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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (30 page)

BOOK: Realidad aumentada
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La primera vez que habló con él se vio obligado a acudir a la sede de la Agencia en Langley. Por fortuna había sido un desplazamiento de tan solo cincuenta kilómetros, ya que no estaba acostumbrado a que la gente le citara, a él le gustaba presentarse por sorpresa, tal y como había hecho en España unos días antes. Cuando se encontró con el agente sintió miedo: no es que pareciera un tipo duro; es que, a pesar del traje y la corbata, parecía más una máquina de matar que una rata de despacho. Inmediatamente lo catalogó como alguien peligroso. Su mirada asesina —probablemente heredada de sus días de combate en las fuerzas de élite— no parecía haberse apaciguado con el paso del tiempo.

En esa primera conversación el agente fue directo: le había explicado que estaba muy interesado en el proyecto que el millonario estaba financiando y en el que se estaba usando un chip cuya procedencia le inquietaba. Baldur le explicó que la CIA colaboraba activamente en ese proyecto con fondos y participando de los resultados. La propia Agencia había proporcionado algunos de los integrantes, argumentó. De hecho, sus agentes habían realizado los informes de todos los miembros del proyecto, incluido el de su última incorporación, el doctor Portago.

Beckenson le dijo en pocas palabras y tono agrio que ya sabía todo eso. Su voz y su mirada se volvieron especialmente pétreas cuando insistió en el procesador. El millonario le explicó, de forma que confiaba que fuera convincente, que era un desarrollo secreto cuyo mayor beneficiado iba a ser el Gobierno de Estados Unidos, y que por ese motivo contaba con el apoyo de la Agencia. Así que, disimulando estar ofendido por las insinuaciones de Beckenson sobre una posible falta de transparencia, le preguntó al agente quién había ordenado esa entrevista. Para su sorpresa, Beckenson le dejó ir sin proporcionarle más explicaciones.

En los últimos días casi se había olvidado del agente, sin embargo hacía unos instantes que su secretaria le había pasado una nota por correo interno informándole —por tercera vez esa mañana— de que el señor Beckenson deseaba hablar con él. Concretamente, «sobre sus negocios en México». Baldur se había quedado sin habla al leer esas palabras. No había comentado con nadie aquella expedición y los únicos que la conocían tenían las comunicaciones controladas. Incluso la gente a la que tenía supervisando ese trabajo les tenían intervenidos sus teléfonos y las cuentas de correo. Estaba seguro de que no había filtraciones. Hasta ese momento, pensó con fastidio.

Una señal verde apareció en pantalla, avisándole de que estaba en línea.

—Soy Baldur —dijo, deseando acabar la conversación lo más rápidamente posible.

—Le habla Beckenson —el tono del agente le resultó incluso más amargo que en la anterior entrevista.

—¡Me alegra oírle de nuevo! —mintió intencionadamente—, ¿en qué puedo ayudarle?

—Señor Baldur, no le haré perder el tiempo —dijo Beckenson con voz poco amistosa—: o me dice qué está haciendo esa pareja que ha ido a México o lo averiguo yo. Y en este último caso espero que no sea nada que me haya ocultado en esta conversación —hizo una pausa—. Se lo advierto: sus blandengues abogados no podrán hacer absolutamente nada ante este asunto si apelamos a la seguridad nacional.

Baldur tragó saliva, nervioso. Acostumbrado a las negociaciones competitivas y a las amenazas, supo que debía calmarse si quería no perder el control. Así que dejó su mente en blanco y respiró profundamente durante unos instantes.

—¿Sigue usted ahí? —oyó que preguntaba el agente.

Baldur creía saber cómo obtener ventaja de esa situación. En toda amenaza había siempre una oportunidad. Para él, solo los que eran capaces de encontrarla de forma rápida y sistemática triunfaban, llegando así adonde él lo había hecho.

—Señor Beckenson —dijo en tono calmado, y reclinándose sobre el gel de su silla—, si se refiere al doctor Portago y a la doctora Santana, están disfrutando de unos días de asueto que les he concedido, dado el estrés que han pasado en las pruebas de Tabernas —hizo una pausa para coger aire y paladear el silencio del ex soldado—. ¿Sabe usted que mientras estaban en Madrid, trabajando en el proyecto, se vieron inmersos en una refriega? Un homicidio ejecutado por asesinos a sueldo, al parecer: un feo asunto que concierne a la policía española. A mi entender, creo que Alex y Lia sencillamente estaban en el sitio equivocado y en el momento erróneo, pero es algo que la Agencia podría investigar, dado lo importante que es nuestro proyecto. ¿No lo cree usted también?

