Authors: Jan Guillou
La primavera había llegado tarde aquel año, que sería recordado como el año de la muerte y el de los hielos de los ríos que rodeaban Forsvik, que ni rompían ni soportaban el peso. Por consiguiente, los cristianos tuvieron que permanecer en Forsvik y celebrar las misas de Pascua por su cuenta. De todos modos, no fue tan grave, pues el hermano Guilbert podía realizar todas las funciones de un cura y además tenía como ayuda a unos cantantes muy buenos, pues no sólo Arn, sino también las dos Cecilias, se sabían de memoria todos los salmos igual de bien que él mismo. Aunque a los ojos del mundo la iglesia de Forsvik no pareciese más que una iglesia de madera de estilo noruego, bien podía parecer que las misas de Pascua que allí se celebraron en el año de la muerte de 1202 fueron los cantos más hermosos de todas las iglesias de Götaland Occidental, a excepción de las iglesias de los monasterios.
Después de oficiar la misa de la resurrección del Señor en el tercer día, todos los cristianos comieron el cordero de Pascua en la nueva sala de banquetes. Fue como si las nubes de luto se disipasen, y no sólo porque hubiera terminado la Cuaresma y el Redentor hubiese resucitado. La manera sarracena de cocinar el cordero dejó a todo el mundo maravillado.
Ahora pudieron celebrar que también Marcus Wachtian hubiese encontrado una esposa alemana. Se llamaba Helga y también ella provenía de Lübeck. Cuando su hermano Jacob tuvo hijos propios y cada vez fue más reacio a ausentarse dos veces al año en largos viajes a las ciudades alemanas, Marcus se mostró entusiasmado por relevarlo en la misión. Había regresado con todo tipo de cosas que eran a la vez motivo de alegría y objetos de gran provecho en Forsvik, como los grandes yunques que por su tamaño no podían ser fundidos en Forsvik, o como el material para la fabricación de espadas de algo llamado Passau y marcadas con la figura de un lobo corriendo. Estos materiales eran de un acero de gran calidad y era fácil y rápido convertirlos en espadas de verdad. Cuando Cecilia comparó lo que costaba fabricar las espadas ellos mismos por completo o comprarlas medio acabadas, descubrió que salía más a cuenta la última opción. Para hacerlo no tuvo sólo en cuenta los gastos en plata, sino también el tiempo que podían ahorrar y dedicar a otro tipo de forja que también producía ingresos en plata. Ésta era una nueva manera de contar pero tanto los hermanos Wachtian como Arn estuvieron de acuerdo en que la propuesta de Cecilia parecía buena y apropiada.
No obstante, de todo lo que trajo Marcus de las ciudades alemanas, Helga era para él lo más preciado y no sólo, como decía él bromeando, porque fuese lo único en cuyo transporte no había sido obligado a pagar derechos de aduana a los daneses.
Celebraron una buena fiesta en Forsvik y por primera vez en mucho tiempo se oyeron algunas carcajadas. Arn estaba sentado en el sitial entre las dos Cecilias, y tenía debajo a Alde y al pequeño Birger, y al lado de los hermanos Wachtian y sus esposas alemanas estaba sentado el capataz Gure, que se hizo bautizar en cuanto le fue concedida la libertad, y el hermano Guilbert. Un poco más al fondo de la sala, sentados a dos mesas largas, había casi sesenta jóvenes que vestían los colores de los Folkung y que armaban cada vez más jaleo a medida que pasaba el tiempo y circulaba la cerveza.
Entonces Cecilia encargó que llevaran vino y copas a su casa e invitó a todos los mayores a continuar la fiesta del cordero de Pascua allí, dado que nada indicaba que el estruendo de los jóvenes fuese a disminuir a lo largo de la noche.
Bebieron y conversaron hasta altas horas de la madrugada pero entonces Arn se disculpó diciendo que debía dormir un poco puesto que al día siguiente tenía que levantarse temprano para el duro trabajo. Los demás lo miraron con cara de sorpresa, pero él explicó que a la mañana siguiente, poco después del amanecer, habría ejercicio duro a caballo con todos los mozos. Al parecer habían aprendido a beber cerveza como hombres. Por tanto, debían aprender también lo que eso les costaría en dolor de cabeza cuando a la mañana siguiente tuviesen que cumplir con sus obligaciones.
Alde y Birger fueron quienes hallaron al hermano Guilbert. Estaba sentado con la pluma de escribir en mano, tranquilamente recostado en su sacristía, donde gozaba de sol por la mañana y parecía como si estuviera dormido. Pero cuando los niños no pudieron despertarlo, fueron a avisar a Cecilia. Pronto un gran alboroto invadió Forsvik.
