Relatos de Faerûn (36 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Es más de lo que se merecía —murmuró Mari.

—Es verdad —convino Kith—. Alias contó a la maga que Finder Espolón de Wyvern le había hablado tan bien de Kasilith que la consideraba una amiga, razón que la llevó a cuidar de ella. Kasilith juró que en la vida se había encontrado con Finder Espolón de Wyvern, pero no por ello Alias se apartó de su lado. Por fin, un día, Dragonbait hizo un comentario que convenció a Kasilith de la necesidad de cambiar de vida.

—¿Qué comentario fue ése? —preguntó Jewel.

—Dragonbait dijo a Kasilith que el dios de la justicia aborrece el castigo por el castigo. Que es mucho más útil encontrar la forma de expiar el mal que podamos haber hecho, y que dicha expiación sólo puede realizarse por medio del bien. Dragonbait sugirió entonces que se dedicara a enseñar a leer y escribir a los niños. Así haría honor al verdadero espíritu de Stelly y acaso encontraría la paz de su propio espíritu. Y eso fue lo que Kasilith hizo.

—¿Se convirtió en maestra, como tú? —preguntó Jewel.

—Se convirtió en maestra, como yo —confirmó Kith—, y hoy enseña el conjuro común.

Mari, el hijo del tonelero, siguió en la escuela dos años más, hasta que compró su propia espada y se unió a una caravana de mercaderes en calidad de aprendiz. Por entonces, Kith-Lias le había enseñado a leer y escribir los nombres de todo ser espectral con el que se pudiera encontrar en los Reinos. La propia Kith ahora vivía en un valle vecino, donde enseñaba en otra escuela. Durante las horas de inactividad, los demás guardianes de la caravana le enseñaron a jugar a los anagramas. El hijo del tonelero no tardó en hacerse muchas preguntas sobre la maga Kasilith y la maestra Kith-Lias.

La sombra del asesino

Jess Lebow

Jess Lebow vive y trabaja en Seattle. Desde su apartamento se ve el famoso edificio de la Space Needle (si uno asoma medio cuerpo por la ventana y acierta a distinguir un puntito en la lejanía). Jess ha comentado más de una vez que dicha estructura puntiaguda resultaría perfecta para King Kong o Godzilla.

Publicado por primera vez en

Realms of Shadow.

Editado por Lizz Baldwin, abril de 2002.

Me lo pasé muy bien escribiendo «La sombra del asesino». Sobre todo, en las escenas que tienen lugar en Karsus, la ciudad flotante. Karsus es una metrópolis regulada por la magia. Lo más complicado era describir las calles y los edificios a través de la mirada de quien nunca antes ha estado en un lugar semejante. A Cy, todo le resulta nuevo y maravilloso. Las cosas que los magos encuentran normales a él le parecen novedosas y aterradoras, así que tuve que hacer que la metrópolis pareciese extraña desde su punto de vista y mostrar a unos ciudadanos que se sienten perfectamente cómodos en las calles de su ciudad.

J
ESS
L
EBOW

Marzo de 2003

Año 3392 de Netheril (el año de las Arboledas Esmeralda, 467 CV)

U
n húmedo hedor a cieno impregnaba el ambiente. Olostin puso un pie en el suelo tras bajar el largo tramo de escalones. La bodega era húmeda y oscura; invisibles, las ratas corrían por los rincones más alejados del sótano.

—Has venido —dijo una voz en la oscuridad.

—Tal como se me ordenó —respondió Olostin.

—Nos has servido bien —dijo otra voz.

—Gracias—contestó Olostin.

—Has prosperado a partir del conocimiento y el poder que te hemos otorgado —continuó el primero—. Tus guerreros están sembrando el caos en las regiones rurales, y la simple mención de tu nombre basta para aterrorizar a los hombres comunes. Los archimagos han tomado buena nota.

—Lo cierto es que vuestra buena disposición hacia mí me ha proporcionado grandes beneficios. El día en que acabe con el poder de los archimagos, estaré en deuda con vosotros. Para siempre. —Olostin hizo una reverencia dirigida a aquellas voces.

—Bien, tenemos una misión que encomendarte.

—Una misión que sin duda se verá facilitada por el odio que sientes por los magos que están al mando —añadió la segunda voz.

—Por supuesto —respondió Olostin, quien seguía con la cabeza gacha—. Decidme qué queréis y dadlo por hecho.

—Un archimago llamado Sombra lleva tiempo experimentando con una magia de nuevo cuño —explicó la primera voz.

—Ese archimago se refiere a su nueva fuente de poder como al Tejido Sombrío —informó la segunda.

—Y este Tejido Sombrío muy bien podría ser el arma que los archimagos necesitan para destruirnos.

—¿Cómo puedo serviros? —preguntó Olostin.

—Matando a Sombra antes de que pueda hacer algo —afirmó la primera voz.

—Vuestros deseos son órdenes —respondió Olostin, antes de levantarse cuan largo era, dar media vuelta y marcharse por la escalera.

—¡En nombre de Olostin, someteos o morid!

