Apoyó la cabeza contra el tronco del árbol, calculó sus siguientes movimientos y por fin revisó con cautela su cálculo antes de dejarse caer hacia la derecha sobre el codo y forcejear por etapas hasta ponerse boca abajo. Mientras tensaba los brazos, levantaba otra vez el cuerpo y empezaba a avanzar a gatas, el teléfono se le cayó del bolsillo y le hizo detenerse. Se apoyó en los codos y lo agarró con la boca.
Con el teléfono ensangrentado agarrado entre los dientes, se arrastró hasta adentrarse varios metros entre los pinos y la maleza y se quedó tumbado boca abajo mientras las sirenas se aproximaban y por fin llegaban.
Cuando oyó voces que se acercaban, se puso de costado como pudo y vio la ambulancia no muy lejos del sitio por donde había entrado en el pinar y a tres enfermeros que hablaban con dos polis de uniforme, diciendo palabrotas y riendo. Los agentes de la policía de carreteras habían aparcado el coche patrulla justo encima de la enorme mancha que había en el asfalto. Pese a estar lejos, Gambol podía distinguir su propio rastro de sangre.
Se puso boca abajo, se guardó el móvil en el bolsillo con botón de la pechera de la americana, volvió a ponerse a gatas y se alejó todavía más del aparcamiento arrastrando la pierna hasta tumbarse a la entrada de una alcantarilla de cemento, donde se quedó esperando, mirando fijamente hacia arriba, parpadeando rápidamente para mantenerse consciente, mientras los dos equipos concluían que los había hecho acudir algún bromista.
Ninguno de los dos equipos se quedó mucho rato. Cuando pasaron por encima de la alcantarilla, él oyó los tumbos que daban sus vehículos en la carretera que tenía sobre la cabeza.
Tuvo problemas para desabotonarse el bolsillo interior de la americana y más problemas todavía para pulsar los botones de su teléfono. Volvió a contactar con Juárez.
—¿Has encontrado a alguien?
—Me falta poco. No te me vayas. Creo que podemos sacarte de ahí. Conozco a una veterinaria en Madrona.
—Estoy en una alcantarilla. No puedo mover las piernas.
—Joder, tío, llama a una ambulancia.
—Los ha llamado Luntz. Han venido y se han ido.
—¡Llámalos otra vez!
—Y una puta mierda.
—¿Quieres llamarlos otra vez, por favor?
—Estoy al final del asfalto, en una arboleda.
—Vuelve a decirme… carretera 70.
—El área de servicio de al lado del Tastee-Freez que hay al norte de
Oroville.
—Lo estoy apuntando.
—Estoy en una alcantarilla que hay debajo de la carretera. ¿Lo tienes?
—No te alejes de ese teléfono.
—Aquí lo tengo. Manda a alguien.
—Lo voy a intentar. Pero ¿qué pasa si no puedo?
—Entonces cómete el hígado de ese cabrón mientras él mira.
—Te lo prometo.
Gambol cerró el teléfono.
Se las apañó para sentarse con la espalda apoyada en el lado de la alcantarilla. Corría una brisa helada. Los vehículos pasaban retumbando por encima. Se dejó el móvil sobre el regazo, se rasgó la pernera ensangrentada del pantalón y echó un vistazo a la boca morada y sin labios que había estallado en su carne. Apretó el cinturón cuanto pudo, pero tenía las manos dormidas y la herida pareció encharcarse y derramar sangre, sorberla de nuevo, encharcarse y derramar sangre, de forma suave pero implacable.
Sonó el teléfono. Lo cogió con los dedos y se lo llevó a la mejilla.
—Te dije que conocía a alguien —dijo Juárez—. Te estoy mandando a una veterinaria.
Gambol abrió los labios. No le salió nada.
—¿Estás ahí?
—Sí.
—Te he encontrado a una veterinaria. Treinta minutos. Ahora no te muevas, ¿eh? No te escapes.
