Qumrán 1 (8 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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Vivía yo en Jerusalén, en un lugar particular y vedado a la mayoría de la gente, y si existe todavía un lugar inmaculado en este mundo es Mea Shearim, atrapado entre la ciudad vieja de Jerusalén y la nueva ciudad judía. El barrio parece haber sido construido por los propios judíos para aislarse de los demás judíos, como si su voluntad de diferencia nunca debiera apaciguarse. Ciertamente, aquel lugar es un anacronismo, pues está al margen del Estado, de la sociedad y de todo lo que compone la realidad de Israel. Y en verdad éramos un residuo. Y tal vez desapareciéramos con el tiempo. Pero tal vez, también, el porvenir estaba de nuestro lado y, a pesar de todo, íbamos a perdurar, por nuestra fe y nuestra natalidad también, pues nuestras familias eran numerosas como las estrellas en el cielo y como la arena ante el mar, y habían crecido y se habían multiplicado como Dios, nuestro Dios, había ordenado.

Era una larga arteria flanqueada de casas bajas cuya arquitectura recordaba el estilo de la Europa central, con los inclinados techos de las regiones lluviosas —en un país donde cada gota de lluvia es una bendición, una celebración litúrgica—, con portales de hierro forjado, minúsculos balcones y patios recónditos. En la entrada del barrio, el eterno mendigo, el judío errante cubierto con su pesado abrigo negro y su amplio sombrero, tendía su escudilla, sentado en el suelo al pie de un cartel que anunciaba en inglés, en yidis y en hebreo: «Muchacha judía, la Torá te ordena que vistas con modestia. Es conveniente que las faldas lleguen por debajo de las rodillas y que las mujeres casadas lleven la cabeza cubierta. Rogamos a los visitantes que no ofendan nuestros sentimientos religiosos recorriendo nuestras calles con vestimenta indecente».

Para los pocos miles de judíos de Mea Shearim, el reloj del tiempo sigue señalando la hora de los guetos de Europa central, algo que, en su mayoría, sefarditas o sabrás, no conocieron, pero que inventan a fuerza de
strudel
y de yidis, pues la lengua sagrada no puede utilizarse para uso profano, ni convertirse en verbo de la inevitable trivialidad de las cosas y los gestos de la vida cotidiana. Mea Shearim tiene una extensión de varios kilómetros cuadrados, y su nombre significa, en hebreo, «las cien puertas». Algunos dicen que, durante su construcción, en la segunda mitad del siglo XIX, por los judíos húngaros, las ventanas y las terrazas habían sido dispuestas, adrede, hacia el interior de los patios, y sólo algunas puertas daban al exterior, para mantener a los malandrines y a los incrédulos fuera de los muros de la fortaleza.

Cuando penetré allí por primera vez, tenía diecisiete años. Mis padres no iban nunca. No era un barrio para ellos. Me vi sorprendido, primero, por la extrema densidad de la población, y por la multitud nerviosa y apresurada que hormigueaba por las estrechas callejas, el paso acompasado del hasid, su ritmo regular e imperturbable a pesar de la compacta muchedumbre: una masa pintoresca, barbuda y voluble que no había dejado de desplazarse, con la mirada fija, a mi entender, hacia las eternidades. En medio de la calle, viejos rabinos se detenían en cualquier momento para discutir durante horas una palabra del Talmud, bloqueando la circulación, sin lanzar una mirada al exterior, rodeados poco a poco por una multitud de jóvenes, pálidos y serios, que argumentaban con ardor. Eran los
bahurim
, estudiantes de las
kollelim y
de las
yeshivoth
. Pronto me reuniría con ellos y aumentaría las filas de aquellas curiosas escuelas sin diploma y sin otro objetivo que el de penetrar algo más en el universo de la comunión divina.

En aquella época, creía yo que toda la población del barrio consagraba su vida al estudio y a las celebraciones de la vida judía. No planteaba la cuestión económica: todo aquello parecía tener un aura mágica, impenetrable. Descubrí más tarde que la mitad de los habitantes consagraban a ello, efectivamente, su tiempo y sus medios, pero la otra mitad se dedicaba a mantenerlos, y lo hacía con pequeños oficios que les permitían llevar una vida regular respetando la ley: eran escribas, matarifes, circuncidantes, guardias de los baños rituales, fabricantes de pelucas y de mezuzoth, sombrereros y gorreros, orfebres y artesanos que trabajaban el metal para los candelabros del Sabbath y de Hanuka, o diversos objetos ornamentales de madera, piedra, seda y terciopelo. Vivían también de las subvenciones de las comunidades extranjeras y, más especialmente, de los subsidios de Williamsburg, barrio hasídico de Nueva York. De este modo, los demás, los que estudiaban, podían llevar una vida a menudo precaria, pero no se morían de hambre. Y el estudio era todo lo que sabían hacer en este mundo. Ya a la edad de cinco años, aprendían la Torá. A los doce conocían ya el Talmud y, luego, la emprendían con la Cábala, pero sólo hacia los cuarenta años eran dignos de sumirse en los textos místicos del Zohar, el
Libro del Esplendor
.

