—¿Pero es que no te das cuenta? —bramó el enano—. ¡La sucesión! ¡Y sostenía en su mano el retrato de los herederos!
—Si ordeno a los guardias que te dejen pasar y luego resulta que todo esto no es más que una fantasía de una vieja partera, mi padre... —Le falló la voz y sus mejillas se tornaron pálidas—. Pero, si no lo hago, y ocurre algo realmente grave... —La princesa se dejó caer en la silla—. ¡Soy demasiado joven para enfrentarme a esta clase de decisiones! —protesto.
Flint la observó, consciente de que presenciaba el principio de la metamorfosis de una chiquilla mimada en una mujer elfa de carácter firme..., si es que se decidía a dejarla salir a la superficie. Laurana se incorporó de nuevo y reanudó los paseos por el cuarto.
—¿Por qué, Flint? —preguntó—. ¿Por qué querría alguien matar a los herederos del Orador? Y no es que lo haya creído ni por un momento —se apresuró la añadir.
—Ambición —sugirió el enano—. Venganza. Demencia. Amor no correspondido. Despecho. Ésta no es la clase de intriga que se planea de la noche a la mañana, ¿sabes? Deduzco que el asesino lo ha estado proyectando durante años.
—En tal caso... —De nuevo le falló la voz—. En tal caso, probablemente se trata de alguien la quien conocemos.
—Por supuesto. ¿Que creías?
Se miraron en silencio unos segundos; al cabo de un momento, Laurana apartó los ojos.
—Con discutir no ayudaremos a Tanis —dijo la joven con voz queda.
Flint rezongó algo. Luego, más calmado, preguntó:
—¿Qué puesto ocupa Tyresian en la línea de sucesión?
—¿Al título de Orador? —Laurana estaba sorprendida—. Pertenece a la Tercera Casa. Nosotros somos la Primera.
—¿Significa eso que lo anteceden los miembros de la Segunda Casa?
Laurana asintió en silencio, con actitud ausente.
—¿Qué lugar ocuparía Tyresian en la línea de sucesión al casarse contigo? —insistió el enano.
—Oh, ocuparía el puesto duodécimo o decimotercero de la lista —contestó la joven. Al cabo de un instante estrechó los ojos—. No estarás pensando en serio que el culpable es Tyresian, ¿verdad? ¡Pero si pertenece a la nobleza!
Tras llegar a la conclusión de que Laurana tenía todavía mucho que aprender de la vida, Flint cambió de estrategia.
—¿Hasta qué punto está Porthios protegido? —preguntó.
—Hay mas de una docena de guardias rodeando la Arboleda. No pueden verlo, pero sí oírlo si los llama. No creo que alguien le pueda hacer daño estando los soldados allí.
Flint se incorporó y paseó por la salita. Sobre la mesa había una colección de figurillas que representaban míticos dragones. El enano cogió uno dorado y lo examinó.
—¿Y Gilthanas? ¿Estará con su regimiento esta noche? Al menos, él estará seguro, ¿no?
—Oh, no, Flint. Gilthanas será quien lleve a cabo la vigilia en el
Kentommenai-kath.
Pasará allí toda la noche. El término le resultaba familiar al enano, pero durante los últimos días había escuchado una plétora de nuevos vocablos elfos.
—¿El
Kentommenai-kath?
—Es el lugar desde donde se divisa el río de la Esperanza, al oeste de Qualinost —explicó Laurana.
Flint lo recordó; era el sitio donde había hecho una excursión con Tanis y casi se había despeñado.
—Lo acompañará un guardia, claro —dijo, a la vez que doblaba una de las patas de la figurita. La blandura del metal evidenciaba que era oro puro. Laurana le quitó el dragón con suavidad, enderezó la pata, y colocó de nuevo la figura sobre la mesa.
—Gilthanas tendrá una escolta desde Qualinost hasta el
Kentommenai-kath —
repuso mientras tomaba otra vez asiento—. Los guardias se marcharán y él permanecerá allí a solas hasta el amanecer. Entonces regresará a Qualinost solo, y llegará cuando se inicie la última parte del
Kentommen.
Flint sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal.
—¿Dices que estará a solas?
La palidez de Laurana se acentuó. Cuando por fin habló, en su voz había certeza.
—Estará en peligro, ¿verdad?
El enano silenció sus palabras con un ademán, y se apoyó con los brazos en el repecho de la chimenea, contemplando fijamente las llamas. Al cabo, se dio media vuelta y se inclinó sobre la silla en la que se sentaba la princesa.
—Laurana, ¿confías en mí?
Tras una breve pausa, la joven asintió en silencio.
—Entonces, escucha con atención. Tengo un plan.
El ardid
Dos horas antes de la medianoche, una figura de cabellos dorados, vestida con una bata azul claro tachonada con hilos de plata, apareció por el corredor en el que se encontraban los aposentos de Tanis y dirigió una sonrisa deslumbrante al guardia.
—Hola —saludó. Luego hizo una pausa, con una coqueta actitud vacilante, un gesto que había estado practicando en su cuarto durante la última hora.
