Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (19 page)

BOOK: Relatos y cuentos
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta, sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no empezaba basta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.

Cuando el sacerdote comenzaba a leer el
Evangelio
se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero. Su aparición impresionó, agradablemente a Olga, que se dio cuenta al punto de su condición
comme il faut
, María los miraba de reojo, con gesto sombrío, como si fueran monstruos capaces de aplastarla si no se apartaba.

Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole oír gritar: «¡Maaaría!»

III

La nueva de la llegada de Nicolás y su familia se había propalado por la aldea, y después de la misa acudió mucha gente a verlos. Acudieron, entre otros, Leonichevi, Matveivichi e Ilichevi, los tres a pedir noticias de sus parientes colocados en Moscú. Todos los muchachos instruidos se iban a Moscú de criados o de camareros, mientras que los de la otra orilla preferían ser panaderos. Hacía muchos años, en tiempos de la servidumbre, un tal Luka Ivanich, mujik de Jukov, convertido ya en personaje legendario, había llegado a sumiller en un «club» de Moscú. Y sólo admitía a su servicio conterráneos. Sus favorecidos, a su vez, hacían ir a sus parientes, a quienes colocaban en cafés y restaurantes.

Nicolás tenía nueve años cuando le enviaron a Moscú. Iván Makarich, de la familia Matveivichi, empleado a la sazón en el teatro Ermitage, lo tomó a su cargo. Y ahora, dirigiéndose a los Matveivichi, Nicolás decía despaciosamente:

—Iván Makarich es mi bienhechor, y le debo pedir a Dios por él a todas horas, pues gracias a él soy lo que soy.

—Padrecito —se lamentó una vieja de elevada estatura, la hermana de Iván Makarich—, no sabemos nada de él.

—Estaba de servicio en el teatro de Omón; pero he oído decir últimamente que tenía una colocación fuera de la ciudad… Ha envejecido mucho. Antes había veranos en que se sacaba hasta diez rublos diarios; pero ahora los negocios se han echado a perder, y además está tan cansado…

Las mujeres miraban los pies de Nicolás, calzados con botas de fieltro, y su cara pálida, y le decían plañideras:

—¡No puedes ya trabajar, Nicolás Osipich! Decirte otra cosa sería engañarte…

Y todos acariciaban a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas, curtidas por la intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella, rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja, como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.

—Sabe leer —dijo Olga, contemplándola con ternura—. Léenos algo, hijita…

Buscó el
Evangelio
, se lo dio, y continuó rogándole:

—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.

El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a convento.

Sacha arqueó las cejas y empezó a leer, arrastrando las palabras:

—«El ángel del Señor se apareció a José, que dormía. Levántate —le dijo— y huye a Egipto con el Niño y su Santa Madre…».

—«Con el Niño y su Santa Madre» —repitió Olga, emocionadísima.

—«Huye a Egipto y permanece allí…, conforme te digo».

El «conforme te digo» hizo subir de punto la emoción de Olga, que no pudo ya contenerse y prorrumpió en llanto. María, viéndola llorar, estalló en sollozos, y la hermana de Iván Makarich no tardó en imitarla. El viejo comenzó a toser y buscó una golosina para su nieta; pero como no la encontrase, expresó su contrariedad con un ademán desesperado.

Cuando terminó la lectura los vecinos se fueron, haciéndose lenguas de las buenas prendas de Olga y Sacha.

Con motivo de la fiesta toda la familia permaneció en casa. La vieja, a quien todos, su marido, sus nueras, sus nietas, llamaban la bruja, quería hacerlo todo por sí misma: ella encendía la chimenea, hervía el té en el samovar, hasta tomaba parte en las faenas del campo; y decía luego, lamentándose, que estaba rendida. Siempre la inquietaba la manía de que se comía demasiado y el temor de que el viejo y las nueras se quedaran sin trabajo. Ya se le antojaba que las ocas del mesonero asaltaban su huerta, y corría con un garrote, gritando hasta desgañitarse, por entre las coles, tan poco lucidas como ella; ya le parecía que el cuervo acechaba a sus pollos, y le perseguía, poniéndole de vuelta y media. Se pasaba el día gruñendo y gritando, y a veces sus voces eran tales, que la gente se detenía ante la casa.

A su pobre marido lo trataba muy mal; le llamaba a cada momento gandul y otras lindezas. Verdaderamente, él no era una alhaja, y, de no estar siempre ella pinchándole, no hubiera trabajado nada y se hubiera pasado la vida sentado en la chimenea diciendo chirigotas.

