Relatos de Faerûn (42 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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El graznido de una gaviota lo sorprendió de tal modo que calló al momento. El chillido del ave de nuevo atravesó la niebla. Un borrón blanco apareció ante sus ojos; el pájaro acababa de posarse en la proa de su bote. Atónito ante aquella aparición, Morgan ni siquiera alcanzó a preguntarse qué hacía aquella ave tan lejos de tierra.

—Mira que eres tonta... —repuso con tristeza—. Lárgate de aquí si no quieres verte atrapada en la niebla como el pobre hijo de un pescador.

La gaviota echó la cabeza atrás ligeramente y miró al muchacho con seriedad absoluta.

—¡Que te largues! —gritó al estúpido pájaro, con la voz preñada de rabia y frustración.

La gaviota hizo caso omiso de la orden y siguió con la mirada fija en él. Por fin, con un leve graznido, aleteó un poco y remontó el vuelo. Planeó perezosa en torno a la embarcación. Morgan entonces reparó en que la gaviota llevaba un cristal prendido en una de sus garras. El cristal empezó a brillar ligeramente, iluminando con suavidad las negras brumas.

El pájaro de nuevo se posó en el bote y dirigió una mirada significativa al joven antes de remontar el vuelo por segunda vez y situarse un par de metros por delante de la embarcación. De forma sorprendente, la luz del cristal empezó a abrir un pasillo entre la niebla.

Confuso pero ansioso por aprovechar aquella oportunidad, Morgan llevó los remos al agua y empezó a bogar tras la gaviota y su reluciente tesoro. Pasaron varias horas —o minutos, pues era difícil medir el paso del tiempo en medio de aquella bruma negruzca—, y el joven seguía remando siguiendo el mágico destello. Y de repente se encontró fuera de la niebla, bajo la suave luz del atardecer. Frente a sus ojos se alzaba el gran torreón blanco de Dhavrim, situado a apenas una quincena de metros de la costa. Tras remar un poco más, el bote de Morgan por fin llegó a la pedregosa playa.

Musitando una rápida plegaria a los dioses que pudieran estar oyéndolo, Morgan saltó del bote con alivio, extendió sus músculos agarrotados y llevó la pequeña embarcación a lo alto de la playa. Ahora que por fin había llegado a la isla del mago, tal como Avadriel le había indicado, de nuevo volvía a albergar esperanzas. Quizá la elfa marina había tenido razón al encargarle aquella misión, se dijo, mientras disfrutaba de la calidez de la arena caldeada por el sol. El joven pescador se había enfrentado al viento, las olas y la niebla para transmitir su mensaje. Morgan encontró que aquella imagen le gustaba; por un segundo no pudo dejar de pensar en sí mismo como en un héroe.

La resaca de las olas sobre la playa de pronto le recordó cuál era la razón que lo había llevado allí. Con ojos anhelantes, estudió el torreón de piedra, tratando de dar con un acceso. A la luz mortecina, el torreón del mago parecía menos ominoso que erosionado por los elementos. La resquebrajada estructura de piedra estaba cubierta de anchas manchas de líquenes y musgo, así como de enredaderas largas y delgadas. Por ninguna parte se veían los mágicos guardianes de leyenda que poblaban sus ensoñaciones de adolescente. Lo único que había era una prosaica realidad de arena, rocas y viento. Con una sonrisa traviesa, Morgan echó a caminar hacia el negro torreón.

Y de pronto se encontró cara a cara con la muerte.

Sin previo aviso, sin tiempo de reaccionar, sólo un ligero ruido en la arena precedió al tremendo golpe. Morgan se desplomó, sin aire en los pulmones. Jadeante y atónito, levantó la mirada y se encontró ante un ser de pesadilla. De casi dos metros de envergadura, cubierto de gruesas escamas verdosas que relucían de humedad a la luz de la tarde, su rostro de humanoide estaba plagado de profundas cicatrices que le cerraban un ojo casi por entero. Negro y frío, el ojo bueno miró a Morgan con odio.

El monstruo dio un paso adelante y abrió su mandíbula prominente. De rodillas en la arena, Morgan vio una sucesión de hileras de colmillos afilados como agujas y prestos a desgarrar la carne de su cuerpo. Quiso gritar, pero todavía no había recobrado el aliento. Poniéndose en pie con dificultad, trató de dirigirse al torreón del mago. Si lograba dejar la playa atrás y alcanzaba el sendero, acaso podría escapar corriendo de aquella bestia.

Cuando estaba ya muy cerca del sendero, Morgan sintió que las garras del monstruo rajaban sus ropas y herían la carne de su torso. Lo último que vio antes de que la cabeza le estallara fueron aquellas garras que se recortaban sobre el cielo.

Cuando el mundo volvió a adquirir coloración, el sol se había puesto ya. Una pálida media luna bañaba la isla con delicadeza. Morgan vio que una silueta estaba de pie junto al cadáver humeante de aquel monstruo de pesadilla. La silueta —un hombre, como lo indicaba su barba— hincó el extremo de su largo cayado en el costado de la bestia muerta. Un olor a carne chamuscada se desprendía del cadáver, contaminando la brisa marina.