Cy lanzó la antorcha contra la casa de tejado de paja y espoleó su caballo a través del pueblo de Kath. La noche había caído horas antes, y la luna apenas era visible sobre las altas paredes rocosas que flanqueaban un lado del valle. El ruido de casi un centenar de cascos de caballo resonaba con estrépito en la noche, que empezaba a iluminarse a medida que las llamas iban prendiendo en aquel barrio meridional de Kath.

La puerta de una casa situada delante de Cy se abrió de golpe. Un hombre vestido con un camisón salió corriendo a la calle, escapando de su casa en llamas. Los postigos de una ventana se abrieron de pronto, y una mujer con el rostro tiznado de hollín salió al exterior tosiendo y con un niño pequeño bajo el brazo. La cabeza del pequeño oscilaba inerte mientras su madre corría para alejarse de la vivienda.

Cy siguió galopando, dirigiendo a los aldeanos hacia el extremo norte de la población, allí donde el pueblo de Kath terminaba de repente ante el límite de un bosque espeso. Casi la mitad de los merodeadores estaban aguardando en aquel lugar a que llegaran los aldeanos en desbandada.

«Será fácil rodearlos y robarles todo lo que tienen», se dijo Cy.

Cy sonrió. La vida valía la pena cuando uno no hacía más que enriquecerse.

Un gritó resonó más adelante. Cy dirigió el caballo hacia allí y se detuvo en la boca de un callejón sin salida. Dos de sus jinetes acababan de desmontar de sus cabalgaduras y estaban acorralando a una mujer indefensa. Vestida con un liviano vestido blanco, la mujer se cubría el pecho con una mano, mientras con la otra palpaba las paredes del callejón, sin apartar en ningún momento la mirada de quienes la estaban acosando. Tenía el pelo enmarañado, y su mandíbula mostraba manchas de hollín o sangre reseca.

—¡Eh, vosotros! —gritó Cy a los dos bandoleros—. ¡Ahora no es el momento de divertirse! ¡Ya habéis oído a Lume! Hay que dirigir a los aldeanos hacia el bosque. No hay tiempo para juegos.

Los dos bergantes gruñeron y soltaron un escupitajo en dirección al caballo de Cy. Y volvieron a concentrar su interés en la mujer. Ésta había llegado al final del callejón sin salida y los miraba con el desespero pintado en los ojos.

«Malditos necios», pensó Cy, que espoleó su caballo.

La aldea era una pequeña agrupación de una treintena de casas situada en el límite meridional del gran bosque. Confusos y desprevenidos ante el súbito asalto, ante el retumbar de los cascos de los caballos, el crepitar de las casas en llamas y los gritos salvajes de los bandidos, los aldeanos no tardaron en caer en la trampa de los salteadores.

Cy espoleó su montura hacia el bosque. Un segundo después, de pronto se encontró derribado en el suelo, mientras su caballo escapaba al galope. La espalda le dolía por la caída; el pecho le ardía a lo largo de una línea que cruzaba su torso. Cy sacudió la cabeza y trató de ver con claridad. Una forma descomunal apareció en la noche y se dirigió hacía él. Cuando aquella sombra enorme levantó el brazo, Cy rodó sobre sí mismo de forma instintiva. Un tremendo cadenazo impactó en el suelo. Cy se levantó de un salto y desenvainó su cimitarra.

El otro levantó la mano y volteó la pesada cadena en el aire con ambas manos. Cy por fin pudo ver mejor a su oponente. El hombre tenía el pelo rubio, largo y desgreñado, y sólo iba vestido con una túnica negra anudada con una cuerda en torno a la cintura. El hombre andaba descalzo y tenía el rostro y los antebrazos surcados de cicatrices. Una de ellas, junto a la oreja, estaba cubierta por una costra. Sus hombros eran musculosos, y sus brazos fornidos manejaban la pesada cadena con facilidad, describiendo rapidísimos círculos en el aire y en torno a su cuerpo.

Cy alzó la espada, cuyo filo reflejó el fuego que ardía en el poblado, y se lanzó al ataque. Un choque de metales, y la punta de su cimitarra se vio proyectada hacia el suelo. Aunque se las arregló para seguir empuñando su arma, la cadena seguía describiendo círculos velocísimos. Un ruido sordo y brutal atravesó sus oídos, y de pronto se encontró con la mandíbula insensible y el sabor de la sangre en la boca. Su adversario de repente parecía haber crecido. Un instante después, Cy volvió a besar el suelo. La cadena silbaba sobre su cabeza.

Cy reculó valiéndose de sus píes y manos, en un intento de alejarse de su rubio enemigo. La cadena volvió a estrellarse contra el suelo, salpicando de tierra el rostro de Cy. Éste se irguió como pudo y de nuevo apuntó con la espada al frente. El hombre vestido de negro asintió en gesto desafiante y volvió a voltear la cadena, pasándosela de una a otra mano.

Esta vez, la cadena buscó sus rodillas. Cy efectuó un salto tremendo y dio una estocada al frente. La punta de su espada atravesó los negros ropajes y abrió una herida en el pecho del rubio gigantón. Cy aterrizó sobre ambos pies y dio un nuevo salto hacia atrás, esquivando por los pelos un cadenazo dirigido a la cabeza. La cadena ahora se movía con mayor rapidez todavía, similar a un muro sólido de metal en el aire.

