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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (15 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de sinceridad, pero magníficamente disciplinada.

Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y damas jóvenes. El setter-teniente se había plantado ya junto a una rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De veras?». Y de aquel indolente «de veras», el setter, de haber sido inteligente, habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»

Empezó a sonar un piano; un vals melancólico escapó volando de la sala por las ventanas abiertas de par en par, y todos recordaron, quién sabe por qué motivo, que más allá de las ventanas empezaba la primavera y que aquella era una noche de mayo. Todos notaron que el aire olía a hojas tiernas de álamo, a rosas y a lilas. Riabóvich, en quien, bajo el influjo de la música, empezó a dejarse sentir el coñac que había tomado, miró con el rabillo del ojo la ventana, sonrió y se puso a observar los movimientos de las mujeres, hasta que llegó a parecerle que el aroma de las rosas, de los álamos y de las lilas no procedían del jardín, sino de las caras y de los vestidos femeninos.

El hijo de Von Rabbek invitó a una cenceña jovencita y dio con ella dos vueltas a la sala. Lobitko, deslizándose por el parquet, voló hacia la señorita lila y se lanzó con ella a la pista. El baile había comenzado… Riabóvich estaba de pie cerca de la puerta, entre los que no bailaban, y observaba. En toda su vida no había bailado ni una sola vez y ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer honesta. Le gustaba enormemente ver cómo un hombre, a la vista de todos, tomaba a una doncella desconocida por el talle y le ofrecía el hombro para que ella colocara su mano, pero de ningún modo podía imaginarse a sí mismo en la situación de tal hombre. Hubo un tiempo en que envidiaba la osadía y la maña de sus compañeros y sufría por ello; la conciencia de ser tímido, cargado de espaldas y soso, de tener un tronco largo y patillas de lince, lo hería profundamente, pero con los años se había acostumbrado. Ahora, al contemplar a quienes bailaban o hablaban en voz alta, ya no los envidiaba, experimentaba tan solo un enternecimiento melancólico.

Cuando empezó la contradanza, el joven Von Rabbek se acercó a los que no bailaban e invitó a dos oficiales a jugar al billar. Éstos aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, sin saber qué hacer y deseoso de tomar parte de algún modo en el movimiento general, los siguió. De la sala pasaron al recibidor y recorrieron un estrecho pasillo con vidrieras, que los llevó a una estancia donde ante su aparición se alzaron rápidamente de los divanes tres soñolientos lacayos. Por fin, después de cruzar una serie de estancias, el joven Von Rabbek y los oficiales entraron en una habitación pequeña donde había una mesa de billar. Empezó el juego.

Riabóvich, que nunca había jugado a nada que no fueran las cartas, contemplaba indiferente junto al billar a los jugadores, mientras que éstos, con las guerreras desabrochadas y los tacos en las manos, daban zancadas, soltaban retruécanos y gritaban palabras incomprensibles. Los jugadores no paraban mientes en él; sólo de vez en cuando alguno de ellos, al empujarlo con el codo o al tocarlo inadvertidamente con el taco, se volvía y le decía «Pardon!». Aún no había terminado la primera partida cuando le empezó a parecer que allí estaba de más, que estorbaba. De nuevo se sintió atraído por la sala y se fue.

Pero en el camino de retorno le sucedió una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que no iba por donde debía. Se acordaba muy bien de que tenía que encontrarse con las tres figuras de lacayos soñolientos, pero había cruzado ya cinco o seis estancias, y era como si a aquellas figuras se las hubiera tragado la tierra. Percatándose de su error, retrocedió un poco, dobló a la derecha y se encontró en un gabinete sumido en la penumbra, que no había visto cuando se dirigía a la sala de billar. Se detuvo unos momentos, luego abrió resuelto la primera puerta en que puso la vista y entró en un cuarto completamente a oscuras. Enfrente se veía la rendija de una puerta por la que se filtraba una luz viva; del otro lado de la puerta, llegaban los apagados sones de una melancólica mazurca. También en el cuarto oscuro, como en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par, y se percibía el aroma de álamos, lilas y rosas…

Riabóvich se detuvo pensativo… En aquel momento, de modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Riabóvich tuvo la impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la rendija iluminada de la puerta…

