Raistlin, el aprendiz de mago (16 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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Raistlin se dispuso a mojar la pluma en el tintero, pero entonces vaciló al ser presa de una sensación de náusea que rozaba el pánico. Todo lo que les habían enseñado pareció borrarse de su mente, deslizándose como la mantequilla al derretirse en una sartén caliente. ¡Era incapaz de recordar cómo se deletreaba «Magus»! La pluma tembló entre sus dedos sudorosos. El muchacho miró de reojo, a través de los párpados entrecerrados, a los otros dos. —He acabado

—dijo Gordon.

Tenía los dedos llenos de tinta y se las había ingeniado para salpicarse la cara también, de manera que las manchas negras ocultaban sus pecas. Tendió el pergamino, en el que había escrito la palabra «Magos». Al echar una ojeada de soslayo al pergamino de Jon, Gordon había tachado «Magos» y había escrito a continuación «Magus».

—He acabado —reiteró Gordon en voz alta—. ¿Y ahora qué pasa?

—En lo referente a ti, nada —repuso Theobald con expresión severa.

— ¡Pero he escrito la palabra tan bien como él! —protestó el chico, malhumorado.

— ¿Es que no has aprendido nada, muchacho estúpido? —replicó el maestro, furioso—. Una palabra mágica debe escribirse perfectamente, deletrearla correctamente la primera vez. No sólo estás escribiendo con la sangre del cordero, sino con la tuya propia. La magia fluye a través de ti a la pluma, y de ésta al pergamino.

—Oh, a la mierda —barbotó Gordon, que tiró la tira de piel al suelo.

Jon Farnish escribía con aparente facilidad, deslizando suavemente la pluma sobre la piel de oveja; se había manchado el índice derecho con tinta. Su escritura era legible, pero tendía a hacerla apelotonada y pequeña.

Raistlin mojó la pluma y empezó a escribir con letras marcadamente puntiagudas, gruesas y grandes, las palabras «Yo, Magus».

Jon Farnish se sentó erguido con una expresión satisfecha en el rostro. Raistlin, que terminaba en ese momento, levantó la cabeza al oír que el otro chico daba un respingo.

Las palabras escritas en la piel de oveja que Jon tenía delante empezaban a brillar. Era un fulgor débil, de un apagado tono rojo anaranjado, como una chispa recién prendida que luchara por sobrevivir.

— ¡Diantre! —exclamó Gordon, impresionado. Esto casi compensaba lo de la falta del demonio.

—Bien hecho, Jon —felicitó efusivamente el maestro. Rojo de placer, el muchacho contempló, sobrecogido, el pergamino, y luego se echó a reír. — ¡Tengo el don! —gritó.

Maese Theobald volvió la vista hacia Raistlin. Aunque procuraba mostrarse preocupado, una comisura de sus labios se curvó.

Las palabras escritas por Raistlin sobre la piel de oveja continuaban negras.

El muchacho apretó la pluma con tanta violencia que la partió por arriba. Apartó los ojos del exultante Jon Farnish, hizo caso omiso del gesto burlón de Gordon, alejó de su mente la mordaz expresión de triunfo del maestro. Se concentró en las palabras «Yo, Magus» y elevó una plegaria:

«Dioses de la magia, si realmente sois deidades y no solamente lunas, no permitáis que fracase, no dejéis que vacile».

Se sumergió en sí mismo, en el propio núcleo de su ser, y juró:
«Esto será mi vida, porque es lo
único importante en ella. Este instante lo es todo, porque he nacido para él. Y, si fracaso,
moriré, porque para mí no existe nada más».

« ¡Dioses de la magia, ayudadme! Os dedicaré mi vida, os serviré siempre. Daré gloria a vuestros nombres. ¡Ayudadme, por favor, ayudadme!»

Oh, cómo lo deseaba. Había trabajado duramente, durante tanto tiempo, para conseguirlo.

Enfocó todo su ser en la magia, concentró toda su energía en ella, y su frágil cuerpo empezó a acusar el esfuerzo. Se sentía mareado, débil. Sus ojos nublados vieron el globo de luz dividiéndose en tres esferas; el suelo se movía bajo él. Agachó la cabeza, desalentado, y la apoyó sobre la mesa.

La piedra estaba fría y dura bajo su febril mejilla. Cerró los ojos para contener las ardientes lágrimas que pugnaban por escapar. Todavía veía, impresos en los párpados, los tres globos de luz mágica.

Y entonces contempló, estupefacto, que dentro de cada esfera había una persona.

Uno era un apuesto joven vestido por completo con ropas blancas que fulgían con un brillo plateado. Era fuerte y musculoso, con la constitución de un guerrero, y llevaba en la mano un cayado de madera rematado por una dorada garra de dragón que sostenía un diamante.

Otro era también un joven, pero no apuesto, sino grotesco. Tenía la cara tan redonda como una luna, sus ojos eran unos pozos secos, oscuros y vacíos. Iba vestido con ropajes negros y sostenía en las manos un orbe de cristal, dentro del cual se arremolinaban las cabezas de cinco dragones de diferentes colores: rojo, verde, azul, blanco y negro.