Se hizo un profundo silencio en la línea durante un par de segundos. Sin darse cuenta, Baldur contrajo los músculos de sus mandíbulas. Sabía que la reacción iba a ser contundente, el tono de voz de Beckenson no le defraudó:

—¡No se confunda conmigo! —bramó el agente, poniéndole el vello de punta—. ¿Cree usted que es fácil nadar en medio de una tormenta? ¡Allá usted! ¡Le he ofrecido la posibilidad de colaborar y ya veo cómo me lo agradece! —hizo una pausa, y añadió furioso—: Se lo advierto, ¡como dé un solo paso en falso, ni la mayor fortuna de todo el planeta servirá para encontrar la oscura celda donde le voy a encerrar! ¿Me ha comprendido, Baldur? ¡En una prisión, usted no es nadie!

Baldur intentó abstraerse de la nueva y aún más dura amenaza. Respiró hondo un par de veces antes de hablar:

—Me hago cargo de su petición —dijo en tono pausado—. De hecho ya la estoy cumpliendo, señor Beckenson, con el informe diario que mi personal remite a la Agencia. Mi conducta es intachable… —carraspeó ligeramente, para finalmente atreverse a añadir—, algo que espero ocurra exactamente igual dentro de su organización.

—¡Señor Baldur! —exclamó el agente con rabia—. ¡Ni usted ni yo somos personas que podamos permitirnos perder el tiempo! Ya sabe lo que quiero. Y siento mucho que no colabore.

Lo siguiente que oyó fue el sonido de la línea telefónica, vacía. Miró la pantalla y vio que la señal verde del programa había cambiado a un gris apagado, indicando que ya no había comunicación.

Intentando respirar despacio, apoyó la cabeza sobre sus puños, meditando preocupado sobre la verdadera finalidad de la expedición de Lia y Alex, que tenía claro que merecía la pena ocultar, incluso a la mismísima CIA. De salir bien, podría llevarle a conocer de una vez por todas el verdadero origen de ese chip que tan afortunadamente había llegado a sus manos, y cuya procedencia, pensó temiendo que no se equivocaba, podía cambiar la historia de la humanidad.

13
Cazados

El retirarse no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza.

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

Sábado, 21 de marzo de 2009

Alex conducía el Hummer en dirección a las ruinas de Palenque. Vio que Lia iba ensimismada, leyendo en la pantalla del portátil. No tenían ninguna otra pista que seguir, así que habían decidido marchar a ese lugar donde sus escasos indicios apuntaban: la revelación de un Skinner moribundo, y la confirmación por parte de Owl de que el historiador efectivamente había visitado aquella zona. Pensar en su amigo le hizo sentir como si algo le oprimiera el pecho, pues aún no habían podido contactar con él.

—¿Has averiguado algo más? —le preguntó a su compañera.

Durante el trayecto ella había ido repasando los archivos que Owl les había remitido. En ellos había abundante información sobre las ruinas, especialmente sobre la Pirámide de las Inscripciones, bajo la que se encontraba la tumba de Pacal el Grande. Lia había soltado una exclamación cuando contempló por primera vez el relieve que decoraba la superficie de la losa de la tumba del emperador. Esa era la imagen que también había asombrado al hacker: en ella se veía, perfectamente esculpida en el siglo VII, a una persona que manejaba lo que parecía una nave espacial.

A Alex se le erizó el pelo. Pero mucho más intrigantes les resultaron los documentos que trataban de probar —con sorprendentes fundamentos— que la antigüedad de la tumba era bastante mayor que la de su propietario. Los argumentos se basaban en la presencia de las estalactitas y estalagmitas que había hallado el mexicano Ruz L’Huillier en el año 1952, cuando pudo acceder al interior de la cripta.

—Todo esto es realmente extraño —le contestó Lia, plenamente concentrada en el ordenador—. Según las notas de Milas la clave podría estar en la tumba. Pero lo más curioso —añadió frunciendo el ceño— es que al parecer no debemos llegar a través del acceso que en su día cruzó Ruz L’Huillier, ya que según Milas existen otras entradas que permiten acceder a otras cámaras. Ese fue su hallazgo.

Lia levantó la vista para añadir:

—Alex —dijo, moviendo la cabeza negativamente—, ¿de verdad estamos buscando una momia para conocer el origen del chip?, ¿guiados por las notas de un investigador que ha sido asesinado Dios sabe por qué, y que además han sido robadas de su casa por un pirata informático? —suspirando siguió diciendo—. ¡Todo esto no tiene el más mínimo sentido!, ¿por qué seguimos adelante? ¿No sería más lógico dejarlo en manos de Baldur o de la policía?

El médico tragó saliva.

—Sé que esta historia resulta incomprensible —dijo con un hilo de voz—, desde las muertes acontecidas en el seno del proyecto hasta el tiroteo de Madrid. Eso, sin hablar del hecho de que no podamos contactar con Lee ni con Owl, algo bastante preocupante, a mi entender.

—¿Entonces…? —dijo ella, implorando.

—Pues que estoy convencido de que tenemos nuestra capacidad intuitiva aumentada hasta lo irracional, algo difícil de explicar a Baldur, del que no me fío en absoluto después de que nos mintiera, y mucho menos a la policía. Nuestra historia sería inmediatamente catalogada como una psicosis paranoide en la consulta de cualquier psiquiatra. ¡La evaluación psicológica duraría menos de cinco minutos!

