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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (15 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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Jimmy estaba de pie a su lado vestido con unos vaqueros que le venían cortos de piernas y anchos de cintura.

—Muévete, cariño. —Le tiró un revoltijo de franela y tela vaquera y ella se puso los pantalones y la camisa de leñador mientras él tiraba de ella hacia un lado y hacia el otro, intentando ayudarla a la vez que farfullaba operaciones matemáticas—. Tenemos el diez por ciento de un plan. Vamos a ver al juez. Y nos quedamos con su mitad. Eso es más de medio millón para cada uno. Tú puedes negociar con tu marido o no, pero después. Yo en eso ya no me meto.

—Estos pantalones se me caen.

—Usa mi cinturón. ¿Dónde tienes el bolso? Dámelo. —Sacó la escopeta bruscamente del macuto—. Muy bien. Nos vamos.

—¿Adónde?

—No hay otro sitio adonde ir —dijo— que al que vamos. Ya sé cómo termina la cosa, pero no nos queda otra.

—¿Por qué?

—Porque Gambol ha hecho algo malo. Vámonos.

Mientras bajaban la escalera, Jimmy se giró hacia ella y dijo:

—¿Y tus zapatos?

—No me hacen falta.

Ella lo adelantó por la escalera.

—¿No tienes zapatos?

—Tengo pies.

Anita pasó por delante de la puerta del restaurante. Estaba abierta de par en par.

—El Caddy no —dijo Jimmy—. La camioneta.

Los pies de ella cambiaron de rumbo y la llevaron a la camioneta.

—Entra. Entra. Entra.

Jimmy tiró la escopeta sobre los tablones del suelo, a los pies de Anita. Todavía tenía su bolso en las manos. Sacó de dentro las llaves del Caddy y le tiró el bolso al regazo, luego le cerró la puerta en la cara, se fue hasta el Caddy y dejó las llaves con un golpe sobre el techo de vinilo.

Mientras ocupaba el asiento contiguo al de ella, le dijo:

—Pongámosle las cosas fáciles al siguiente propietario.

Y se apoyó cansinamente en el volante mientras arrancaba la camioneta.

El olor a comida despertó a Gambol. La luz del sol se filtraba en la habitación por los resquicios de las cortinas vio que el teléfono móvil de Mary estaba de nuevo enchufado a su cargador sobre la mesilla de noche. Lo cogió con el puño, se frotó los ojos con el dorso de la mano y dijo:

—Joder.

Llamó al O'Doul's y contestó una mujer:

—Dooley's. ¿Qué pasa?

—Juárez. Eso pasa.

—No me suena ese nombre.

—Que se ponga Juárez. Soy Gambol.

—No está aquí.

—He dicho que soy Gambol. Que se ponga.

—No está aquí, de verdad. Se ha ido al norte.

—¿A qué parte del norte?

—Al norte. No me ha dicho más.

—¿Cuándo se ha ido?

—No lo sé. Muy temprano.

—¿Quién va con él?

—El Hombre Alto.

—¿Y nadie más?

—Solo el Hombre Alto. ¿No es bastante?

Fue a buscar a Mary, que estaba en la cocina con su bata corta, plantada delante de una sartén con un cigarrillo asomando de los labios, tarareando una canción.

—Filete y huevos —dijo ella—. ¿Ya que no lo adivinas? Champán.

—Viene Juárez.

—¿Adónde?

—Aquí.

—Mierda. ¿Aquí? Mierda.

—Sí. Y el Hombre Alto.

—¿Ese monstruo sigue con él?

—Ese monstruo siempre ha estado con él.

—¿Siempre ha sido así? ¿Nació así?

—¿Alto, quieres decir? —dijo Gambol.

Mary se rió como si no hubiera nada gracioso.

—¿Cómo se le puso la cara así?

Gambol miró los pedazos de carne sanguinolentos que chisporroteaban en la parrilla y dijo:

—No tengo hambre.