Gambol no consiguió reírse. Intentó decir «sí» una vez más, pero no se le movieron los labios.
Se quedó adormilado, se despertó, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, vio que un arroyuelo de su propia sangre se alejaba de él en dirección a la tierra que había acumulada en el surco de la alcantarilla, y desaparecía de nuevo bajo las agujas marrones apelmazadas de los pinos. Levantó la mano para mirarse el reloj de pulsera, pero no consiguió llevársela hasta la cara.
—Eh… —dijo, pero con voz muy débil. Apenas pudo oírse él mismo.
Rodeó con los dedos el teléfono que tenía en el regazo. El teléfono se le escurrió con un golpe sordo que arrancó ecos dentro del cilindro de hormigón y él se permitió desplomarse encima. Ahora la boca le quedaba junto al teléfono. Tenía un dedo en el botón. Necesitaba el dedo para pulsarlo. No le estaba saliendo.
No pasaba nada. Si conseguía mantener los ojos abiertos, era que no estaba muerto. Tumbado boca abajo, se quedó mirando cómo el espectáculo rojo de su vida le pasaba al lado de la cara y se alejaba de él por la tierra. Era lo único que tenía que hacer ahora. Tenía que seguir mirando la sangre.
En la cafetería, Luntz permaneció sentado muy quieto con los codos sobre la barra y la carta delante de la cara.
—¿Va a pedir algo o no? —le preguntó la camarera.
—¿Hay un sitio por aquí que se llame Feather River Tavern?
—No lo sé.
—¿Feather River Café, o algo parecido?
—Creo que no. ¿Va a pedir algo o no?
—Un té helado —dijo, y fue por segunda vez al lavabo de hombres.
Se lavó las manos, se salpicó la cara con agua fría y se secó con el aire caliente que salía de un tubo. Se fumó medio cigarrillo dando varias caladas rápidas y tiró el resto al retrete, luego salió por la puerta y descolgó el auricular de la cabina telefónica que había a un lado de los lavabos.
Shelly contestó y aceptó el coste de la llamada.
—Eh. Soy yo —dijo.
—¿A qué viene este cobro revertido? —dijo Shelly—. ¿Estás en algún sitio raro?
—Estoy cerca de Oroville.
La oyó suspirar.
—Escucha. Shelly, escucha. Me he metido en un rollo muy chungo con un tipo que conozco más o menos. Un tipo que me iba a hacer daño. Y creo que va a ir gente a verte, Shelly. De hecho, yo contaría con ello. Sí.
—¿Quieres decir policías?
—Una gente.
—¿Gente?
—Es grave.
—Jimmy, por el amor de Dios. ¿Oroville? ¿Qué es Oroville? ¿Qué ha pasado?
—Me gustaría saberlo.
—¿No lo sabes?
—Ojalá te lo pudiera decir. Pero si alguien pregunta por mí… tú solo diles que me fui hace mucho tiempo y que te dije que no iba a volver nunca.
Él oyó la respiración de ella en su oído y nada más.
—Shelly, es un desastre. Lo siento.
—Vaya, y con sentido se arregla todo, ¿verdad?
—Debes de tener un cabreo de todos los demonios.
—Pues sí, más bien.
—Lo siento, chata —dijo él, y colgó.
—¿Cuánto es el té? —le preguntó a la camarera mientras se volvía a sentar.
—Uno cincuenta. ¿No se lo va a beber?
—Ponme un paquete de Camel normales, por favor.
La billetera de Gambol era tan gruesa que Luntz tuvo que ponerse de pie para sacársela como pudo del bolsillo delantero de los pantalones. Y estaba llena sobre todo de billetes de cien. Encontró uno de veinte.
—Puede que haya una Feather River Inn —dijo ella—. Un poco más allá por la carretera del Feather River.
Luntz se guardó la billetera.
—Ya no hace falta —dijo.
