Raistlin, el aprendiz de mago (17 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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Una sombra —una ancha sombra— se proyectó sobre la página. El joven levantó la vista.

— ¿Sí, maestro? —Aunque procuró ocultar la irritación porque lo hubiera interrumpido en su trabajo, no tuvo mucho éxito.

Hacía mucho tiempo que Raistlin se había dado cuenta de que era más inteligente que maese Theobald y mucho más dotado en el arte. Si seguía en la escuela era porque no había otro sitio donde ir, y, como había quedado demostrado, porque todavía le quedaba mucho que aprender.

El maestro sabía ejecutar un hechizo de sueño.

— ¿Sabes qué hora es? — inquirió Theobald—. La hora de la cena. Tendrías que estar en el comedor con los demás.

—Gracias, pero no tengo hambre, maestro —repuso descortésmente y reanudó su trabajo.

Maese Theobald frunció el ceño. Siendo como era un hombre bien alimentado, que disfrutaba comiendo y bebiendo, no alcanzaba a comprender a alguien como Raistlin, para quien la comida era simplemente el combustible que mantenía en marcha su cuerpo, y nada más.

—Tonterías, tienes que alimentarte. ¿Qué estás haciendo que es tan importante como para saltarte una comida? —demandó, a pesar de que podía ver perfectamente bien lo que hacía Raistlin.

—Estoy practicando en la escritura de este conjuro, señor —replicó el joven, con los dientes apretados por la idiotez del hombre—. Aún no me siento seguro para copiarlo en mi libro elemental.

Maese Theobald miró los trozos de papel que se amontonaban sobre el pupitre. Cogió uno y después, otro.

—Pero esto está adecuadamente escrito. De hecho, bastante bien.

— ¡No, tiene que haber algo que está mal! — lo contradijo Raistlin con impaciencia—. En caso contrario, habría podido ejecutar el...

No tenía intención de decir eso. Se mordió la lengua y guardó silencio, mirando, ceñudo, sus dedos manchados de tinta.

—Vaya, vaya —dijo el maestro con un atisbo de sonrisa que Raistlin no vio al no estar mirándolo—. Así que has estado intentando hacer un poco de magia, ¿no es así?

Raistlin no contestó; pero, si hubiera sido capaz de lanzar conjuros, habría invocado demonios del Abismo y les habría ordenado que se llevaran a maese Theobald.

El maestro se irguió y enlazó las manos sobre el estómago, lo que indicaba que se disponía a soltar otro de sus aburridos sermones.

—Y no funcionó, supongo. No me sorprende. Eres demasiado orgulloso, jovencito. Estás demasiado absorto y ensimismado en ti mismo y en lo tuyo. Eres de los que toman, no de losque dan. Lo absorbes todo, pero no entregas nada. La magia está en la sangre, fluye del corazón. Cada vez que la utilizas, parte de ti mismo desaparece con ella. Sólo cuando estés preparado para entregarte sin recibir nada a cambio, la magia te servirá.

Raistlin levantó la cabeza y la sacudió para apartarse de la cara el largo y liso cabello castaño.

Detestaba que lo sermonearan. Mantuvo la vista fija al frente.

—Sí, maestro —dijo impasible, fríamente—. Gracias.

Maese Theobald chasqueó la lengua.

—Ahora mismo estás sentado en un caballo muy alto, jovencito. Algún día te caerás de él y, si el golpe no te mata, tal vez aprendas algo de ello. —El maestro gruñó—. Me voy a cenar. Tengo hambre.

Raistlin reanudó su trabajo; una sonrisa despectiva le curvaba los labios.

2

Aquel verano, en el que los gemelos tenían dieciséis años, la vida para la familia Majere siguió mejorando. A Gilon lo habían contratado para ayudar en la tala de un soto de pinos, en las laderas del Pico del Orador. El dueño de la propiedad era un lord que se hallaba ausente y que se hacía enviar la madera hacia el norte para construir una empalizada. El trabajo estaba bien remunerado y tenía visos de durar bastante tiempo ya que la estacada iba a ser grande.

Caramon trabajaba a jornada completa para el granjero Juncia, que seguía prosperando y había ampliado sus labrantíos, de modo que en la actualidad enviaba cereales, frutas y vegetales a los mercados de Haven. Caramon trabajaba largas horas por un porcentaje de la cosecha, parte del cual vendía y el resto lo destinaba a casa.

A la viuda Judith se la consideraba ya un miembro más de la familia y, aunque conservaba su pequeña casa, en la práctica vivía en la de los Majere. Rosamun no podía pasar sin ella; su salud también había mejorado mucho, ya que no había caído en uno de sus trances desde hacía varios años. Las dos mujeres realizaban las tareas de la casa y hacían muchas visitas.

Si Gilon hubiera sabido lo que acarreaban dichas visitas, se habría preocupado por su esposa, pero daba por sentado que Rosamun y la viuda no hacían otra cosa que chismorrear sobre los vecinos. No podía imaginar, ni lo habría creído posible, el verdadero fondo del asunto.