Cuando Arn comprendió lo sucedido, se dirigió sin decir palabra a su vestuario y cogió el manto de templario más grande que pudo encontrar. Luego fue a buscar aguja e hilo grueso a los talleres y él mismo cosió el saco con el manto en torno al difunto. Hizo ensillar el caballo más preciado del hermano Guilbert, un robusto ruano semental de la clase que ahora se usaba para ejercitar la caballería pesada y, sin demasiados miramientos, colocó a su amigo fallecido en la silla, sujetando el gran saco blanco formado por el manto de manera que las piernas y los brazos colgaban a los lados. Mientras ensillaban a
Abu Anaza
, él mismo se vistió completamente armado pero no con los colores Folkung, sino con los de los templarios. Del arzón delantero de la silla de montar colgó un saco de agua de ese tipo que sólo empleaban los jinetes de Forsvik y un saco de oro. Media hora después de haber encontrado al difunto, Arn estaba preparado para partir hacia Varnhem.
Cecilia intentó objetar que ésa no podía ser la manera honrada y cristiana de conducir a un amigo de toda la vida a la tumba. Arn le contestó con brevedad y tristeza que precisamente así era; así regresaban muchos templarios con la ayuda de un hermano. Habría sido igual si fuese el hermano Guilbert quien cabalgase con él. No era la primera vez que Arn llevaba a casa a un hermano de aquella forma, y el hermano Guilbert no era un monje cualquiera, era un caballero templario que viajaba a su tumba de la misma manera que lo habían hecho muchos hermanos antes que él y que muchos harían también después.
Cecilia comprendió que no tenía sentido intentar poner más objeciones. Y en lugar de hacerlo, intentó conseguir que Arn llevara consigo comida para el camino, pero él lo rechazó casi con desdén, señalando su saco de agua. No hubo más palabras antes de que partiera de Forsvik, con la cabeza baja, acarreando tras de sí al hermano Guilbert.
Estar de luto por la pérdida de su padre y de su tío en un espacio de tiempo tan corto había sido tan duro para Arn como lo habría sido para cualquier otro. Y Arn había llegado a pensar que si inmediatamente después de eso la muerte clavaba sus garras en un amigo de toda la vida, el dolor sería mayor de lo que nadie era capaz de soportar.
Pero Arn no había cabalgado mucho rato en compañía del hermano Guilbert, así era como lo sentía, cuando comprendió que esa pena era más grande pero más fácil de llevar. Sobre todo estaba relacionada con que el hermano Guilbert era templario, uno más de una infinita serie de hermanos queridos que Arn había perdido a lo largo de los años. En el peor de los casos, había visto sus cabezas clavadas sobre picas a manos de sirios o egipcios bulliciosos embriagados por una victoria. La muerte de un templario no era la muerte de una persona normal, pues el templario vivía siempre en la antesala de la muerte, sabía en cada momento que él podía ser uno de los próximos en ser llamado. Para aquellos hermanos que tenían la gracia de vivir una vida tan incomprensiblemente larga, sin huir ni poner en compromiso su conciencia, como el hermano Guilbert o incluso Arn, no había razón para la más mínima queja. Dios había decidido que la obra de la vida del hermano Guilbert había sido terminada, por lo que había llamado a Su lado a uno de Sus más humildes servidores. En pleno ejercicio de su buen trabajo, pluma de escribir en mano y justo tras terminar la gramática del latín que había escrito para los niños, el hermano Guilbert había bajado con calma la mano, había secado por última vez la tinta y había muerto con una plácida sonrisa esbozada en los labios. Era una gracia divina poder morir de ese modo.
Sin embargo, había partes más difíciles de comprender por lo que se refería al camino que había recorrido el hermano Guilbert en su vida terrenal. Durante más de diez años fue templario en Tierra Santa y pocos eran los hermanos guerreros que vivían más tiempo. Fuesen cuales fuesen los pecados que el joven Guilbert había cometido al salir a su primera batalla con el manto blanco, pronto estuvieron todos cien veces enmendados. Aun así, no le fue concedida la gracia de ser llamado directamente al paraíso, la recompensa más alta para un templario.
En lugar de eso, Dios lo guió a un rincón perdido del mundo para ser el profesor de un Folkung de cinco años, para convertir al niño en un templario y luego, en contra de todo sentido común, trabajar a su lado con objetivos completamente diferentes veinte años más tarde.
Tal como Arn veía su propio camino, nada era incomprensible, pues había sido la misma Madre de Dios quien le había dicho lo que debía hacer: construir para la paz y construir una nueva iglesia consagrada al Santo Sepulcro de Dios. Esto era lo que había procurado realizar de la mejor forma posible.
Él, que todo lo ve y todo lo oye, como decían los musulmanes, debía de saber lo que se movía en el corazón del traicionero Ricardo Corazón de León cuando prefirió ejecutar a mil prisioneros antes que recibir la última parte del rescate de cincuenta mil besantes de oro a cambio de sus rehenes. Dios debía de saber que ese oro iría a Götaland Occidental y lo que allí sucedería con él. A menudo era fácil seguir y comprender las intenciones de Dios a posteriori.
Pero ahora que cabalgaban hacia Varnhem y hacia la tumba del hermano Guilbert, el futuro parecía igual de difícil de descifrar que siempre. El servicio del hermano Guilbert en la vida terrenal había finalizado y Arn sólo podía imaginar que a un hombre tan bueno, que sirvió en el Ejército de Dios durante más de diez años, le esperaba un sitio en el reino del cielo como recompensa.