Luntz estaba sentado dentro del coche en el aparcamiento de la cafetería, escuchando una tertulia deportiva de la onda media y dando gracias por lo que tenía: cuarenta y tres billetes de cien dólares y algunos pequeños, además de una billetera con una etiqueta dentro que decía «Piel de becerro auténtica» y muchas tarjetas de crédito. Las tarjetas tenían que desaparecer.
Y probablemente el coche. Y sin duda la pistola.
Desplegó con manos temblorosas los nuevos y flamantes billetes de cien. La deuda que tenía con Juárez no ascendía a mucho más que aquello.
Antes de marcharse abrió el maletero del Caddy para ver qué más le podía haber legado Gambol. Levantó la tapa, encontró un abultado macuto de lona blanca y abrió la cremallera.
Dentro del macuto había una escopeta con empuñadura de pistola y cañón cromado reluciente y cinco, seis… siete cajitas con la etiqueta «perdigón del 00» y unos ocho o diez cartuchos en cada caja.
Un coche patrulla verde claro pasó lentamente por el otro extremo del aparcamiento. Era del condado. Luntz cerró la cremallera y después el maletero.
En el primer pueblo por donde pasó compró una tarjeta telefónica de cincuenta dólares en un Safeway y llamó a información en la cabina que había delante de la tienda.
—Alhambra, California. Taverna Dooley. No. Espera un momento.
Dooley es como un apodo. Es O'Doul's. D-O-U-L. En Alhambra.
—Por un coste adicional de cincuenta centavos le conectamos —dijo el teléfono.
Encendió un cigarrillo, dio una calada larga y soltó una bocanada de humo en dirección al mundo. Respiró aire limpio un par de veces y pulsó los botones.
—Quiero hablar con Juárez.
—Aquí no hay ningún Juárez.
—Está en el último reservado, con el Hombre Alto y esa chica flaca con la que va el Hombre Alto y que antes hacía strip-tease en el Top Down Club. Dile que soy Jimmy Luntz. Dile que le debo dinero.
Juárez se puso al teléfono y dijo «Jimmy» en un tono de voz de prueba.
—¿A qué no sabes qué ha pasado? Me he cargado al viejo Gambol en un área de servicio de la autopista 70.
Notó que Juárez estaba sumido en sus pensamientos, asimilando esta información.
—Jimmy, dices que eres Jimmy —repitió Juárez.
—Prueba a pasarte cinco horas en un coche que no va a ningún lado, y de pronto, mira, ahora que lo pienso, paremos aquí y saquemos una barra de hierro del maletero y te hacemos una pequeña fractura múltiple por debajo de la rodilla… Pruébalo.
—Jimmy qué. O sea, recuérdame tu apellido —dijo Juárez.
—Yo le dije que fuéramos a ver a Juárez —dijo Luntz— y habláramos del problema, ¿sabes? Pero él se negó en redondo. Así las cosas, terminé defendiéndome.
—Claro, Jimmy. ¿Podemos hablar de esto? ¿Podrías pasarte por aquí?
—Por supuesto que no. En persona no. Pero vamos, creo que podrías mostrarte un poco compasivo, ¿no?
—Hoy está atontado, el tío este —dijo Juárez, tal vez dirigiéndose al Hombre Alto—. Si crees que existe la compasión en el mundo, estás viviendo en el país de las Hadas —le dijo a Luntz.
Luntz colgó el teléfono.
Jimmy Luntz iba bordeando una especie de río con el Caddy cobrizo, siguiendo hacia el norte por la 70, fumándose sus Camel y dejando caer la ceniza en el suelo. Gambol no dejaba que fumaras en su coche, pero aquel ya no era su coche, ¿verdad?
Anita sacó su Camaro de época —su Camaro de 1973, desvencijado y ya casi carente de valor— de debajo de los sauces que había junto al río Feather, puso Damn the Torpedoes en el equipo de música, echó el asiento hacia atrás del todo y se quedó allí tumbada con las dos portezuelas abiertas.