El guardia se sonrojó. Lauralanthalasa sabía que el muchacho la había visto de lejos en incontables ocasiones, pero nunca había estado tan cerca de la hija del Orador.
—Eh... Hola —balbuceó aturullado.
Ella le sonrió de nuevo.
—¿No se supone que tienes que decir algo así como: «¿quién va?» —preguntó risueña.
El elfo, rubio y aproximadamente de la misma edad que Gilthanas, tragó saliva con esfuerzo y esbozó una mueca.
—Sí, pero... se quién eres —musitó—. Así que..., ¡ejem!... ¿Por que preguntarlo?
—Oh. —Laurana entrecerró los párpados y lo miró de reojo—. Una conclusión muy inteligente.
Su voz denotaba admiración... justo en la medida considerada necesaria por Flint. Unas horas antes, Laurana había manifestado sus dudas de que la argucia funcionara.
—El guardia no se lo tragará —había argumentado—. ¿Es que crees que los guardias de palacio son tan estúpidos?
—Confía en mí —se limitó a decir Flint—. He visto cómo te miran los jóvenes elfos. —Laurana se sonrojó—. Con un simple parpadeo conseguirás dejar al guardia fuera de combate.
—Oh, Flint, no seas ridículo —espetó la muchacha.
Pero ahora ya no estaba tan segura de que el enano no tuviera razón. El guardia parecía incapaz de sostenerse sin que le temblaran las rodillas. Atribuyó la reacción del joven a un caso de leve indigestión ocasionado por el abundante festín del
Kentommen;
adoptó un tono dulce al hablar.
—Necesito ver a Tanthalas, por favor. —Apartó la mirada con remilgado recato.
«¡Flint, no se lo tragará!»,
protestó para sus adentros, y de nuevo oyó la respuesta del enano: «Confía en mí».
La expresión del guardia se tornó repentinamente desdichada.
—No puedo dejar entrar a nadie —contestó.
—¿Ni siquiera a mí? —Laurana asumió una actitud desconsolada—. Es muy, muy importante. —Confiaba en que las lágrimas acudieran a sus ojos, detalle crucial en opinión de Flint, pero sobre todo esperaba ser capaz de contener la risa.
Ahora venía la parte conflictiva. Alargando una mano con rapidez, se apoderó de la llave colgada al cinturón del guardia y la metió en la cerradura de la puerta.
—Oh, vamos, no pasará nada —dijo, poniendo un tono de súplica en la voz—. Por favor...
Pero el guardia había recobrado la compostura merced a la disciplina de su entrenamiento y, agarrándola por las muñecas con suavidad pero firmemente, la obligó á apartarse de la puerta.
—Lo siento, princesa, pero cumplo órdenes. —Para sorpresa de Laurana, el joven parecía realmente pesaroso.
La muchacha retrocedió unos pasos, con lo que hizo apartar al guardia de la puerta de Tanis.
—Oh, sólo quería... —No finalizó la frase y pensó con empeño en el gatito que se había muerto cuando era niña. Por fortuna, al fin sintió que se le humedecían los ojos; con un parpadeo, logró que una lágrima se deslizara por su mejilla.
El guardia, que a juzgar por su expresión se sentía como un bellaco, le soltó las muñecas y la observó mientras ella se apartaba y, con un gesto muy femenino, se limpiaba unas lágrimas inexistentes con un fino pañuelo. Justo en el mismo momento en que el guardia se volvía para situarse de nuevo en su puesto junto a la puerta, Laurana se tambaleó y dejó escapar un grito. «¡No tan alto que atraiga a cualquier otra persona al corredor! —había advertido Flint—. Sólo lo suficiente para que resulte convincente al guardia y tape un pequeño ruido».
El joven elfo estaba junto a ella al instante, sosteniéndola con el brazo que había enlazado con premura en torno a su cintura.
—¿Qué te ocurre? —se interesó el guardia.
—Ay, mi tobillo —gimió Laurana, sintiéndose como una estúpida—. Son estos malditos zapatos.
«¡Flint —había protestado horas antes—, hace años que no me pongo estos zapatos!» «Mejor. Así te será más fácil dar un traspié», había respondido el enano.
Laurana gimió otra vez. A espaldas del guardia, una figura achaparrada, con una escala de mano y una mochila echadas al hombro, desatrancó la puerta y se coló en el cuarto de Tanis, sin quitar la llave de la cerradura. Laurana cayó en la cuenta de que la puerta se quedaría sin echar el cerrojo, y confió en que al guardia no se le ocurriera comprobarlo cuando regresara a su puesto y sacara la llave para colgarla de nuevo en su cinturón.
A la pregunta del soldado, Laurana lo tranquilizó asegurando que podía regresar a su cuarto por su propio pie. Le dio efusivamente las gracias por su ayuda, y echó a andar despacio pasillo adelante, intentando no olvidar que debía cojear levemente.
Huida hacia el peligro
Como es de suponer, Tanis había escuchado la conversación de Laurana con el guardia, y aguardaba expectante a un lado de la puerta cuando Flint penetró en el cuarto.
