los chorizos no roban al atardecer, en un segundo piso y en la parte menos opulenta de las colinas de Hollywood.
—Hola, Ornar —dije—. Te estuve buscando ayer.
Como no contestaba, lo intenté de nuevo.
—¿ Eres Ornar González, verdad? Porque si no lo eres, llamo a los maderos. E igual te pego de hostias. No me gusta que vengan a tocarme los cojones a mi apartamento. Supongo que a ti te debe ocurrir lo mismo, si es que eres Omar González. Alguien destrozó el apartamento de Omar con razón. Lo dejó hecho polvo. Estaba buscando algo. Libros de apuestas, probablemente. Alguien se cepilló al hermano de Omar en el 68, con razón. Yo sé quién lo hizo. Puede que oyeras hablar del caso; el incendio del club Utopía. Tres de los criminales fueron detenidos y ejecutados, pero el «cerebro» se salvó. ¿Has visto a Omar últimamente? Me gustaría hablar con él.
Le ofrecí mi mejor y más inocente sonrisa al chicano, como la que puse para ganar el «concurso del bebé más guapo», en 1948.
—Yo soy Omar González, hijo de puta —dijo.
—Muy bien. Yo me llamo Fritz Brown. No me vuelvas a llamar hijo de puta, es muy feo. Bueno, Omar. Me parece que tenemos que intercambiar alguna información. ¿Qué te parece?
—Me parece que abriste mi coche y me robaste dos cajas con cosas, eso es lo que me parece. La cerradura del maletero está hecha una mierda, tuve que atarla con una cuerda.
—Y tú has entrado en mi piso, no te jode. A mí me parece que estamos en paz. Además, los dos estamos detrás de lo mismo, ¿verdad?
—Tú sabrás.
—Yo sé quién instigó el incendio del Utopía. El cómo yo me metí en el asunto, no es importante. James McNamara me habló de ti y de cómo habías estado obsesionado con el asunto del cuarto hombre durante años. Yo tengo mis propias razones para coger a ese hijo de puta. Soy detective privado. Puedo detenerlo. Y por eso me necesitas. Llevas varios años con este tema aunque sea en plan
amateur
, así que debes de haber descubierto ya algo. Como los libros y las fotos porno. Nuestras investigaciones han ido paralelas. Tenemos que comparar datos. A lo mejor juntos podremos encontrar a este cabrón.
Vi cómo se derrumbaba la estoica reserva masculina de Omar. Le quité las esposas.
Se frotó las muñecas y sonrió.
—De acuerdo,
repoman
, manos a la obra.
Nos dimos la mano.
—Cuéntame lo de tus investigaciones, desde el principio.
—Al principio, lo único que tenía claro es que la policía no estaba llevando bien el caso. Los cogieron por la cara. Así que los maderos quedaron muy bien. Los tres tíos confesaron, pero cuando dijeron que había una cuarta persona que era el jefe, la policía pensó que era un medio de evitar la pena de muerte. Hablé con Cathcart, el policía que llevaba la investigación. «¿Y qué pasa si es verdad? —le dije—. «¿Usted cree que esos tres borrachos iban a estar tan locos como para cargarse a seis personas sólo porque los hubieran echado del bar de los cojones?» Yo era muy crío entonces y Cathcart me impresionó. Yo reconozco que era un chaval muy fantasioso. Pero en el juicio sabía que tenía razón. O sea, tío, es que estaba seguro. Esos tíos dijeron la verdad cuando mencionaron al cuarto hombre. La forma en que lo describieron era demasiado realista. El tío al que describieron era tan extraño que no podían habérselo inventado.
»Se hizo bastante publicidad de mi campaña, a pesar de que todo el mundo pensaba que yo estaba chiflado. Parecía casi un cliente del Joe Pyne Show. Desarrollé una teoría, según la cual al cerebro le interesaba sólo una de las víctimas e incendió el bar entero para que no se viera el motivo verdadero. Investigué sobre el historial de todas las víctimas. Aparte del de mi hermano Tony, los demás eran bastante mediocres. Obreros y borrachos. La señora Gaffany era una chica de la barra. Averigüé la historia de Edwards, el propietario del local. Era un drogata. No había nada especial sobre ninguno de ellos.
»Estuve un tiempo en contacto con un chaval que trabajaba para la revista
True Detective.
Averiguó que el Utopía tenía un pequeño negocio de apuestas. Así que fui a ver a algunos corredores que actuaban en la zona de Normandie-Slauson. Me dijeron que sí, que había un negocio funcionando, pero que era sólo
amateur.
Decían que lo llevaba Edwards. Así que seguí también a Edwards, pero él no era más que un yonki hecho polvo. Entonces esto me llevó a un negro que estaba metido en el tema, pero que resultó que estaba cumpliendo condena en San Quintín, así que nada.
»E1 caso es que poco a poco fui metiéndome en historias bastante gordas, como el Chicano Movement y este centro de rehabilitación donde trabajo y fui dejando lo de mi investigación. O sea, mi hermano, Tony, era un tío muy legal. Yo nunca he querido a nadie como a él y quería matar al puto que dirigió el incendio; pero también tengo que pensar en mi vida, ¿verdad? Tengo veintisiete años, no soy un niño de teta. O sea que me fui metiendo en otras historias y dejé de pensar tanto en vengar a Tony.