Luntz pisó a fondo, asegurándose de que oía los neumáticos en cada curva. Como lo trincara un poli, se tiraría por un barranco.

—Te rozas contra esa gente, ¿sabes? Te rozas solo… y notas un rollo eléctrico, es como que te excita, te sientes muy valiente y tal, pero… esa gente es dura.

Ella no contestó. Él la zarandeó del hombro.

—¿No tienes curiosidad? ¿No quieres oír la noticia? Capra ha muerto. Gambol le ha volado la cabeza.

—Dentro de cien años estaremos todos muertos.

—¿Conoces a alguien que haya muerto asesinado?

A su lado, ella estaba blanca como el papel.

—Los muertos vuelven. La muerte no es el final.

—Seamos optimistas —dijo él—, y confiemos en que eso sea una trola.

—De noche los puedes ver al otro lado del río.

—Eso me suena a delírium trémens. —Él rebuscó en el bolsillo de la camisa, que le venía grande—. Debe de ser de Capra, o de Sally. —Y le dio la media pinta de vodka—. Diviértete.

Ella desenroscó el tapón.

—Si sabes por dónde cruzan —dijo ella—, les puedes cortar el paso.

Tenía pinta de niña vestida con la ropa de su hermano mayor. Levantó el botellín y se puso a beber a morro.

Se cruzaron con tres motoristas que venían en dirección contraria. Luego con dos más que viajaban uno al lado del otro.

—Deben de haber salido los primeros de Bolinas. Nos hemos largado justo a tiempo.

Medio minuto más tarde, un grupo entero: siete, ocho, nueve, Luntz no los pudo contar.

Probó la radio e hizo girar el dial hasta encontrar algo de música, cualquiera, ni siquiera música de verdad: música country. Empezaron las noticias y Anita se puso a aporrear los botones hasta apagarla.

—¿Tenemos cobertura? ¿Dónde tienes el móvil?

—No lo sé.

—Mira en tu bolso. Dámelo. No te lo quedes mirando. Joder.

Llama a información.

—¿Lo quieres o no?

—Pide el número de la Taberna O'Doul's de Alhambra.

Luntz buscó a tientas sus cigarrillos y vio que le quedaba uno. Estaba partido por la mitad y sucio de tierra. Consiguió mantenerlo encendido el tiempo justo para darle dos caladas y luego tirarlo.

—Está llamando —dijo Anita.

Él le quitó el teléfono de la mano mientras contestaba una mujer:

—Dooly's cariño.

—Quiero hablar con Juárez. Ahora.

—Aquí no hay ningún Juárez.

—Dile que soy Gambol.

—Sigue sin estar.

—No toques los huevos.

—Ya te lo he dicho. No está.

—¿Y dónde está?

—Ya te lo he dicho. Se ha ido al norte.

Luntz esperó que se le ocurriera algo.

—¿Quién eres? —dijo la mujer.

Pulsó con el pulgar el botón de desconectar, luego condujo durante varios segundos sosteniendo el teléfono fuera de la ventanilla y lo dejó caer.

Anita estaba sentada rodeando la botella vacía con las manos.

La mañana parecía iluminaba con un soplete. Los bordes de su campo visual rielaban.

—Dios bendito, dame música.

Él tuvo que girar el di al varias veces para que la banda se moviera un centímetro. No había música. Noticias de esto y de aquello y un asesinato en la zona.

—¿Has oído eso?

Anita intentó mover el dial, pero Luntz le detuvo los dedos y se los apretó hasta que ella soltó un gemido.

—Desilvera. Ese es tu apellido.

Él le aplastó los dedos. Ella no opuso resistencia. Él la soltó.

—Es Hank. Henry Desilvera. Es tu marido.

Ella se limitó a mirar al frente.

—Ya no.

Cuarta parte

Jimmy conducía la camioneta con la mano izquierda, con el brazo derecho cruzado delante del pecho y la mano derecha colgando por la ventanilla.