Tanto a Gilon como a Caramon les caía bien la viuda Judith. Por su parte, la desconfianza de Raistlin hacia ella aumentó tal vez porque durante el verano estuvo en casa con ella, al contrario que su padre y su hermano. Vio la influencia que ejercía sobre su madre, cosa que no le gustaba y despertaba su recelo. En más de una ocasión sucedió que al acercarse a las dos mujeres mientras departían en voz baja la conversación se interrumpía bruscamente.

Intentó escuchar a escondidas para enterarse de lo que hablaban, mas la viuda tenía un excelente oído y lo sorprendía casi siempre. Un día, sin embargo, dio la casualidad de que las dos mujeres se encontraban charlando, sentadas a la mesa de la cocina, cerca de la ventana donde se enfriaban unas empanadas. AJ aproximarse hacia ellas caminando por el exterior, las pisadas del joven se disimularon con el susurro de las hojas del vallenwood, mecidas por la brisa, y Raistlin escuchó sus voces. Se paró al resguardo de las sombras.

—El sumo sacerdote no está contento contigo, Rosamun Majere. He recibido una carta suya hoy, y se pregunta por qué no has llevado a tu esposo y a tus hijos a los brazos de Belzor.

La respuesta de Rosamun fue mansa, a la defensiva. Según ella, lo había intentado, le había hablado a Gilon sobre Belzor en varias ocasiones, pero su marido se había limitado a reírse de ella y a comentar que no necesitaba creer en ningún dios, que tenía fe en sí mismo y en la fuerza de sus brazos. No había habido forma de hacerle cambiar de opinión. Caramon le dijo que estaba dispuesto a asistir a las reuniones de los belzoritas, sobre todo si en ellas servían comida.

En cuanto a Raistlin... La voz de Rosamun se desvaneció dejando la frase en el aire.

El joven estaba deseoso de escuchar algo más, pero en ese momento la viuda se levantó para echar un vistazo a las empanadas y lo vio plantado en la esquina de la casa. Judith y él se miraron fija, intensamente, durante un instante. La viuda metió las empanadas y cerró las contraventanas, y Raistlin se puso de nuevo en camino hacia su jardín.

En el trayecto se preguntó quién demonios era el tal Belzor y por qué quería abrazarlos.

—Es una cosa de mamá —dijo Caramon cuando le preguntó—. Ya sabes, asuntos de mujeres. Se reúnen y hablan y hablan, no sé de qué. Fui una vez, pero me quedé dormido.

Rosamun nunca le dijo a Raistlin nada acerca de Belzor, con gran contrariedad del joven, que se planteó la posibilidad de sacar él mismo el tema a colación. No lo hizo por temor a que ello significara tener que hablar con Judith, y Raistlin evitaba en lo posible el contacto con ella. El maestro estaba de viaje para asistir a la asamblea de magos y la escuela había cerrado hasta el otoño, de modo que el aprendiz pasaba los días plantando, cultivando y aumentando su colección de hierbas. Empezaba a tener cierta reputación entre los vecinos por sus conocimientos como herbolario, y el joven vendía lo que no necesitaba para sus trabajos, contribuyendo así a los ingresos familiares. Se olvidó por completo de Belzor.

Aquel verano, la familia Majere fue feliz y próspera, y los gemelos guardarían su recuerdo como una época dorada que quedaría aún más marcada en su memoria a causa de la negrura que se avecinaba.

Raistlin y Caramon iban andando por el camino que llevaba a Solace desde la granja de Juncia.

Caramon volvía del trabajo y Raistlin había ido a la finca para entregar un abultado manojo de espliego seco. Sus ropas aún conservaban la agradable fragancia de la planta aromática y, a partir de entonces, el joven fue incapaz de soportar el olor a lavanda.

Estando ya cerca de Solace, un niño los vio y empezó a agitar los brazos al tiempo que echaba a correr hacia ellos. Llegó, jadeante, junto a los hermanos.

—Hola, pequeño Ned —saludó Caramon, que conocía a todos los crios de la ciudad—. No puedo jugar a la pelota goblin ahora, pero después de cenar, si quieres...

—Calla, Caramon —instó Raistlin, lacónico. El niño tenía los ojos muy abiertos y con una expresión tan solemne como una cría de búho—. ¿Es que no te das cuenta? Pasa algo malo.

—¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido?

—Ha habido un accidente —consiguió articular el crío, falto de aliento—. Vuestro... Vuestro padre...

Habría añadido algo más, pero se había quedado sin auditorio. Los gemelos habían echado a correr hacia casa. Raistlin mantuvo el ritmo rápido durante una corta distancia, pero ni siquiera el miedo y la adrenalina consiguieron insuflar energía a su débil cuerpo demasiado tiempo. Se quedó sin fuerzas y no tuvo más remedio que aminorar la marcha. Caramon continuó corriendo pero, al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que se había quedado solo. Se paró para mirar hacia atrás y Raistlin le indicó por señas que prosiguiera él.

La preocupada mirada del mocetón pareció preguntar a su gemelo si estaba seguro. «Lo estoy», respondieron los ojos del Raistlin.