Arn era incapaz de ver lo que le esperaba. ¿Realmente quería Dios que él venciese al rey danés Valdemar
el Victorioso
? Si así era, intentaría hacerlo. Aunque él preferiría ver cómo el poder armado que estaba construyendo sé hacía lo bastante fuerte como para mantener alejada la guerra. Lo mejor que podía sucederle a Arnäs era que el poder del castillo fuese tan grande que los asediantes no se atreviesen ni a ir, que ni una sola gota de sangre se vertiese sobre sus muros.
Pero cuando intentaba pensar con claridad y frialdad, dejando de lado sus propios deseos, comprendió que las cosas no estaban tan claras. De inmediato, tras la muerte de Birger Brosa, el rey Sverker había anunciado ante el consejo de Näs que el hijo recién nacido de él e Ingegerd, Johan, era nombrado príncipe heredero del reino, un honor que por derecho le correspondía al príncipe Erik y a nadie más. A nadie le era difícil comprender cuál era la intención de Sverker con respecto a su hijo recién nacido. Y en Näs, el príncipe Erik y sus hermanos eran tratados más como prisioneros que no como hijastros del rey.
La oración era el único camino hacia la clarividencia y el discernimiento, comprendió Arn, resignado. Si Dios quería, el rey Sverker caería muerto al instante y todo habría terminado sin guerra. Si lo que Dios quería era diferente, estaba ya en camino una guerra más devastadora de lo que jamás había vivido Götaland Occidental.
Comenzó a rezar y cabalgó gran parte del camino a Varnhem sumido en oración. Se detuvo a pasar la noche en medio de un bosque, hizo un fuego y tumbó al hermano Guilbert a su lado, y siguió orando con la finalidad de sacar algo en claro.
De camino, entre Skövde y Varnhem, donde la zona ya no era desierta, muchos pusieron los ojos como platos al ver aparecer al guerrero blanco con la señal de Dios y que pasaba de largo con la lanza tras la silla de montar y la cabeza agachada con aspecto fúnebre, sin mirar a nadie ni saludar. Que el cadáver que arrastraba tras él estuviese vestido con el mismo manto desconocido sólo hacía que despertar más desconcierto. Ésa era la manera de transportar a los ladrones a un tribunal, pero en absoluto a un igual entre los nobles.
Arn permaneció tres días en el monasterio de Varnhem, asistiendo al funeral, al réquiem y al entierro. El hermano Guilbert fue honrado con una tumba en la nave central, no muy lejos del lugar donde descansaba el padre Henri.
Cuando Arn regresó a Forsvik casi una semana después de su partida, llevaba tras de sí a un joven monje sobre el caballo del hermano Guilbert, torturado por los dolores de montar a caballo. Era el hermano Joseph d`Anjou, que sería el nuevo preceptor de Alde y Birger.
La muerte no dejó que Forsvik escapara con facilidad de sus garras aquel triste año de 1202. Poco antes de la misa de Todos los Santos yacía también la madre del capataz Gure, la hábil costurera Suom, esperando la muerte. Gure y Cecilia velaron junto a su lecho, pero rechazó con firmeza al hermano Joseph hasta que sus fuerzas menguaron y se dejó convencer por Cecilia y por su hijo de que se bautizase y se confesase de sus pecados antes de morir. No ofreció resistencia al bautizo pero resultó más difícil hacerle confesar sus pecados, pues decía que quien había sido siervo gran parte de su vida no había tenido muchas oportunidades de cometer aquellas acciones que los señores contaban como pecado. Finalmente, el hermano Joseph logró hablar con ella en privado y escuchar su confesión para poder concederle el perdón por sus pecados y prepararla para la vida posterior a la terrenal.
No obstante salió de la habitación con la cara pálida y le dijo a Cecilia que, aunque la confesión sellaba su boca, no sabía qué sería mejor, que esa mujer llevara consigo su gran secreto a la tumba o que Cecilia intentara sonsacárselo. Esa verdad a medias que Arn calificó, cuando supo de ella, como violación del secreto de confesión, naturalmente dejó a Cecilia muy intranquila. ¿Cuál podía ser el enorme secreto que guardaba una mujer que había sido sierva desde su nacimiento y que sólo fue libre los últimos años de su vida?
Cecilia intentó convencerse de que no se trataba de simple curiosidad, sino que era voluntad de sacar algo en claro lo que la condujo a empezar a interrogar a la cada día más débil Suom. Si había hecho algún mal, tal vez los supervivientes pudiesen enmendarlo, y desde luego ése era un favor que le debía a Suom, razonó Cecilia. Suom había creado mucha belleza para Forsvik con el hábil arte de sus manos. Había significado ingresos en plata y dos jóvenes costureras ya habían avanzado mucho siguiendo los pasos de la anciana. Si era posible remendar algún daño que Suom dejaba tras de sí, así se haría, se dijo con decisión.