Realidad aumentada (33 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: Realidad aumentada
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Suspirando, cogió sus prismáticos para observar de nuevo a la pareja y vio que se habían detenido. Parecían hurgar en sus mochilas. Hizo una señal con la mano a sus hombres y estos se detuvieron inmediatamente. No quería acercarse demasiado. En ese momento detectó algo de movimiento por el rabillo del ojo. Imposible que fueran sus hombres, pensó en milésimas de segundo. Su instinto, entrenado con los años y acrecentado en las últimas semanas, le hizo echarse a tierra sin pensar, esquivando así de forma milagrosa dos disparos que impactaron en el suelo, a escasos centímetros de él.

¡Pop!, ¡Pop!

Aún rodando, se dio cuenta de que habían sonado varios disparos más.
Armas con silenciador
—pensó—,
profesionales
. En cuanto recuperó el equilibro, alzó la cabeza y vio uno de sus hombres cayendo como un muñeco de trapo, y en ese momento supo que era hombre muerto. Casi como una confirmación de su lóbrego pensamiento, cuatro individuos aparecieron prácticamente de la nada. Llevaban un extraño equipamiento de color negro, que dibujaba perfectamente sus musculosas siluetas, con extraños relieves en su oscura superficie y que parecían de aspecto ligero y resistente. Llevaban los rostros cubiertos con máscaras del mismo tejido. Sobre los ojos portaban unas gafas ajustadas, también oscuras, de forma que era imposible adivinar sus intenciones por la mirada. Aunque Jones las tuvo claras, lo que más le llamó la atención de lo que vio, curiosamente, fue que no hicieron el más mínimo ruido al caminar hacia ellos. Sus botas parecían absorber hasta el último crujido de las ramas que pisaban. Una tecnología admirable la de esos trajes, se dijo el derrotado agente.

Se acabó
, pensó. Eran cuatro contra dos. Enarbolaban pistolas con silenciadores, con las que les apuntaban, y ellos no tenían ni sus armas en las manos. En ese momento fue plenamente consciente del fracaso de la que ya, sin duda, se había convertido en su última misión: aun siendo unidades de élite, esos tipos les habían cogido desprevenidos. Alex y Lia no iban a tener la más mínima oportunidad, pensó, seguramente morirían sin saber ni quién les había disparado, y puede que ni siquiera fueran conscientes de su propia muerte. Un impacto en la frente, oscuridad y fin de la historia. Pensó que si tenían suerte, ocurriría así de rápido.

Su entrenamiento y la experiencia de años le impidieron sentir el más mínimo miedo o preocupación. Los únicos sentimientos que ocupaban sus neuronas en ese momento eran un evidente fastidio —que supuso llevaba dibujado en el rostro— y una incipiente sensación de furia por haberse dejado atrapar como vulgares aspirantes a agentes del FBI.

De repente oyó su propia voz, algo que le sorprendió a él mismo tanto como a sus enemigos, que detuvieron su avance como si él hubiera sacado una metralleta del bolsillo.

—Solo quiero saber una cosa —se oyó decir, en tono tranquilo.

Los dos hombres de negro que estaban frente a él se miraron. No podía ver sus ojos, pero uno de ellos asintió ligeramente con la cabeza y miró de nuevo a Jones. Este entendió el gesto y formuló las que sabía que iban a ser sus últimas palabras:

—¿Quiénes sois?

Los dos hombres volvieron a mirarse, y en ese momento el potenciado instinto de Jones tomó las riendas: realmente no tenía intención de probar nada —sabía que no tenía opciones en el cuerpo a cuerpo—, pero al ver el instante de vacilación en sus enemigos, los ganglios basales de su cerebro —las zonas donde se había almacenado su entrenamiento— comenzaron a mandar órdenes a sus siempre preparados músculos: dio una zancada hacia delante contrayendo al máximo sus gruesos gemelos y se abalanzó hacia el tipo que tenía más cerca. Su compañero debió de entender su movimiento, ya que de reojo vio cómo él saltaba en dirección al otro tipo. Era una locura pues aún quedaban dos tiradores apuntándoles, pero si se abalanzaban encima de sus adversarios les pondrían las cosas difíciles: los tiradores que tenían a sus espaldas no podrían disparar sin riesgo de herir a sus compañeros. Tenían una oportunidad, se dijo, no iba a vender barato su pellejo.

El individuo que le apuntaba dio un paso atrás, trastabillándose. En el aire, Jones pensó por un segundo que, si caía con contundencia sobre él, tendría una considerable oportunidad de desarmarlo a la vez que lo usaba como escudo frente a los otros tipos. Pero ellos también eran profesionales y habían sido entrenados: en solo unas décimas de segundo los cuatro individuos de negro apretaron sus gatillos. Todos acertaron en sus blancos: las balas de los dos soldados que estaban siendo atacados se clavaron en el pecho de sus víctimas. Las que dispararon los hombres que estaban a sus espaldas, y que habían podido apuntar con más precisión, a pesar de los movimientos de sus objetivos, penetraron cada una en un cráneo. Ellos también tenían ganglios basales. En menos de tres segundos, desde que Jones hubiera formulado su pregunta, había terminado todo. Su cuerpo y el de su compañero yacían sobre el suelo, sin vida.