Entre ambos había una bella joven de cabello tan negro como ala de cuervo, con un mechón blanco. Sus vestiduras tenían el profundo color rojo de la sangre, y en sus brazos sostenía un libro grande encuadernado en piel.

Los tres eran inmensamente diferentes, extrañamente semejantes.

— ¿Sabes quiénes somos? —preguntó el hombre vestido de blanco.

Raistlin asintió, vacilante. Los conocía, aunque ignoraba cómo o por qué.

Nos rogaste ayuda con una oración, mas hay muchos que pronuncian nuestros nombres sólo con los labios, no con el corazón. ¿Crees de verdad en nosotros? —preguntó la mujer de roja túnica.

Raistlin meditó esta pregunta.

Vinisteis a mí, ¿no? —respondió finalmente. La mañosa respuesta desagradó al dios de la luz y al de la oscuridad. La actitud del hombre con la cara de luna se tornó más fría, y la del hombre de ropas blancas se hizo áspera. Sin embargo, la mujer de ropas rojas estaba complacida y le sonrió.

—Eres muy joven —dijo severamente Solinari—. ¿Comprendes la promesa que nos has hecho, el juramento de servirnos y glorificar nuestros nombres? Hacer tal cosa irá en contra de las creencias de muchos y quizá te ponga en peligro mortal.

Lo comprendo —respondió Raistlin sin vacilación. Nuitari fue el siguiente en hablar con una voz que semejaba esquirlas de hielo:

—¿Estás preparado para hacer los sacrificios que te exigiremos?

—Lo estoy —contestó firmemente el muchacho, que para sus adentros añadió: «Después de todo, ¿qué más podéis pedirme que no os haya dado ya?».

Los tres oyeron su pensamiento y Solinari sacudió la cabeza mientras Nuitari esbozaba una mueca siniestra.

Lunitari miró a Raistlin con regocijo. Su risa ondeó a través de él, alborozada, despertando su inquietud.

—En realidad no lo entiendes. Y, si pudieras presagiar lo que se te pedirá en el futuro, saldrías corriendo de aquí y no regresarías jamás. No obstante, te hemos observado y nos has impresionado. Te concedemos lo que pides con una condición: recuerda siempre que nos has visto y has hablado con nosotros. Jamás niegues tu fe en nosotros o seremos nosotros los que te negaremos a ti.

Los tres globos de luz se fundieron en uno solo y adquirieron la apariencia de un ojo, con el borde blanco, el iris rojo y la negra pupila. El ojo parpadeó una vez y después permaneció muy abierto, con una mirada fija.

Las palabras «Yo, Magus» fueron lo único que Raistlin vio entonces, negras sobre la blanca piel de oveja.

— ¿Te encuentras mal, Raistlin? —oyó la voz del maestro, pero como si llegara a través de una densa niebla.

« ¡Callad! — musitó para sí el muchacho—. ¿Es que el necio no sabe que están aquí? ¿No se da cuenta de que están observando, esperando?»

—Yo, Magus —susurró en voz alta. Negro sobre blanco, que imbuyó con la sangre de su corazón.

Las negras letras empezaron a brillar, rojizas, como la espada tendida sobre el fuego de la forja de un herrero. El fulgor se intensificó más y más hasta que las palabras «Yo, Magus» quedaron trazadas con llamas. La piel de oveja se ennegreció, se retorció y se consumió. El fuego se apagó.

Raistlin, exhausto, se tambaleó sobre el asiento. En la mesa de piedra, ante él, no quedaba nada salvo una mancha carbonizada y pavesas grasientas. En su interior ardía un fuego que jamás se consumiría, quizá ni siquiera con la muerte.

Oyó un ruido, una especie de graznido ahogado. Maese Theobald, Gordon y Jon lo miraban de hito en hito con los ojos desorbitados y boquiabiertos.

Raistlin se levantó del asiento e hizo una cortés reverencia al maestro.

— ¿Tengo permiso para retirarme ahora, señor?

Theobald asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Tiempo después relató lo ocurrido en la asamblea de magos, contó el extraordinario examen llevado a cabo por uno de sus alumnos, explicó cómo la piel de oveja había sido devorada por las llamas. Añadió, con la debida modestia, que su destreza como maestro había inspirado, indudablemente, a su joven alumno, dando por resultado tal milagro.

Los otros magos lo escucharon con escepticismo; que se supiera, nunca había ocurrido algo parecido y les costaba trabajo creer que un alumno tan joven estuviera tan dotado para el arte.

Un hechicero sí le creyó: Antimodes. Más tarde se ocupó de informar a Par-Salian, que anotó el incidente, con un asterisco, junto al nombre de Raistlin en el libro donde llevaba el registro de todos los estudiantes de magia de Ansalon.

Esa noche, cuando los otros dormían ya, Raistlin se arrebujó en la gruesa capa y se escabulló al exterior.

Había dejado de nevar y las estrellas y las lunas salpicaban el negro firmamento como las joyas de una dama. Solinari era un reluciente diamante; Lunitari, un fulgurante rubí. Nuitari, ébano y ónice, era invisible, pero estaba allí. Estaba allí.