Tampoco sabía yo hasta qué punto, bajo esta unidad de apariencia física y de modo de vida, se ocultaba una infinita diversidad de tendencias. Tras cada pequeño detalle, un pantalón vuelto sobre las medias, o agarrado a la rodilla, zapatos negros o botas, chaquetas cortas o largas y abiertas, estriadas o blancas, borsalinos,
shtreimels
o gorras a la rusa, había una dinastía, una escuela de pensamiento distinta y costumbres particulares.

Envidiaba a quienes habían tenido la suerte de conocer la tradición desde su más tierna infancia. Yo hube de ponerme al día, en poco tiempo. Pensaba que había carecido de educación y que era preciso rehacerme, iniciándolo todo desde el comienzo. Pero también ahí ignoraba hasta qué punto estaba predispuesto a llegar hasta ese último refugio, esa inexpugnable ciudadela, ese mundo en el que soñadores ancianos, tocados con el shtreimel, luciendo largas barbas y vistiendo oscuras levitas, arrastraban de la mano una caterva de hijos, hermanos y hermanas nacidos con nueve meses de diferencia; un pueblo hierático, de paso apresurado y rostros similares, pálidos y enmarcados por largos bucles en espiral; un palacio insólito en el que brillaban la seda y el terciopelo, un lugar anticuado en el que se movían, al mismo compás de los personajes del siglo XVIII, muchachas con pañoleta y mujeres que llevaban peluca y sombrero, con los hombros cubiertos por chales, las piernas ocultas bajo largas faldas y los tobillos aprisionados por medias de lana. Cuarenta grados a la sombra, y el invierno polaco, el calor de Oriente bajo el más austero y gélido recuerdo del más pálido de los Occidentes, el de la primera mitad del siglo XVIII en Podolia, durante los sermones y los pogromos, el del culto al odio destilado, inseminado en cada matriz para contaminar a los recién nacidos y preparar así, lenta pero seguramente, la abominable catástrofe de los siglos siguientes. Entonces, ciertamente, el único refugio era estar en casa de uno, en las cien puertas, en el interior de la propia comunidad, el lugar por excelencia, precaria barricada contra todos los ataques, polo familiar donde se encontraban los infelices de todas las edades, el rabino y los parnasos, el judío detestado y su familia pobre y rechazada, y el estudio y la enseñanza para unirlos. Frente al texto, en las cien puertas, cada cual podía sentirse dueño de su destino, iniciado tanto tiempo atrás, y rico de su milenaria cultura; y la comunidad, en las cien puertas, era como un castillo en cuyo interior cada cual era rey y cada cual era subdito, y no esclavo y no mártir.

Llevándose el gueto consigo, en pleno corazón de Israel, no olvidaron tomar también el complemento, la escapatoria: aquella nueva abertura hacia otras aspiraciones, el soplo místico de la Cabala. Se llevaron a las cien puertas la vida y los actos auténticos, y el posible compromiso con el sentido y la intención creadora. Pues lejos, muy lejos de su exilio, habían sabido que para que un acto fuera legítimo, no le bastaba ser deducido de una sucesión de razonamientos lógicos de acuerdo con la tradición; sino que era preciso que, en su misma realización, el acto recibiese en sí toda la profundidad de la intención que preside su nacimiento y su lento desarrollo. Entonces, para protegerse de este mundo, habían inventado el mundo futuro y lo habían llamado el «entusiasmo».

Conocí el entusiasmo antes, incluso, de encontrar el hasidismo. Siempre me había impulsado la exaltación. A veces me poseían una fuerza y un apetito desmesurado. Alguna vez he entrado en trance y he tenido la sensación de una fuerza eterna. Hubiera podido desafiar cualquier obstáculo. Animado por esta fe realicé estudios religiosos pese a las protestas de mis padres. Impulsado por aquel celo me acerqué a los hasidim, pues sabía que sólo ellos podían comprender a los poseídos. ¿Me atreveré a confesarlo? ¿Podré describirlo? Algunas veces he alcanzado un estado próximo a la
devequt
, esa felicidad suprema, esa plenitud que es, para ellos, una regla de conducta.

En mi yeshiva me enseñaron los preliminares necesarios para el éxtasis; supe las técnicas de plegaria propicias para la concentración, la intensa mirada que debe clavarse en las letras de los libros, para unirse a la luz interior del signo hebraico que da vida a la palabra y a la cosa. Conocí los fecundos pensamientos, los ayunos prolongados. Aprendí la exacta dosificación de los polvos de la magia. A veces, basta sólo el vino. Cuando el vino entra, el secreto sale. Cuando es el polvo, todo el ser se eleva.

Era entonces como si me vaciara de mi ser y conseguía perderme, olvidarme a mí mismo y, poseído, ya no me poseía. Liberado de todos los vínculos egoístas que me encerraban en mí mismo, me abría a un esplendor opaco y magnífico. Tenía la impresión de que mi cuerpo se elevaba para entrar en levitación, como si diera un paso más allá de ese yo muerto y abstracto, para intentar llevármelo conmigo hacia el mundo celestial. Con aquella aniquilación, tenía la impresión de alzarme más allá del espacio y el tiempo para vincularme a lo esencial. En un instante, por una eterna serenidad, me unía en furtivo abrazo con el aliento del Absoluto, y encontraba las espléndidas verdades y los sueños de la creación. Contemplaba ideas sublimes. Escribía libros, leía la Torá. Era Moisés y Elias, era a la vez rey y profeta. Mis pensamientos me arrastraban más allá de la vida terrestre hacia el mundo futuro que yo hacía advenir, pues era el Mesías.