Caramon asintió con la cabeza, se volvió y reanudó la carrera. Raistlin continuó tan deprisa como le era posible; era tal su ansiedad que se le había hecho un nudo en el estómago, y sentía tanto frío que estaba temblando a pesar del sol estival. Al joven le sorprendió su reacción. No imaginaba que profesara tanto afecto por su padre.

Habían traído a Gilon en una carreta desde el Pico del Orador hasta Solace. Cuando Raistlin llegó a casa se encontró con que Gilon seguía tendido en la carreta, alrededor de la cual se agolpaba una multitud. Al divulgarse la noticia del accidente, todos los vecinos que podían dejar su trabajo habían acudido corriendo y contemplaban al desdichado hombre con una mezcla de horror y curiosidad.

Rosamun estaba junto a la carreta; sostenía la ensangrentada mano de su esposo entre las suyas y sollozaba. La viuda Judith se encontraba a su lado.

—Ten fe en Belzor —decía la mujer—, y tu marido sanará. Ten fe.

—La tengo —musitaban los pálidos labios de Rosamun una y otra vez—. Tengo fe. Oh, mi pobre esposo, te pondrás bien. Tengo fe...

Las personas que estaban cerca se miraban entre sí y sacudían la cabeza. Alguien fue en busca del dueño del establo, que supuestamente sabía cuanto había que saber sobre huesos rotos. Otik llegó de la posada, su rechoncha cara macilenta y apesadumbrada; traía una botella de su mejor brandy, que por costumbre ofrecía en cualquier emergencia médica.

—Ponedlo en una camilla y atadlo —dijo la viuda Judith—. Lo subiremos por la rampa. Lo curaremos mejor en su propia casa.

Un enano, un vecino al que Raistlin conocía de vista, la miró con el ceño fruncido.

— ¿Estás chiflada, mujer? —replicó—. ¡Zarandeándolo así de acá para allá lo matará!

— ¡No morirá! — lo contradijo la viuda en voz alta—. ¡Belzor lo salvará!

Los vecinos que estaban alrededor intercambiaron miradas. Algunos pusieron los ojos en blanco, pero otros parecieron interesados y prestaron atención.

—Entonces más vale que se dé prisa —rezongó el enano, que se puso de puntillas para asomarse a la carreta.

A su lado había un kender que no dejaba de dar brincos y gritaba:

— ¡Déjame mirar, Flint! ¡Quiero verlo!

Caramon se había subido a la carreta. Nervioso e impotente, con el semblante casi tan pálido como el de su padre, se agachó junto a Gilon. Al ver las espantosas heridas —las costillas rotas del hombretón asomaban a través de la carne y una pierna era poco más que un amasijo de sangre y huesos machacados— un gemido hondo, como el de un animal, escapó de sus labios.

Rosamun no reparó en su afligido hijo. Seguía paralizada junto a la carreta, sosteniendo la mano de Gilon y musitando frenéticamente algo sobre tener fe.

— ¡Raist! —gritó Caramon con voz hueca mientras miraba en derredor, dominado por el pánico.

—Aquí estoy, hermano —musitó quedamente Raistlin. Se encaramó a la carreta, junto a Caramon.

El mocetón aferró la mano de su gemelo con gratitud y soltó un suspiro estremecido.

— ¡Raist! ¿Qué podemos hacer? Hemos de hacer algo. ¡Piensa!

—No hay nada que hacer, hijo —lo consoló bondadosamente el enano—. Excepto desear lo mejor a tu padre en su tránsito.

Raistlin examinó las heridas y al punto comprendió que el enano tenía razón. Lo sorprendente era que Gilon hubiera aguantado vivo tanto tiempo.

—Se dice que en los viejos tiempos, antes del Cataclismo, había clérigos en Ansalon —comentó Otik—. Rezaban a sus dioses y, con la intervención divina, curaban heridas tan horribles como éstas. Todos esos clérigos desaparecieron misteriosamente justo antes de que los dioses arrojaran la montaña de fuego y jamás regresaron. Es una de las razones de que la gente afirme que las propias deidades no volvieron nunca.

— ¡Belzor está aquí! — clamó con voz estridente la viuda Judith—. ¡Belzor sanará a este hombre!

«Pues debe de deleitarse con el sufrimiento, porque se lo está tomando con calma», pensó amargamente Raistlin.

— ¡Padre! —llamó Caramon.

El sonido de la voz de su hijo hizo que Gilon entreabriera los ojos y los moviera de un lado para otro, buscando a sus muchachos, ya que le era imposible girar la cabeza.

Los localizó y prendió la mirada en ellos.

—Cuidad... de vuestra madre —consiguió susurrar. Una espuma sanguinolenta se escurrió entre sus labios.

Caramon estalló en sollozos y hundió el rostro en la mano.

—Lo haremos, padre —prometió Raistlin.

La mirada de Gilon envolvió a sus dos hijos, como si los abrazara. Logró esbozar una fugaz sonrisa y después giró los ojos hacia Rosamun. Empezó a decir algo, pero un espasmo lacerante lo sacudió y el dolor le hizo cerrar los ojos; soltó un profundo gemido y se quedó muy quieto.

El enano se despojó del sombrero con gesto solemne y lo puso contra su pecho.

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