Cuando la cinta se acabó y llegó el momento en que se tenía que dar la vuelta, se hizo un silencio tan maravilloso que Anita pulsó el botón y apagó el aparato. Su sentido del oído se agudizó: el susurro del río en aquel tramo ancho y lento, la brisa entre las ramas y el tic-tic de las hojas de los sauces.
Solo ahora empezó a darse cuenta de que hacía un día bonito y cálido. O lo había hecho. La puesta del sol se reflejaba en el río y los sauces proyectaban largas sombras.
Ella agarró su abrigo, que era enorme y azul y tenía el cuello de terciopelo, salió del Camaro y echó la prenda sobre el último trozo de orilla del río donde todavía daba el sol. Un poco de tierra y hojas… ¿a quién le importaba? Se tumbó y se quedó mirando la desolación azul.
—PRUEBA EL POLLO CAJÚN —le gritó al cielo.
Cuando oyó un vehículo, se incorporó hasta sentarse. Al otro lado del río, un Cadillac de color cobre con uno de aquellos techos de vinilo de aspecto tan cómodo fue a detenerse en una zona de acampada que quedaba entre un puñado de álamos de Virginia. Un hombre con pantalones negros de vestir y camiseta blanca salió del coche con algo que tenía mucha pinta de ser un revólver grande en la mano.
El tipo le dio la vuelta al arma sin soltarla, cogiéndola por el cañón, y la tiró al río con un lanzamiento bajo, siguiendo con la mirada el arco que trazaba hasta el centro de la corriente y luego, al levantar la vista hasta la otra orilla, su mirada se encontró con la de Anita.
Aquel tipo no sabía gran cosa de continuar las jugadas. El brazo con el que acababa de hacer el lanzamiento titubeó en el aire y se le desplomó sobre el costado, y a continuación se secó los dedos en los pantalones negros. Era un tipo flacucho y de hombros caídos. En aquel momento no llevaba una camisa hawaiana, pero sin duda tendría varias.
Él registró la presencia de ella sin parecer especialmente sorprendido, a continuación se metió en su Cadillac, cerró la portezuela y empezó a dar marcha atrás. Pero no se estaba yendo. Se limitó a mover el coche hasta dejado a la sombra y apagar el motor.
Anita reflexionó un momento sobre aquella situación antes de levantarse, sacar las llaves del contacto del Camaro y rodear el coche para abrir el maletero. Dentro localizó dos frascos de mayonesa llenos de arandelas y tornillos, se puso uno debajo de cada brazo, volvió a la parte delantera del coche y sacó de la guantera una Magnum de acero inoxidable del calibre 357.
Caminó treinta pasos por el claro donde había aparcado y dejó los dos frascos en el suelo de tierra. Volvió al coche, se giró hacia sus blancos y apuntó sujetando el arma con las dos manos, usando lo que a menudo se denominaba la postura de Weaver, con la pistola al frente de su línea de visión, las piernas bien separadas, los codos flexionados y los hombros ligeramente encorvados, y disparó dos veces.
Los dos frascos estallaron en medio de una nube de cristales y tuercas y tornillos oxidados.
Ella se volvió a tumbar sobre su abrigo, con la pistola descansando sobre la barriga, y dejó que los últimos rayos del sol del día le calentaran un costado.
Desde el otro lado del agua le llegó el ruido del motor del Cadillac, que ahora arrancó, aceleró ruidosamente para alejarse —las ruedas girando y la gravilla traqueteando contra la corteza de los árboles—, y un momento más tarde se apagó.
Desde que se había puesto el sol, la temperatura debía de haber caído diez grados. Luntz estacionó en el aparcamiento de un cine en el pueblo de Madrona, se puso la camisa y el esmoquin blanco y se sentó a escuchar cool jazz por la radio del Brougham. Según el reloj de la pantalla de la radio eran las 6.45.