—¡Vaya! Veo que nuestro visitante por fin ha despertado... —gritó el extraño individuo.

Al tratar de responder, a Morgan se le atrancó la voz en la garganta. Dhavrim Starson —pues ¿quién otro podía ser? — en nada se parecía a la imagen que Morgan tenía de un mago legendario. Gordo y bajito, con el rostro enrojecido y de carrillos salientes, con una enmarañada barba sembrada de canas, más bien parecía un viejo borrachín a quien los excesos hubieran terminado por pasar factura.

Jadeando ruidosamente, el mago se acercó a su lado. Morgan lo contempló con una fascinación morbosa: la prodigiosa panza del hombre tensaba a cada paso las costuras de su ancha túnica azul. Sólo el blanco cayado que portaba en la mano, engastado con intrincadas runas que fluían como plata fundida por toda su extensión, revelaba el verdadero poder del mago.

El cayado, pero también sus ojos.

Grises y fríos, impregnados de la promesa de cien tempestades, helaron al muchacho. Morgan se sintió arrastrado a sus profundidades y sintió el peso abrumador de la mirada del hechicero, escrutadora, desconfiada en un principio, tranquilizada un instante después.

—¿Puedes caminar?

Una voz tranquila. Reconfortante.

Un alivio.

Morgan volvió a sentir el calor de su cuerpo. Su mano se agarró a los dedos nudosos tendidos en su dirección.

—Sí. Gra... gracias —tartajeó. De nuevo miró el cadáver tendido sobre la arena—. ¿Qué... qué clase de monstruo era ése? —preguntó con dificultad, no demasiado seguro de si quería saber la verdad.

Dliavrim miró el cadáver.

—Quienes se las dan de listos lo llaman sahuagin. Quienes de veras saben lo que es simplemente lo llaman «la muerte». —El mago hizo una pausa y de nuevo fijó la vista en Morgan. Enarcando una de sus cejas plateadas, agregó—: En todo caso, la cuestión más importante es otra: ¿cómo es que te siguió hasta aquí?

Morgan vaciló antes de responder. Como sabía por las viejas leyendas, los magos eran de carácter voluble, fácilmente irritables, y éste lo era más que ningún otro. Durante un segundo volvió a sentirse el jovencito obstinado que una vez rodeó la isla del mago, temeroso de verse fulminado en cualquier instante por la ira del hechicero.

«No debería estar aquí.»

Morgan finalmente reunió el valor necesario para contestar la verdad. Se lo debía a Avadriel.

—Traigo un mensaje de la elfa marina Avadriel —repuso en un tono que intentó que fuera firme.

La expresión de Dhavrim se tornó grave.

—Sigue.

El mago guardó silencio cuando Morgan terminó de transmitir el mensaje.

El muchacho se preguntó qué estaría pensando el otro, aunque tuvo miedo de interrumpir su meditación. El silencio se hizo más intenso, similar al que siempre precedía a una tormenta eléctrica. Morgan sintió un escalofrío cuando la mano de Dhavrim apretó el cayado.

Sin previo aviso, el mago se dio media vuelta y echó a caminar hacía su torreón de piedra.

—¡Ven! —ordenó—. ¡Esta noche tenemos mucho que hacer!

—¡Un momento! —respondió Morgan—. ¿Y qué hacemos con Avadriel? Si esos... sa... sahuagins... —aventuró con dificultad— me han seguido, sin duda también saben dónde se encuentra Avadriel. Tenemos que ayudarla.

—Avadriel es una amazona, la hija de una casa noble. Sabe cuidar bien de sí misma —afirmó Dhavrim sin detenerse—. Pero si lo que te ha dicho es verdad, Faerun está en peligro. Se avecina una guerra de dimensiones enormes, y es preciso que nos pille preparados.

Morgan corrió hacia el rechoncho mago. La idea de que Avadriel en aquel mismo momento podía estar siendo despedazada por los sahuagins lo estaba volviendo medio loco.

—Por muy amazona que sea, está sola y malherida —arguyó con desespero—. Si esos monstruos la encuentran, no tendrá la menor oportunidad.

Para su frustración, el mago siguió caminando con rapidez sin prestarle la menor atención. A Avadriel iban a matarla, y aquel gordinflón comyrdica no quería darse por enterado.

«Por muy mago que sea, haré que me ayude a salvarla», se juró Morgan.

Apretando el paso, Morgan alcanzó a Dhavrim y lo agarró por el hombro carnoso.

—¡Escúchame! —gritó.

El mago se volvió hacia él. Sus ojos relucieron con un brillo peligroso a la luz de la luna. Horrorizado, Morgan dio un paso atrás cuando Dhavrim lo apuntó con su cayado... y rompió a reír.

—¡Por todos los dioses! —repuso, sin dejar de reír—. ¡Tienes riñones, chaval! Muy pocos guerreros se atreven a desafiar la ira de Dhavrim Starson. —El rollizo cuerpo del hechicero volvió a estremecerse de risa. Al fijarse en la expresión confusa del muchacho, Dhavrim respiró con fuerza y se calmó—. También eres sabio —agregó—, aunque no creo que lo sepas. Avadriel seguramente haya sido la única en ver las verdaderas dimensiones de la fuerza enemiga. Una información preciosa en vista de las circunstancias.