El enano tendió al semielfo la espada y la vaina que había rendido cuando los guardias lo habían escoltado detenido. A continuación, sin articular una palabra, con un dedo puesto sobre los labios, Flint cruzó la estancia hasta la ventana y se asomó por el borde. Los siete metros de pared vertical que había hasta el patio no presentaban saliente alguno.
—¿Que estás haciendo? —inquirió Tanis en un susurro.
Ordenándole otra vez que guardara silencio por medio de señas, Flint sujetó al alféizar los ganchos de la escala de cuerda y la desenrolló. Escudriñó de nuevo el patio. Continuaba desierto, ya que la mayoría de los que habitaban en palacio se encontraban en las calles de Qualinost celebrando el acontecimiento. El aire traía los ruidos del jolgorio.
El enano, satisfecho con el resultado de su inspección, dejó caer la escala por la pared. Luego, tras comprobar que la abultada mochila que transportaba estaba bien sujeta al hombro, salvó el antepecho de la ventana y se agarró a la escala, haciendo un alto para indicar a Tanis con un ademán que lo siguiera. Cerró los ojos, a fin de dominar un momentáneo acceso de vértigo.
—¿Sabes cuál es el castigo por violar una orden de arresto? —increpó el semielfo.
El enano abrió los ojos y sus cejas espesas se arquearon en un gesto interrogante.
—¡El destierro! —susurró furioso Tanis.
Flint se inclinó sobre el antepecho para acercarse al oído de su amigo.
—¿Entonces, qué tienes que perder? Además, estarás de vuelta antes de que se den cuenta.
Poco después, Tanis posaba los pies en el suelo del patio; vio que Flint tiraba de una cuerda y la escala se soltó de los ganchos sujetos al alféizar.
—Yo mismo la diseñé —comentó en voz baja el enano mientras empujaba al semielfo hasta el resguardo de unos perales. Rebuscó en la mochila y sacó de ella una máscara que le tendió al semielfo indicándole por señas que se la pusiera. Los ojos avellana de Tanis estaban abiertos de par en par.
—¿Quieres que me vista como un enano gully?
—Es un disfraz —susurró Flint—. Con él podrás salir de palacio y llegar al puente del oeste sin atraer la atención.
—¿Un gully de un metro ochenta de estatura? —siseó furioso Tanis.
Flint lo chistó para acallar sus protestas.
—Era el único que le quedaba al vendedor. Y tienes suerte de que me haya decidido a tirar la imitación de la rata muerta que acompañaba al resto del disfraz.
—Pero...
El enano lo atajó, dejándolo con la palabra en la boca.
—Laurana me ha dicho que los elfos estarán disfrazados hasta la medianoche, momento en que cesan los festejos para entrar en un período de sobriedad que dura hasta que el
Kentommen
ha finalizado. Tenemos una hora para escapar de Qualinost.
Tanis todavía sostenía en las manos la máscara de gully, examinando la tez olivácea, la barba enmarañada y la expresión estúpida de los rasgos.
—Si pensaste que iba a huir, es que no me conoces —dijo, sin hacer el menor intento de bajar la voz. Hizo un ademán, como si fuera a arrojar lejos la máscara. Flint lo cogió del brazo.
—¡Confía en mí! —pidió, por lo que le parecía milésima vez aquella noche. La rabia reflejada en los ojos del semielfo se tornó indecisión—. Confía en mí —repitió de nuevo en un susurro.
Por fin, Tanis se puso la máscara.
—Me siento ridículo. —Su voz sonó amortiguada tras la careta de madera.
—Estás guapísimo —se burló Flint—. Vamos.
Cruzaron el patio y los jardines, y después bordearon el palacio hasta la calle de la fachada principal, donde se mezclaron con la muchedumbre de alegres elfos.
—¿Es que nunca duermen? —preguntó irritado el enano, cuando recibió el tercer empellón.
—Muy poco, hasta que termine el
Kentommen. —
La voz de Tanis sonaba hueca bajo la máscara.
Flint avanzó pegado a los edificios a fin de evitar los encontronazos con los bullangueros elfos.
Media hora más tarde, los dos amigos pasaban bajo el elegante arco que marcaba el límite oriental de la ciudad, y se encaminaron hacia el sur, en dirección al puente que cruzaba el río de la Esperanza. La avenida se fue estrechando, y los árboles que la flanqueaban se espesaron. El número de celebrantes descendió de manera paulatina hasta que llegó un momento en que los dos amigos se encontraron a solas, en mitad de la noche. Tanis empezó a quitarse la máscara.
—Será mejor que esperes a que estemos al otro lado del puente, muchacho —aconsejó Flint.
La idea de tener que cruzar el puente suspendido sobre las oscuras aguas del río de la Esperanza, que discurría a decenas de metros bajo sus pies, hizo temblar al enano. Consiguió dominar el miedo relatando al semielfo lo que había descubierto —o mejor dicho, conjeturado— en los últimos dos días.