—¿Lo has matado tú?

Anita levantó la botella que tenía en el regazo y se aseguró de que estuviera vacía del todo. Le preguntó a Jimmy cómo se había hecho daño en la mano.

—¿Has matado a tu maromo? —Ahora la mano derecha le iba y le venía entre la palanca de cambios y los botones de la radio—. Lo han dicho por esta radio, ahora mismo. Henry Desilvera. Muerto a tiros en su casa.

—Que Dios se apiade de su alma.

Ella cerró los ojos y rodeó con los dedos de los pies descalzos el cañón de la escopeta que tenía debajo.

—No sé qué decir.

—¿Por qué no dices «Uau»?

Encontró algo y subió el volumen, un trío de mujeres que cantaban:

Tubular and tasty,

Wanazee, Wallazee,

Tubular and tasty.

Y Jimmy dijo: «¿Qué?». Y Anita dijo «Wanazee», porque tenía un sonido mágico, y Jimmy giró el dial.

—Puta mierda de palurdos mojigatos.

Jimmy se metió en el arcén y a punto estuvo de chocar contra un poste, pisó el freno a fondo y apagó el motor. En los pastos que tenían delante había caballos meneando la cola, levantando la cabeza y bajándola.

—Déjame ver tu pistola —dijo Jimmy.

—No pienso enseñar a nadie mi pistola.

—Quiero ver si la has disparado.

—¿Cómo vas a saber si la he disparado?

—Tú dámela. —Le cogió el revólver del bolso y se lo metió debajo del asiento—. ¿Dónde tienes los zapatos? —Con una mano le agarró la rodilla y con la otra le quitó la escopeta de debajo de los pies y la tiró detrás del respaldo de su asiento—. Ya basta de armas.

Se metió los dedos en el bolsillo de la holgada camisa pero no sacó nada, luego buscó a tientas en el salpicadero y cogió su paquete de cigarrillos, que estaba vacío. Hizo una bola con él y lo tiró contra el parabrisas, giró la llave y apretó el acelerador a fondo, y esta vez sí que chocó contra el poste.

Anita guardó silencio para dejarlo pensar, si era eso lo que estaba haciendo. Él contempló los campos silenciosos como si fuera a saltar la cerca y echar a andar por ellos hasta perderse.

—No sé cuál es la trampa —dijo por fin—, pero sé que me has tendido una.

Dio marcha atrás, volvió a la carretera y pisó otra vez a fondo el acelerador.

Fueron hasta Madrona, donde las exigencias del escaso tráfico parecieron ayudarlo a concentrarse. Dejó de hablar y llegó hasta la mitad del pueblo sin destino fijo antes de meterse en el aparcamiento del Alaska Burger. Apagó el motor y se quedó mirando al oso polar que sostenía un bocadillo de hamburguesa gigante en la cuneta.

—Quiero mi pistola —dijo Anita.

—Ya basta de armas.

—La voy a necesitar cuando hablemos con el juez.

—Me has tendido una trampa.

—Te he metido en el plan. Eres perfecto. El juez ha estado en los tribunales. Ha visto a gente mala.

—Yo no soy un matón.

—Tú no sabes lo que eres. Él sí lo sabrá. Y es un viejo enfermo. No es más que un saco de cáncer.

—Uau. Eres más mala de lo que creía. En el fondo de tu corazón.

—Mi gente pertenece a la tierra. Sabemos quiénes son los demonios. Pero amamos al diablo. Amamos al diablo.

Él se la quedó mirando fijamente. Algo se movió en el vientre de ella como si fuera una criatura, y esa criatura era Jimmy. Ella hizo oídos sordos a su llanto y notó que él sacaba fuerzas de la sangre de ella. Jimmy apartó la mirada. Se giró y puso ambas manos en el volante. Levantó la izquierda para mirar el reloj de pulsera roto.

—¿Cuánto falta para que oscurezca?

—No lo sé.