De reojo vio que Lia se mordía el labio inferior.

—Así que solo caben dos posibilidades —continuó él—: la primera, asumir que definitivamente hemos perdido la razón y que en breve estaremos bajo tratamiento psiquiátrico —ella le miró de nuevo—; y la segunda, creer que esta historia tiene una explicación que alguien quiere que no se conozca y por la cual nuestras vidas corren peligro —tragó saliva antes de añadir—: En cualquiera de los dos casos, tenemos que llegar al fondo de esto nosotros.

—Pero no tiene sentido —dijo Lia con gesto preocupado—, ¿qué clase de conexión podría existir entre un procesador tecnológicamente asombroso y un líder maya desaparecido hace siglos?

—Respecto a eso tengo una… —Alex suspiró dubitativo— teoría a la que le vengo dando vueltas desde que hablamos con Owl —dijo, sintiendo un nudo en la garganta al pronunciar el
nick
de su amigo.

—Creo que a estas alturas ya nada podría sorprenderme… —dijo ella en tono irónico.

—Créeme, esta historia sí que lo hará —dijo él, convencido de que debía contársela—. Imagina por un instante que hace miles de años una… —tragó saliva—, digamos, nave extraterrestre aterrizara o se estrellara en el sitio al que nos dirigimos.

—Pero, ¿¡te has vuelto loco!? —exclamó Lia, abriendo los ojos desmesuradamente.

—¡Espera, déjame un minuto! —dijo él, alzando su palma derecha en señal de paciencia—. Solo me estoy basando en las múltiples leyendas mayas que existen sobre seres venidos del cielo, y que están relacionadas con lo que Owl nos ha contado. —Ella puso los ojos en blanco—. ¡De acuerdo, vale, esa teoría es imposible! —insistió él—. Pero, por favor, tan solo
imagínala
por un momento.

Lia suspiró profundamente.

—Tú ganas —dijo con gesto cansado—, cuéntame esa locura.

El comentario hizo que Alex se sintiera frustrado. Era complicado que ella le comprendiera. Decidió limitarse a relatar la hipótesis según se le había ocurrido:

—Supón que dentro de esa nave viajara un ser de aspecto humanoide de mayor estatura que los mayas e intelectualmente mucho más avanzado y con unos conocimientos impensables, incluso para nosotros hoy en día. Y también supón que se viera obligado a permanecer aquí durante un largo período de tiempo por algún motivo: no pudo volver, le dieron por muerto, no contestaron a sus mensajes… —hizo una pausa para mirar a Lia y siguió—. Finalmente fallecería por enfermedad o por vejez, me imagino, pero atrapado en un planeta que no era el suyo. Durante su estancia aquí lo más lógico es que transmitiera algunos de sus conocimientos a un pueblo que, según ha relatado Owl, no conocía ni la rueda. Según muchos, eso justificaría los extraños conocimientos de los mayas en determinados campos, como la astronomía.

—Sí, suena «bastante verosímil»… —dijo ella en tono ácido.

Alex se mordió el labio y continuó:

—Lo más probable es que los habitantes de esta zona lo adoraran como a un dios. Piénsalo: llegado del cielo, con aspecto diferente, innumerables conocimientos… ¡les ocurrió hasta a los españoles cuando llegaron aquí, y apenas eran algo más avanzados! ¿No le iba a suceder a un hipotético ser venido de otro planeta?

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —insistió Lia.

—Sí —dijo él seriamente—, y solo te pido que te lo imagines, no que te lo tomes al pie de la letra —ella asintió, suspirando, y él continuó algo más animado—. Es posible que lo idolatraran en vida y que le construyeran una tumba propia de su rango, que incluiría una enorme y pesada losa con un grabado de una nave espacial, rememorando así su procedencia. Mucho tiempo después, sobre la tumba, construirían la pirámide, algo que propiciaría la confusión con la tumba de Pacal el Grande, que es la que buscaba realmente el arqueólogo Ruz L’Huillier.

—¿Y todo eso qué tiene que ver con Milas? —dijo ella, con un tono algo más cálido.

—Skinner era un metomentodo, probablemente necesitado de dinero en ese momento —dijo Alex—. Puede que se enterara de la existencia de esa tumba de alguna manera: un chivatazo, un artículo de algún fanático de la ufología… —hizo una pausa para pensar—. El caso es que algo hizo que se fijara en este sitio, decidió venir a investigar y encontró un acceso a la tumba que ni siquiera Ruz L’Huillier había localizado. Meses después aparece en escena un chip de una potencia descomunal y que provoca extraños sucesos en un proyecto de investigación. —Miró a Lia a los ojos para preguntarle—: ¿No te parece demasiada casualidad?

—Creo que es más plausible tu teoría de que has perdido la cabeza —dijo ella sin alterar su expresión.

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