Durante largo rato le habló a su hijo de sus enemigos, se quejó de sus vecinos, que, según él, estaban siempre dándole disgustos. Su hijo le escuchaba aburrido.

—Sí —decía el viejo, con las manos en las caderas—. Sí, ocho días después de la Ascensión vendí el heno a treinta kopecs, según me proponía… Pues bien: cuando me iba, por la mañana temprano, con el heno, sin molestar a nadie, salía del mesón el baile Antip Sedelnikov. Al verme me dijo: «¿Adónde vas, hijo de perro?», y me pegó.

Kiriak tenía un dolor de cabeza terrible, a causa de la borrachera de la víspera, y se sentía avergonzado ante su hermano.

—¡Qué demonio de vodka! —balbuceaba, sacudiendo la dolorida cabeza—. Perdonadme, hermanos, perdonadme, os lo suplico… ¡Qué vergüenza!

En la celebración de la fiesta se compró en el mesón un arenque, con cuya cabeza se hizo una sopa. Púsose la familia a tomar el té al mediodía, y lo estuvo tomando hasta que comenzó a sudar, rebosante de té, todo el mundo. Luego, viejos, hijos, nueras, nietos, congregáronse alrededor de la cazuela de la sopa. La vieja, precavida, había guardado el arenque.

Al oscurecer, un alfarero encendió el horno en la colina. Abajo, en el prado, las muchachas, en corro, cantaban. Sonaba un acordeón. En la otra ribera ardía también un horno y cantaban las muchachas, cuyos cantos embellecía y poetizaba la distancia. En el mesón, los campesinos vociferaban y se insultaban de tal modo, que Olga, estremeciéndose, decía al oírles:

—¡Dios mío!

La asombraban aquellas constantes injurias, sobre todo en boca de viejos, ya con un pie en la sepultura. Los niños y las muchachas las oían sin inmutarse, habituados a ellas desde la cuna.

A media noche habíanse apagado los hornos; pero en el prado y el mesón seguía la gente divirtiéndose. El viejo y Kiriak, ebrios, cogidos de las manos, haciendo eses, se acercaron a la porchada, donde dormían Olga y María.

—Déjala —intercedía el viejo—, déjala… Es una buena mujer… Eso es un pecado…

—¡Maaaría! —gritó Kiriak.

—Déjala… Eso es un pecado… Es muy buena…

Se detuvieron un momento junto a la porchada, y se fueron.

«¡Me gustan las flores,

las flores del campo!

cantó con voz estridente el guardabosque.

¡Me gusta cogerlas

por huertos y prados!»

Luego escupió, lanzó unos cuantos juramentos y entró en la casa.

IV

Era un día muy caluroso de agosto. La vieja había encargado a Sacha de la custodia de la huerta. Las ocas del mesonero podían realizar uno de sus asaltos, mientras ellas, junto al mesón, cogían avena y charlaban tranquilamente. Dejando ojo avizor al macho, para que viese si ella acudía con el garrote, podían irse acercando, cautelosas… Pero las ocas se paseaban por la otra ribera, en larga procesión blanca. Sacha, que empezaba a aburrirse, viendo que no intentaban ninguna invasión, echó a andar hacia el río…

La hija mayor de María, Motka, de pie sobre una enorme piedra, contemplaba, inmóvil, la iglesia. María había tenido trece hijos; pero sólo le quedaban siete, todos hembras, la mayor de ocho años. Motka, descalza, sin más ropa que un camisón, estaba como petrificada; ni siquiera advertía que el sol, que le daba de lleno, le había puesto la coronilla punto menos que al rojo. Sacha se detuvo a su lado y le dijo, mirando a la iglesia:

—En la iglesia vive el Señor. La gente se alumbra con lámparas y velas; el Señor, con lamparillas rojas, azules, verdes, como ojos. El Señor se pasea de noche por la iglesia, y la Virgen y San Nicolás van detrás de él…, tup…, tup…, tup…, ¡y el sacristán tiene un miedo…!

Sacha calló breves instantes.

—Sí, paloma —añadió, imitando a su madre—; y cuando venga el fin del mundo, todas las iglesias volarán al Cielo.

—¿Con las cam-pa-nas? —preguntó Motka con voz opaca.

—Con las campanas. Y cuando se acabe el mundo, los buenos irán al Paraíso y los malos al fuego eterno. Sí, paloma. A mamá y a María les dirá el Señor: «Como no le habéis hecho daño a nadie, id a la derecha, al Paraíso». Y a Kariak y a la vieja les dirá: «Id a la izquierda, al fuego». Y los que no ayunan irán también al fuego.