Cy echó mano a su daga, la única arma encantada de que era dueño. Tras voltearla en el aire, cogió la punta entre ambos dedos y fingió soltar una nueva estocada con la cimitarra. El rubio alzó la cadena a la defensiva y golpeó en la empuñadura de la espada. Cy soltó la cimitarra y levantó la daga para lanzársela a su adversario. Sin embargo, el otro era muy rápido y se movió a un lado de repente, desequilibrando a Cy. El bandolero tuvo que bajar la mano en que sostenía la daga a fin de no perder el equilibrio.

La cadena silbó y salió disparada en vertical hacia su cabeza. Cy dio un salto al frente y apretó su cuerpo contra el de su rival. La sangre salpicó sus botas cuando su cimitarra sajó la pierna del rubio. La cadena cambió su curso y se estrelló contra la espalda de Cy, quien salió rebotado. Cy de nuevo se vio proyectado al polvoriento suelo.

«Esto empieza a pasar de castaño oscuro», se dijo, mientras se levantaba otra vez.

No tuvo tiempo de decir mucho más, pues la cadena volvió a impactar en su torso. Los eslabones fríos y pesados se enroscaron en torno a su estómago. El bandolero de pronto se vio alzado del suelo. El rubio siguió levantando la cadena con ambas manos, y Cy soltó un gruñido mientras el aire empezaba a escaparse de sus pulmones. El otro de pronto golpeó con la cadena hacia abajo, y Cy cayó junto a sus pies como un bulto informe, casi inconsciente. La cadena dio un estirón y empezó a desenroscarse de su cuerpo, con tanta fuerza que Cy rodó sobre sí. Cuando levantó la mirada, el rubio clavó sus ojos en él con los labios fruncidos y el odio pintado en su expresión.

Apelando a todas sus energías, Cy lanzó su daga mágica contra el rubio. El metal encantado se clavó con facilidad en la blanda carne del cuello. La empuñadura tembló arriba y abajo cuando el otro trató de respirar.

El hercúleo rubio dio un paso atrás y se llevó las manos a la garganta. El odio y el desdén habían abandonado su mirada, que ahora reflejaba el más puro miedo. Cuando agarró la empuñadura de la daga con ambas manos y se la arrancó del cuello, la sangre brotó a borbotones de la herida abierta.

Cy se aparcó, se levantó dificultosamente y buscó su cimitarra con la mirada. Mientras se agachaba a cogerla, su oponente cayó de rodillas, con las manos cubiertas de sangre roja y reluciente, con un brillo de estupefacción en la mirada. Cuando Cy se levantó con su arma en la mano, el otro yacía boca abajo sobre la tierra.

Cy respiró con fuerza y miró a su alrededor. Las casas estaban siendo consumidas por las llamas. Los gritos de pánico de los aldeanos no se oían ya. A su caballo no se lo veía por ninguna parte. Cy maldijo la mala suerte que le había llevado a tropezarse con el gorilón armado con cadena. Con las manos se palpó el cuerpo para evaluar los daños sufridos. Allí donde la cadena se había enroscado en torno a su cuerpo, la piel exhibía un intenso color rojizo. La espalda le dolía, aunque podía arreglárselas para moverse con normalidad. Aunque había perdido un par de dientes, su mandíbula seguía estando lo bastante intacta como para disfrutar del rancho en torno a la hoguera, y con ello le bastaba.

Cy se envainó la espada y se acercó al cadáver del rubio. Su daga encantada yacía sobre la tierra a dos palmos de los muertos dedos de su enemigo. El rubio yacía boca abajo en medio de un charco de buen tamaño producido por su propia sangre. Cy limpió la hoja de su daga en la parte posterior de la negra túnica del rubio.

El ruido de los cascos de caballo se impuso al crepitar de las cabañas en llamas. Cy se volvió en redondo, con la daga en la mano.

—Eres muy habilidoso en el combate, si no te molesta que te lo diga.

Cy reconoció a quien así le había hablado: Lume, el capitán de la partida de salteadores. Lume se acercó a lomos de su montura y se detuvo ante el cadáver del rubio.

—¿Señor? —musitó Cy, mirándose las heridas y moratones que cubrían su cuerpo.

—Lo he visto todo. Ninguno de estos inútiles le hubiera aguantado un asalto a semejante adversario —comentó, señalando con el brazo al límite del bosque, allí donde se encontraban los demás forajidos.

—Gracias, señor.

Cy contempló la hoja de su espada con la expresión ausente y finalmente envainó la cimitarra.

—Si todos mis hombres fueran como tú, podríamos conquistar Karsus sin ayuda de los demás bandoleros de Olostin.

Lume desmontó y caminó hasta el muerto. Tras soltarle una patada en las costillas, volteó su cuerpo con la punta de la bota.

El hombre tenía los ojos abiertos pero la mirada desenfocada. Su boca estaba muy abierta, como si aún estuviera tratando de respirar. La sangre seguía manando por su cuello, si bien empezaba a endurecerse.

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