—Tenemos que ir cuando esté oscuro. ¿El juez ese tiene ordenador en casa?

—Tal vez. Supongo que sí.

—¿Y no le cuida nadie? ¿Hay más gente en la casa?

—No lo sé.

—Entonces iremos a echar un vistazo al lugar. Sabes dónde vive, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. Ya te dije que tenemos el diez por ciento de un plan.

Es más bien el dos por ciento. Tengo que comprar cigarrillos.

Durante el rato que Jimmy se ausentó ella cerró los ojos y se dedicó a dormitar hasta que él le estropeó el momento abriendo su puerta de golpe mientras soltaba una bocanada de humo de tabaco y decía:

—Alerta roja. Acabo de ver a Juárez. Bueno, su Caddy. O tal vez era el Caddy de Gambol. Esos cabrones tienen el mismo coche. —Dio un portazo pero la puerta no se cerró bien, así que dio otro portazo y arrancó la camioneta, mirando a todas partes al mismo tiempo como si fuera un malabarista observando objetos lanzados al aire—. Sí, Gambol fue y se compró el mismo Caddy. O tal vez fue Juárez. Son como chicas de instituto: Cadillacs idénticos. —Condujo a toda prisa, sin dejar de mirar el retrovisor—. No nos estaban siguiendo. No conocen esta camioneta. Aunque Gambol la vio anoche. Pero bueno, hay millones de camionetas. A menos que Sally se lo dijera. Puto Sally. Joder. Hagamos esto y larguémonos de aquí. Larguémonos y …

Anita estaba sentada con los ojos cerrados, canturreando «Wanazee, wanazee» y experimentando las sensaciones del que está a punto de saltar al mar desde un acantilado bajo el cielo nocturno mientras Jimmy recorría las calles a toda pastilla y no paraba de cotorrear.

Gambol estaba sentado a la mesa del desayuno, cerca de la ventana.

Media hora antes había afirmado que no tenía hambre, pero ahora que el desayuno se había enfriado, sí que lo quería.

Mary metió los dos platos en el microondas y dijo:

—Filetes y huevos recalentados, no valen nada. —Sostuvo en alto el Mumm y le dio unos golpecitos con la uña—. ¿Qué me dices de este champán? —Yo no quiero.

Oyeron un coche fuera y Gambol se quedó mirando por la ventana hasta que se alejó.

—¿De verdad está con él el Hombre Alto? —dijo Mary.

—Ya te he dicho que sí. —Mary se estremeció y él añadió—: No es tan malo.

—¿Cuánto falta para que llegue?

—Cuando coges la Cinco —dijo él—, estás aquí en un momento.

—Pon buena cara, ¿vale? Camina bien recto. Quiero que me pague por resucitarte la pierna. Veinte de los grandes. Esta vez llegaré a Montana.

—¿Esta vez?

—He hecho otras cosas para él. Él me ayudó con mi última mudanza importante.

—¿Desde dónde?

—Desde aquí.

—Pues sigues aquí.

—No fui lo bastante ambiciosa. Gané algo de dinero, pero lo justo para un coche.

—¿Qué hiciste para él?

—Le vendí un cargamento de hidromorfina.

—Lo recuerdo. ¿Fuiste tú?

—Un cargamento entero. Lo mangué tres días antes de que se me acabara el contrato. Ganó un pastón, ¿eh?

—Sí.

—Pues yo no. Yo gané una pasta pero no un pastón. ¿Fue más de cien mil?

—No me dedico a contar sus ganancias.

—A mí me pagó quince.

—Podrías haber sacado más.

—¿De quién? ¿Crees que conozco muchos maleantes?

Gambol puso los dedos en la repisa de la ventana. Pasaba otro coche por la calle.

—¿Juárez es importante en el mundo de las drogas? —dijo Mary.

—No.

—Pero algo sí, ¿verdad? A veces sí.

—No, solo… si se puede ganar un poco de pasta, suele ser él quien la gana. Es así, rápido.

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