El líder del grupo hizo un gesto con la mano, consciente de que podían haber llamado la atención de sus perseguidos, y todos se echaron al suelo, permaneciendo inmóviles. En ese momento se oyó un zumbido, que enseguida comprobaron que procedía del cuerpo de Jones. Uno de los hombres se acercó y lo registró hasta encontrar un teléfono móvil. Mostró la pantalla al líder, en la que visualizaron un nombre: «Alex.» La llamada se cortó. El líder hizo una señal de silencio y ninguno de los cuatro tipos se movió. Volvió a oírse el mismo zumbido, y vieron que de nuevo era Alex
.
Permanecieron tumbados y en silencio hasta que el teléfono dejó de vibrar.

Se quedaron así unos minutos más, hasta que el líder pudo constatar en la pantalla de su miniordenador portátil que la posición de las personas que estaban siguiendo había comenzado a variar: se estaban desplazando de nuevo. Hizo una señal a sus hombres y, sin hacer el más mínimo ruido, estos se levantaron y comenzaron a andar. Si alguien los hubiera visto, le habrían semejado cuatro fantasmas en un bosque en el que comenzaba a oscurecer, en una noche que pintaba que iba a ser larga. En unos segundos habían desaparecido del claro. Sobre el suelo, el cuerpo de Jones se enfriaba mientras algunos insectos comenzaban a acercarse.

Tres horas después de haber acampado, las profundas respiraciones de Lia —que tenía la cabeza apoyada sobre su pecho— sumieron a Alex en un duermevela. A medio camino entre la consciencia y el sueño, su cerebro a veces confundía si estaba despierto o no. De vez en cuando abría los ojos completamente, recordándose que no debía quedarse dormido. En otras ocasiones se sumía en esas ideas extrañas, inconexas, descabaladas, que se tienen antes de dormir.

Aunque hubiera estado completamente despierto y alerta, difícilmente hubiera percibido los movimientos que se produjeron alrededor de la roca que albergaba la diminuta tienda de campaña. Cuatro hombres, completamente de negro y que no hacían el más mínimo ruido al desplazarse, habían tomado posiciones tumbados alrededor de la tienda. No habían tenido la más mínima dificultad en encontrarla: se habían limitado a seguir las coordenadas GPS que el módem de la pareja había transmitido.

Los visores térmicos de los individuos les mostraron una señal de calor alargada sobre el suelo de la tienda que encajaba con la silueta de dos personas durmiendo abrazadas. Llevaban unos minutos observando la imagen y apenas tenían dudas, a pesar de que era poco nítida. No podían arriesgarse a que uno de ellos hubiera salido a dar una vuelta o simplemente a hacer sus necesidades. El líder apreció leves movimientos que podían corresponder con sus respiraciones o leves cambios de postura. Cabía la posibilidad de que uno de ellos se despertara en cualquier momento y saliera de la tienda. Eso no debía ser ningún problema para sus planes, pero decidió ser prudente y acabar de una vez su trabajo. Ya habían tenido bastante sorpresa con la reacción de los tipos de antes.

Se comunicó con sus hombres susurrando por el micrófono que llevaba junto a su mejilla. Su voz quedó amortiguada por la máscara protectora que le cubría el rostro, pero ellos recibieron las órdenes de forma nítida en sus auriculares, que portaban dentro del conducto auditivo externo. Fuera de ahí no se oyó ningún ruido. Obedeciéndolas apuntaron sus potentes pistolas, potenciadas con visores y silenciadores, hacia las marcas de calor ubicadas a escasos metros de su posición. Los cuatro asaltantes se movieron prácticamente al unísono, casi parecían tener hasta sus respiraciones acompasadas. Durante unos instantes solo se oyó el rumor de la brisa nocturna y el movimiento de unas cuantas ramas. La antesala perfecta para una visita de la Parca, pensó el líder.

Su orden llegó nítida:

—Fuego.

Todos apretaron los gatillos de forma inmediata.

¡Pop!, ¡Pop!, ¡Pop!

Ni siquiera los animales más cercanos se inquietaron por los doce disparos, apenas audibles, que atravesaron la noche en apenas dos segundos. Cada miembro del grupo había apuntado a una zona diferente y ejecutado tres disparos con el fin de asegurarse. El líder había estimado que, desde sus posiciones, cada víctima recibiría entre cuatro y ocho impactos en lo que confiaban fuera la cabeza o, como mucho, el pecho. Le habían comunicado que sus objetivos eran portadores de información delicada que podía ser transmitida con solo pulsar una tecla, así que debían morir en el acto y sin ser conscientes de ello. Esas eran sus órdenes, y así las había ejecutado.

El grupo se quedó en silencio, expectante. Con un tremendo fastidio el líder contempló desde su posición cómo uno de los cuerpos se movió ligeramente, algo impropio de un grupo de élite como ellos. Por fortuna fue un movimiento leve. Dio una nueva orden de disparo y enseguida se oyeron varios
¡Pop!
adicionales, alguno de ellos ya ligeramente más sonoro que los anteriores. Algún silenciador estaba empezando a fallar, se dijo el líder, y atento, contempló el resultado.