Miró al cielo, con ojos muy abiertos, y prosiguió:

—Mira al cielo sin pestañear, y verás a los ángeles.

Motka obedeció y hubo una pausa.

—¿Los ves? —preguntó Sacha.

—No veo nada —contestó con su opaca voz Motka.

—Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.

Motka se quedó meditabunda unos instantes, y preguntó:

—¿La vieja irá al infierno?

—Irá, paloma.

La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta de una hierba tan verde y tan suave, que daban ganas de tocarla y de tenderse sobre ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo. Motka imitó a su prima y rodó también hasta abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.

—¡Bravo, bravo! —gritó Sacha, encantada.

Tornaron a subirse a la piedra para rodar de nuevo; pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror!… La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera al viento, echaba de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:

—¡Han puesto las coles hechas una lástima las sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!

Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto… El macho de las ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras, que le hicieron objeto de una calurosa ovación. La vieja, después de pegarle a Sacha, la emprendió con Motka, cuya camisa tornó a subirse. Desesperada, llorando a moco tendido y chillando, Sacha se dirigió a la casa, seguida de Matka, que también plañía, y llevaba tan mojado el rostro —pues no se secaba las lágrimas— como si acabase de sacarlo de una palangana.

—¡Dios mío! —exclamó Olga, estupefacta, cuando entraron—. ¡Virgen Santísima!

Sacha comenzó a contar lo ocurrido, y en aquel momento irrumpió la vieja en la estancia vociferando y renegando.

Fekla se enfadó, y se disgustó toda la familia.

—Eso no es nada, no es nada —decía Olga, muy pálida, acariciando la cabeza de Sacha—. Es un pecado enfadarse con la abuelita.

Nicolás, que no podía ya soportar los gritos constantes, el hambre, el humo, la suciedad; que odiaba y despreciaba aquella miseria; que se avergonzaba de su familia ante su mujer y su hija, bajó sus piernas de la chimenea y le dijo a su madre, con voz llena de enojo:

—¡No tiene usted derecho a pegarle!

—¡Revienta de una vez, carroña! —gritó Fekla, furiosa—. ¡Os ha enviado aquí el diablo!

Sacha, Motka y las demás chiquillas se agazaparon todas en un rincón de la chimenea, detrás de Nicolás, atemorizadas y mudas. En el silencio trágico se oían latir sus corazones. Cuando en una familia hay un enfermo incurable, cuya enfermedad dura mucho tiempo, y en ciertos momentos se desea de un modo tímido su muerte, solo los niños piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar y de decirle algo cariñoso, al pensar que moriría pronto.

El enfermo se apretó contra Olga, como buscando protección, y habló así, con voz queda y trémula:

—Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me falta valor. Escríbele, por Dios, una carta a tu hermana Klavdia Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos. ¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera soñando o por un agujero, nuestro Moscú!

Al oscurecer, en medio del casi absoluto silencio de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente. María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y lo colocó sobre el banco. La vieja fue vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra, muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia de la Asunción. Luego de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a la cueva, ayudada por Fekla y María. Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado la vieja la taza de madera con las cortezas, y derramó en el agua un poco de la leche destinada a su primo.

La vieja no tardó en volver, y siguió chupando las cortezas. Sacha y Motka, sentadas en la chimenea, la miraban, congratulándose de su segura condenación al fuego eterno por quebrantamiento del ayuno. Acostáronse, muy consoladas, y Sacha soñó que en un enorme horno, como los de los alfareros, un diablo, todo negro y con cuernos de vaca, perseguía a la vieja, blandiendo un palo semejante al que usaba ella para espantar a las ocas.

V

El día de la Asunción, hacia las once de la noche, las muchachas y los mozos, que paseaban por el prado, empezaron a gritar y a correr en dirección a la aldea. Los que se hallaban en la falda de la montaña no se dieron cuenta en el primer momento de lo que sucedía.

—¡Fuego! ¡Fuego! —oyeron gritar desesperadamente—. ¡Socorro!

BOOK: Relatos y cuentos
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Holding Out for a Hero by Amy Andrews
Exultant by Stephen Baxter
Queen of Denial by Selina Rosen
Leave Yesterday Behind by Linwood, Lauren
Colleen Coble by Rosemary Cottage
Falling In by Lydia Michaels