Atónito, Morgan contempló cómo el mago, al que de vez en cuando se le seguía escapando una risita, levantaba el brazo y pronunciaba un nombre. Unos segundos después, una figura blanca y familiar apareció en la noche y se posó en el grueso brazo de Dhavrim. El hechicero musitó unas palabras a la gaviota. Ante los mismos ojos de Morgan, el ave remontó el vuelo y se perdió en la noche.

—Mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes, muchacho —dijo entonces Dhavrim.

El mago echó a andar sendero abajo en dirección a la playa. Morgan no dejaba de maravillarse ante la naturaleza impredecible de los brujos.

De pie en la proa del bote, Dhavrim musitó una palabra a la noche creciente. A oídos de Morgan, que estaba sentado, nervioso, en la banqueta, el susurro del mago resonó como la espuma marina, tan viejo y preñado de poder. El bote seguía cortando las olas, atravesando ocasionalmente algún que otro banco de niebla. Dhavrim seguía oteando el horizonte, con la expresión tan lúgubre como la piedra de su torreón.

A su pesar, Morgan no consiguió reprimir un estremecimiento de miedo. Las palabras del mago lo habían asustado. La guerra era inminente, y las mareas pronto estarían rojas de sangre. «Maldita sea», se dijo. Todo cuanto conocía, todos a quienes quería, estaban amenazados por un peligro que no acertaba a comprender y contra el que no podía combatir.

Avadriel.

Aquél era su principal temor. Sola y malherida, la elfa del mar estaba a merced de los monstruosos seres de Umbelee que ansiaban despedazarla. Si ella moría, el mundo perdería su sentido. Y es que la amaba.

Sumido en sus sombríos pensamientos, Morgan se sorprendió cuando la voz de Dhavrim de pronto se alzó en la noche.

—Estamos cerca, muchacho. Ten los ojos abiertos.

Dicho esto, el mago apagó la luz del extremo de su cayado, de la que se había valido para iluminar su avance en la noche.

Habían atravesado el grueso banco de niebla, y la luna volvía a relucir en el cielo. La luz de la luna señaló las siluetas espectrales de las cuevas marinas.

Cuando se acercaron a ellas, Morgan se quedó helado. La pálida luz mostró a unas sombras oscuras que se movían entre las rocas próximas a la gruta en que se encontraba Avadriel. Aquellas figuras se movían de forma torpe, pero Morgan al instante las reconoció como emparentadas con el ser que lo había atacado en la isla de Dhavrim. Moldan comunicó sus sospechas al mago.

—Sí muchacho. Yo también los he visto. Espera a oír mi señal y tápate los ojos de inmediato.

Morgan asintió en silencio y aguardó a que el bote terminara de acercarse a la cueva. Su corazón latía con agitación. A sus labios acudieron los nombres de varias deidades, pero tenía miedo de rezar una plegaria. «¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó.

—¡Ahora! —gritó Dhavrim.

Morgan se cubrió los ojos con las manos. Incluso así, sus retinas se vieron cegadas por un intensísimo estallido de luz. Un estallido que desapareció tan pronto como había venido. El bote se agitó, oyó que algo caía al agua.

—Boga con brío al interior de la gruta —le dijo la voz del mago— y saca a Avadriel de allí. Yo me encargaré de mantener ocupados a esos monstruos.

Sin pensar, Morgan se apresuró a cumplir la orden. Sin perder un segundo, se puso a remar con todas sus fuerzas. A sus lados resonaban los chillidos sibilantes de los sahuagins y los fieros gritos de Dhavrim, pero el muchacho trató de concentrarse en su misión. Al entrar en la gruta, gritó el nombre de Avadriel.

—Morgan... ¿Qué haces tú aquí? —contestó una voz débil.

—¡Rápido, Avadriel, sube! He venido con Dhavrim, pero esos malditos sahuagins están por todas partes.

La elfa subió al bote. Morgan tuvo que reprimirse para no abrazarla contra su pecho. Aunque Avadriel seguía con vida, ahora todo dependía de su propio vigor y de los poderes del inescrutable mago. Desesperado, el muchacho giró la embarcación y empezó a remar hacia el hechicero. La luz de la luna iluminaba los cadáveres de los monstruos desparramados sobre las rocas. Dhavrim seguía empuñando su cayado, un rayo de esperanza que se había impuesto a aquellos monstruosos oponentes.

Morgan sintió un alivio inmenso. Se habían salvado. Mientras bogaba hacia el mago, se preguntó cómo sería compartir la existencia con Avadriel. Con una sonrisa en el rostro, se abrazó a la elfa marina. Cuando ya se disponía a declararle su amor, la superficie del agua frente a la proa de pronto empezó a revolverse.

De improviso, el último sahuagin emergió de las olas y subió al bote. Con un grito, Morgan apartó a Avadriel, empuñó uno de los remos y descargó un tremendo golpe a la bestia.

El remo rebotó sobre las escamas del monstruo con un ruido sordo.

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