Algo más satisfecho, comprobó que ya no había movimiento dentro de la tienda. Aun así se quedaron inmóviles, era posible que alguno de sus objetivos aún siguiera con vida; por lo que le habían dicho solo con un gesto de la mano se podía enviar esa información, y la experiencia le había enseñado que era mejor esperar a que su enemigo se delatara —en caso de estar vivo— que ir a comprobarlo. Permanecieron en sus posiciones y con las armas apuntando en espera de un nuevo movimiento. Transcurridos dos largos minutos el líder estuvo seguro de que eso ya no iba a ocurrir: los cuerpos no se movían ni para respirar. La única imagen nueva que vio se correspondió con un reguero de calor que salía de la tienda y se dirigía hacia ellos, perdiendo intensidad conforme se aproximaba. Sabía lo que era, pero siguió inmóvil.

Tras otros dos minutos en los que no constató ningún movimiento, finalmente se quitó el visor térmico. Ordenó a sus hombres cubrirle, mientras él se acercaba a sus objetivos sin hacer ruido gracias a sus botas de goma sintética de alta tecnología, que absorbían el sonido que se generaba bajo ellas. Cuando abrió la lona, vio los sacos de dormir, uno junto al otro. Estaban plagados de agujeros de los que salía sangre. Con cuidado de no pisarla, vio que esta formaba un reguero que se desparramaba fuera de la tienda, serpenteando entre las piedras y las matas del suelo.

Unos instantes después sus hombres se movían a toda velocidad. Apenas se oyeron unos susurros y algún que otro crujido mientras arrojaban unas cuantas pastillas para encender fuego dentro de la tienda. Una cerilla encendida surcó el aire y cayó en el interior, provocando un devastador efecto de forma inmediata.

La llamarada fue brusca y furiosa dado que la mayoría de los materiales que había en el interior eran altamente inflamables. La llama enseguida se transformó en una bola de fuego que alcanzó y consumió la lona de la tienda en pocos segundos. Esta cayó sobre el interior, envolviendo todo el contenido en un sofocante abrazo. Aunque hubieran estado vivos, hubiera sido imposible salvar a ningún ocupante, pensó el líder. En ese momento olió el inconfundible y angustioso olor a carne y grasa quemada. Era exactamente el mismo de las barbacoas, donde paradójicamente le resultaba más repulsivo que ahora. En estas circunstancias formaba parte de su trabajo, y lo asumía como tal. En la playa, con una cerveza bien fría y rodeado de sus amigos, su mujer y sus dos hijas de corta edad, era donde le resultaba vomitivo el recordar las tareas que tenía que hacer como medio para ganarse la vida sirviendo a su país.

Contempló el voraz fuego durante unos segundos. Pronto el olor a plástico comenzó a mezclarse con los anteriores. Era bueno asegurarse de que los cuerpos se carbonizaban, ya que retrasaría su identificación. El hecho de que hubieran sido acribillados a balazos quedaría tapado tras el correspondiente soborno al funcionario de turno. La ejecución no podía haber sido de otra forma, era la única forma de realizarla sin dar tiempo a reaccionar a sus víctimas. Sabía que la posterior autopsia sería una pantomima: determinaría que habían muerto accidentalmente al prenderse fuego en la tienda mientras dormían. Era algo que ocurría de vez en cuando a los turistas imprudentes, y era fácil de creer.
¿Quién iba a querer asesinar a dos médicos españoles que retozaban en un viaje de placer?
, pensó. Nadie haría demasiadas preguntas.

El humo se volvió especialmente denso, fruto de la combustión de los productos químicos, y el olor ya resultaba insoportable, además de peligroso para sus pulmones. Las llamas empezaron a bajar su furia, al no encontrar tanto combustible del que alimentarse, señal de que el fuego se había estabilizado y allí ya no había nada más que hacer. El líder decidió que era el momento de desaparecer; le hubiera gustado quedarse y comprobar el estado en el que quedaban los cuerpos, pero sabía que era absurdo. El trabajo había sido limpio, y era arriesgado permanecer más tiempo, pues alguien podría ver las llamas y alertar a las autoridades locales. Lo último que deseaba era tener que disparar a un policía mexicano. Bastante follón habían organizado ya, se dijo, pensando en los tres cadáveres que habían dejado kilómetros atrás. En cualquier momento alguien los encontraría y aquella zona pasaría a ser un hervidero de actividad.

Dio una orden y sus hombres se replegaron, borrando sus huellas de forma mucho más profesional y eficiente de lo que Lia había hecho con las suyas. Acudiera alguien o no al maldito fuego, pensó el líder, no estaba dispuesto a facilitarle las cosas. Varios minutos después ya estaban a cientos de metros del lugar donde la hoguera seguía consumiendo los escasos restos que quedaban de carne, grasa y huesos. El líder sintió su olor en lo más hondo de su cerebro, mezclado con el de la sangre fresca. Asqueado, intentó pensar en su familia mientras apretaba el paso, y esta vez la imagen de sus dos hijas no logró reconfortarle.

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