La nieve resplandecía blanca, pura, incólume bajo el suave fulgor de las estrellas y las lunas.

Los árboles proyectaban dobles sombras que veteaban el blanco con negro, y éste matizado con rojo.

Raistlin alzó la mirada hacia las lunas y se echó a reír; un sonido repicante que levantó ecos entre los árboles, que llegó hasta el propio cielo. Salió corriendo hacia el bosque, pisando la blanca e impecable nieve, dejando su rastro, su huella.

Libro 3

«La magia está en la sangre, fluye del corazón. Cada vez que la utilizas, parte de ti mismo desaparece con ella. Sólo cuando estés preparado para entregarte sin recibir nada a cambio, la magia te servirá»

Theobald Morath Beckman, maestro

1

Raistlin estaba sentado en el taburete de la clase, inclinado sobre el pupitre, copiando laboriosamente un conjuro. Era uno de sueño, sencillo para un hechicero experto, pero todavía muy lejos del alcance de un joven de dieciséis años por muy precoz que fuera. Raistlin sabía que era así porque, aunque lo tenía prohibido, había intentado ejecutarlo.

Equipado con su libro de hechizos elementales, que había sacado a escondidas de la escuela, oculto debajo de su camisa, y con el componente requerido para su ejecución, Raistlin había tratado de lanzar el hechizo de sueño sobre su intranquilo pero invariablemente leal gemelo.

Tras pronunciar las palabras, había arrojado la arena a la cara de Caramon y había esperado.

¡Estate quieto, Caramon! Baja las manos. ¡Pero, Raist, tengo arena en los ojos! ¡Se supone que te tienes que dormir! Lo siento, Raist. Supongo que no estoy cansado. Y ya es casi hora de cenar.

Con un profundo suspiro, Raistlin volvió a dejar el libro en su sitio, en el pupitre, y la arena, en el frasco del laboratorio. No tuvo más remedio que admitir que quizá maese Theobald sabía lo que se decía... al menos en esta ocasión. Realizar un conjuro requería algo más aparte de las palabras y la arena. Si sólo fuera eso, hasta Gordon habría sido un hechicero y no estaría sacrificando ovejas, como hacía ahora.

La magia sale de dentro —explicó maese Theobald—. Empieza en el núcleo de vuestro ser y fluye hacia el exterior. Las palabras recogen la magia tal como surge desde vuestro corazón y va a vuestro cerebro y, desde allí, a la boca. Al pronunciar las palabras dais forma y sustancia a la magia y, en consecuencia, realizáis el hechizo. Las palabras pronunciadas por una boca vacía no tienen más resultado que mover los labios.

Aunque Raistlin albergaba la seria sospecha de que el maestro había copiado esta disertación de otra persona (de hecho, al cabo de los años la encontró en un libro escrito por Par-Salian), el joven aprendiz se quedó impresionado por su significado y anotó las frases en la primera página de su libro de hechizos.

Aquella exposición estaba presente en sus pensamientos mientras copiaba —por centésima vez— el conjuro en un trozo de papel, como preparación para escribirlo después en su libro elemental. Este libro elemental, encuadernado en piel, se le entregaba a cada aprendiz de mago que había superado el primer examen. El novicio tenía que copiar en su libro todos los conjuros que aprendía de memoria, además de tener que saber cómo pronunciar correctamente las palabras del hechizo y cómo escribirlas en un pergamino, y también conocer y haber recogido cualquier componente que requería dicho conjuro.

Cada trimestre, maese Theobald examinaba a los aprendices —había dos en su escuela, Raistlin y Jon Farnish— de los conjuros que habían aprendido. Si los estudiantes los hacían a satisfacción del maestro, se les permitía escribirlos en sus libros elementales. Ayer mismo, al final de trimestre de primavera, Raistlin había tenido el examen de su nuevo conjuro y lo había pasado con facilidad. Por el contrario, Jon había fallado al bailar dos letras en la tercera palabra.

Maese Theobald dio permiso a Raistlin para que copiara el conjuro —el mismo hechizo de sueño que había intentado lanzar sin éxito— en el libro. El maestro mandó a Jon Farnish que copiara el conjuro doscientas veces, hasta que aprendiera a escribirlo correctamente.

Raistlin conocía este hechizo de cabo a rabo, al derecho y al revés, y habría sido capaz de escribirlo empezando por detrás y mientras hacía el pino. Sin embargo, era incapaz de que funcionara. Incluso había rezado a los dioses de la magia pidiéndoles ayuda, como había hecho durante el examen elemental. Pero los dioses no comparecieron.

El joven no dudaba de las deidades, sino de sí mismo. Tenía que ser un fallo suyo, algo que estaba haciendo mal. Y así, en lugar de copiar el hechizo en su libro, Raistlin estaba haciendo lo mismo que Jon Farnish: escribir una y otra vez las mismas palabras, trazar meticulosamente cada letra hasta estar convencido de que no había cometido ni el más mínimo error.

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