Cuando volvió a la sala, el corazón le martilleaba y las manos le temblaban de manera tan notoria que se apresuró a esconderlas tras la espalda. En los primeros momentos le atormentaban la vergüenza y el temor de que la sala entera supiera que una mujer acababa de abrazarlo y besarlo, se retraía y miraba inquieto a su alrededor, pero, al convencerse de que allí seguían bailando y charlando tan tranquilamente como antes, se entregó por entero a una sensación nueva, que hasta entonces no había experimentado ni una sola vez en la vida. Le estaba sucediendo algo raro… El cuello, unos momentos antes envuelto por unos brazos mórbidos y perfumados, le parecía untado de aceite; en la mejilla, a la izquierda del bigote, donde lo había besado la desconocida, le palpitaba una leve y agradable sensación de frescor, como de unas gotas de menta, y lo notaba tanto más cuanto más frotaba ese punto. Todo él, de la cabeza a los pies, estaba colmado de un nuevo sentimiento extraño, que no hacía sino crecer y crecer… Sentía ganas de bailar, de hablar, de correr al jardín, de reír a carcajadas… Se olvidó por completo de que era encorvado y gris, de que tenía patillas de lince y «un aspecto indefinido» (así lo calificaron una vez en una conversación de señoras que él oyó por azar). Cuando pasó por su vera la mujer de Von Rabbek, le sonrió con tanta amabilidad y efusión que la dama se detuvo y lo miró interrogadora.

—¡Su casa me gusta enormemente…! —dijo Riabóvich, ajustándose las gafas.

La generala sonrió y le contó que aquella casa había pertenecido ya a su padre. Después le preguntó si vivían sus padres, si llevaba en la milicia mucho tiempo, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el estilo… Contestadas sus preguntas, siguió ella su camino, pero después de aquella conversación Riabóvich comenzó a sonreír aún con más cordialidad y a pensar que lo rodeaban unas personas magníficas…

Durante la cena, Riabóvich comió maquinalmente todo cuanto le sirvieron. Bebía y, sin oír nada, procuraba explicarse la reciente aventura. Lo que acababa de sucederle tenía un carácter misterioso y romántico, pero no era difícil de descifrar. Sin duda, alguna señorita o dama se había citado con alguien en el cuarto oscuro, había estado esperando largo rato y, debido a sus nervios excitados, había tomado a Riabóvich por su héroe. Esto resultaba más verosímil dado que Riabóvich, al pasar por la estancia oscura, se había detenido caviloso, es decir, tenía el aspecto de una persona que también espera algo… Así se explicaba Riabóvich el beso que había recibido.

«Pero ¿quién será ella? —pensaba, examinando los rostros de las mujeres—. Debe de ser joven, porque las viejas no acuden a las citas. Estaba claro, por otra parte, que pertenecía a un ambiente cultivado, y eso se notaba por el rumor del vestido, por el perfume, por la voz…».

Detuvo la mirada en la señorita lila, que le gustó mucho; tenía hermosos hombros y brazos, rostro inteligente y una voz magnífica. Riabóvich deseó, al contemplarla, que fuese precisamente ella y no otra la desconocida… Pero la joven se echó a reír con aire poco sincero y arrugó su larga nariz, que le pareció la nariz de una vieja. Entonces trasladó la mirada a la rubia vestida de negro. Era más joven, más sencilla y espontánea, tenía unas sienes encantadoras y se llevaba la copa a los labios con mucha gracia. Entonces Riabóvich habría deseado que esa fuese aquella. Pero poco después le pareció que tenía el rostro plano, y volvió los ojos hacia su vecina…

«Es difícil adivinar —pensaba, dando libre curso a su fantasía—. Si de la del vestido lila se tomaran solo los hombros y los brazos, se les añadieran las sienes de la rubia y los ojos de aquella que está sentada a la izquierda de Lobitko, entonces…».

Hizo en su mente esa adición y obtuvo la imagen de la joven que lo había besado, la imagen que él deseaba, pero que no lograba descubrir en la mesa.

Terminada la cena, los huéspedes, ahítos y algo achispados, empezaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento en la casa.

—¡Estoy muy contento, muchísimo, señores! —decía el general, y esta vez era sincero (probablemente porque al despedir a los huéspedes la gente suele ser bastante más sincera y benévola que al darles la bienvenida). ¡Estoy muy contento! ¡Quedan invitados para cuando estén de regreso! ¡Sin cumplidos! Pero ¿por dónde van? ¿Quieren pasar por arriba? No, vayan por el jardín, por abajo, el camino es más corto.

Los oficiales se dirigieron al jardín. Después de la brillante luz y de la algazara, pareció muy oscuro y silencioso. Caminaron sin decir palabra hasta la portezuela. Estaban algo bebidos, alegres y contentos, pero las tinieblas y el silencio los movieron a reflexionar por unos momentos. Probablemente, a cada uno de ellos, como a Riabóvich, se le ocurrió pensar en lo mismo: ¿llegaría también para ellos alguna vez el día en que, como Rabbek, tendrían una casa grande, una familia, un jardín y la posibilidad, aunque fuera con poca sinceridad, de tratar bien a las personas, de dejarlas ahítas, achispadas y contentas?