Celebrábamos banquetes en los que danzábamos toda la noche, estrechados unos contra otros, alrededor de un brasero, hasta el amanecer, hasta perder el aliento. Nuestros sombreros, ala contra ala, formaban un mar oscuro, un oleaje que ondulaba sin fin. A veces, uno de nosotros se separaba del grupo y bailaba solo en medio del círculo, muy cerca del fuego. Cuando pasaba ante el brasero, no era más que una sombra desarticulada y, a punto de desaparecer, las llamas iluminaban su cara enrojecida: un rostro inflamado por el éxtasis.

A veces, nos reuníamos en un patio, acompañados por una orquesta, y ejecutábamos movimientos de danzas que eran como ensalmos. Algunos virtuosos, que sabían manejar el bastón y la botella, realizaban torsiones y poses expertas, y sabios movimientos de la cabeza y el cuerpo, echados hacia atrás, hasta la posición horizontal. En una de sus figuras, el
volatch
, el primer bailarín intentaba resucitar, con sutiles movimientos, al que se fingía muerto, hasta que terminaban bailando juntos a un ritmo infernal.

Cuando Dios creó al hombre, lo hizo con un encogimiento. Su infinita voluntad se replegó en un ser finito. Dio paso a la criatura por una contracción de sí mismo en sí mismo.
Tsimtsum
. Devuelvo mi yo a la nada, rebajo mi subjetividad, para percibir en su verdad la sabiduría inicial, la del comienzo, con todas las posibilidades, los cambios y las evoluciones incesantes de la voluntad pura. Así, descubro todo lo que no había podido sospechar en mi estado consciente. Hago sitio al otro como otro, a quien zambullido en mí mismo no había visto. Soy el creador a punto de crear con el inefable esbozo del primer gesto. Descubro el mundo divino —la alteridad total, la trascendencia absoluta— actuando en mí.

Pero para ello es preciso practicar un largo ascetismo; renunciar a los valores de este mundo, desinteresarse de uno mismo, librarse del amor propio, del orgullo, del interés personal, y también de la tristeza, pues el llanto hace olvidar a Dios. Hay que hacer el vacío en uno mismo, para poder descifrar todo lo que se encontraba ya allí, en estado latente, sin que se supiera, en los pensamientos, las palabras, los deseos y los recuerdos. Hay que liberar la voluntad cautiva para devolverle toda su fuerza.

Sólo entonces es posible llegar al verdadero conocimiento de las cosas. Al revés de la razón, que reduce los objetos que aprehende a sí misma, por una repetición tautológica de lo mismo, la devequt hace abstracción del yo para contemplar al otro, es decir para tomarlo consigo.

Por ello la devequt era nuestra inteligencia al mismo tiempo que nuestra ética. Era el centro de nuestra vida, el núcleo de la Redención. Pues por ella se presiente y se cumple el Mesías. Como Dios, no se revelará en su totalidad, sino a modo de un retraimiento. Y cuando nos libere, reunirá en cada pensamiento, en cada palabra y cada acto las chispas divinas dispersas en nosotros.

Capítulo 2

«Siembra tu simiente desde la mañana y no dejes descansar tus manos al anochecer —dice el refrán—, pues no sabes si lo conseguirá mejor la mañana o el anochecer, ni si ambos serán igualmente buenos.»

Cuando era hasid, me levantaba pronto por la mañana, cruzaba la ciudad árabe para dirigirme, desde Mea Shearim, al corazón de la ciudad vieja, en el barrio blanco, brillante con los fulgores del alba, que, en un aura fosforescente, envolvía la pequeña Jerusalén. Entonces, sabía adonde iba; y lo hacía a buen paso. Mi corazón palpitaba bajo el brillo de la ciudad; me parecía que me miraba como una novia. De vez en cuando, me invadía una extraña paz, una realización. A veces, mis pasos me guiaban por misteriosos recovecos y me extraviaban en barrios prohibidos. Pero siempre encontraba el camino, el que llevaba al muro. Para acceder a él, era preciso pasar por unas callejas, a menudo oscuras y sinuosas, y siempre era una sorpresa descubrirlo, al volver una esquina, inmenso e inmóvil, velando sobre la ciudad como el más valeroso guardia de Tsahal. No era el muro de las Lamentaciones; no lo era ya. Era el muro del Oeste, el que Herodes había construido alrededor del Templo para protegerlo, y que, por una triste ironía, ya sólo velaba ahora sobre sí mismo. Yo lo besaba. Luego, tocándolo con una mano, rezaba mi plegaria matinal. Por respeto hacia el Templo destruido, cuando había terminado, me alejaba, como hacen los judíos religiosos, retrocediendo para evitar darle la espalda.

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