Salvada la portezuela, se pusieron a hablar todos a la vez y a reír estrepitosamente sin causa alguna. Andaban ya por un sendero que descendía hacia el río y corría luego junto al agua misma, rodeando los arbustos de la orilla, los rehoyos y los sauces que colgaban sobre la corriente. La orilla y el sendero apenas se distinguían y la orilla opuesta se hallaba totalmente sumida en las tinieblas. Acá y allá las estrellas se reflejaban en el agua oscura, tremolaban y se distendían, y sólo por esto se podía adivinar que el río fluía con rapidez. El aire estaba en calma. En la otra orilla gemían los chorlitos soñolientos, y en esta un ruiseñor, sin prestar atención alguna al tropel de oficiales, desgranaba sus agudos trinos en un arbusto. Los oficiales se detuvieron junto al arbusto, lo sacudieron, pero el ruiseñor siguió cantando.

—¿Qué te parece? —Se oyeron unas exclamaciones de aprobación—. Nosotros aquí a su lado y él sin hacer caso, ¡valiente granuja!

Al final el sendero ascendía y desembocaba cerca de la verja de la iglesia. Allí los oficiales, cansados por la subida, se sentaron y se pusieron a fumar. En la otra orilla apareció una débil lucecita roja y ellos, sin nada que hacer, pasaron un buen rato discutiendo si se trataba de una hoguera, de la luz de una ventana o de alguna otra cosa… También Riabóvich contemplaba aquella luz y le parecía que ésta le sonreía y le hacía guiños, como si estuviera en el secreto del beso.

Llegado a su alojamiento, Riabóvich se apresuró a desnudarse y se acostó. En la misma izba que él se albergaban Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven tranquilo y callado, considerado entre sus compañeros como un oficial culto, que leía siempre, cuando podía, el
Véstnik Yevrópy
, que llevaba consigo. Lobitko se desnudó, estuvo un buen rato paseando de un extremo a otro, con el aire de un hombre que no está satisfecho, y mandó al ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov se acostó, puso una vela junto a su cabecera y se abismó en la lectura del
Véstnik
.

«¿Quién sería?», pensaba Riabóvich mirando el techo ahumado.

El cuello aún le parecía untado de aceite y cerca de la boca notaba una sensación de frescor como la de unas gotas de menta. En su imaginación centelleaban los hombros y brazos de la señorita de lila. Las sienes y los ojos sinceros de la rubia de negro. Talles, vestidos, broches. Se esforzaba por fijar su atención en aquellas imágenes, pero ellas brincaban, se extendían y oscilaban. Cuando en el anchuroso fondo negro que toda persona ve al cerrar los ojos desaparecían por completo tales imágenes, empezaba a oír pasos presurosos, el rumor de un vestido, el sonido de un beso, y una intensa e inmotivada alegría se apoderaba de él… Mientras se entregaba a este gozo, oyó que volvía el ordenanza y comunicaba que no había cerveza. Lobitko se indignó y se puso a dar zancadas otra vez.

—¡Si será idiota! —decía, deteniéndose ya ante Riabóvich ya ante Merzliakov—. ¡Se necesita ser estúpido e imbécil para no encontrar cerveza! Bueno, ¿no dirán que no es un canalla?

—Claro que aquí es imposible encontrar cerveza —dijo Merzliakov, sin apartar los ojos del
Véstnik Yevrópy
.

—¿No? ¿Lo cree usted así? —insistía Lobitko—. Señores, por Dios, ¡arrójenme a la luna y allí les encontraré yo enseguida cerveza y mujeres! Ya verán, ahora mismo voy por ella… ¡Llámenme miserable si no la encuentro!

Tardó bastante en vestirse y en calzarse las altas botas. Después encendió un cigarrillo y salió sin decir nada.

—Rabbek, Grabbek, Labbek —se puso a musitar, deteniéndose en el zaguán—. Diablos, no tengo ganas de ir solo. Riabóvich, ¿no quiere darse un paseo?

Al no obtener respuesta, volvió sobre sus pasos, se desnudó lentamente y se acostó. Merzliakov suspiró, dejó a un lado el Véstník Yevrópy y apagó la vela.

—Bueno… —balbuceó Lobitko, encendiendo un pitillo en la oscuridad.

Riabóvich metió la cabeza bajo la sábana, se hizo un ovillo y empezó a reunir en su imaginación las vacilantes imágenes y a juntarlas en un todo. Pero no logró nada. Pronto se durmió, y su último pensamiento fue que alguien lo acariciaba y lo colmaba de alegría, que en su vida se había producido algo insólito, estúpido, pero extraordinariamente hermoso y agradable. Y ese pensamiento no lo abandonó ni en sueños.

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