Al resplandor de la forja su brillo era perfecto, satinado; la luz resaltaba los aguzados filos y perfilaba las muescas de las runas de poder enanas que Flint había cincelado en la parte plana de la hoja. La guarda estaba conformada por suaves curvas y gráciles arcos de acero, de trazo tan fluido que parecía como si crecieran en torno a la empuñadura como los zarcillos de una enredadera. Incluso Flint, siempre orgulloso de sus creaciones, notaba que esta espada tenía algo especial. Ahora sólo le cabía esperar que a Tanis le gustara.
Le gustaba complacer al semielfo. Quizás algún día tuviera la oportunidad de ser su anfitrión en Solace y así el muchacho constataría que los elfos no eran los únicos seres de Krynn. Aquello le gustaría a Tanis más que la espada, pensó el enano.
Flint suspiró y se puso de pie. Amontonó los carbones que quedaban bajo la ceniza y apagó de un soplo la vela de sebo que lucía en la penumbra del cuarto. Bajo la plateada luz de la luna se dirigió al estrecho catre, se quitó las botas, y se hundió en el sueño profundo del agotamiento. Muy pronto, los ronquidos del enano retumbaban en el aire con un ritmo tan cadencioso como el golpeteo del martillo que había sonado a lo largo del día.
Eran las horas más oscuras de la noche. La puerta del taller se abrió poco a poco, con suavidad, de manera que la campanilla no hizo ruido alguno. Una figura atravesó el umbral y cerró tras de sí con cuidado. Hizo un alto, con la cabeza ladeada, y luego, satisfecha al parecer de lo que escuchaba, avanzó cautelosa hacia el banco de trabajo.
La espada emitía un débil brillo bajo la fría luz de Solinari que penetraba a través de las ventanas. La figura oscura, envuelta en una capa, alzó una mano enguantada y pasó un dedo a lo largo de la hoja, como si comprobara su filo, y acto seguido extendió ambas manos sobre el arma. El murmullo de unas palabras flotó en el aire, pronunciadas en la lengua de unas gentes convertidas en polvo desde épocas remotas, y cuyo nombre había quedado olvidado en la noche de los tiempos. Eran muy pocos los que ahora hablaban esa lengua, salvo los hechiceros, pues era el lenguaje de la magia.
El murmullo finalizó, y las últimas sílabas quedaron flotando en el aire como motas de polvo. La espada empezó a brillar, no debido a la luz de la luna, sino con un fulgor propio que brotaba de su interior. Era un resplandor carmesí que se intensificó de manera paulatina hasta que el acero emitió un furioso destello, del color del fuego. De pronto, una sombra pareció separarse de la oscuridad reinante más allá del círculo de luz y se deslizó hacia la espada, como atraída por la mano del desconocido. La sombra desafió el resplandor carmesí y lo atravesó hasta que, de repente, fluyó como una corriente de agua y se introdujo en la espada como si hubiera sido absorbida por el acero. El arma sufrió una pequeña sacudida y entonces el resplandor se apagó.
La puerta del taller se meció con la suave brisa nocturna. Los ronquidos prosiguieron ininterrumpidos. El desconocido se había marchado.
El anuncio
A la mañana siguiente, Flint encontró a Tanis en el Gran Mercado, el semielfo estaba frente a un tenderete que exhibía un letrero que rezaba: «Lady Kyanna. Vidente de Todos los Planos». Debajo, otro cartel más pequeño anunciaba: «Tarifas Reducidas». La tela del tenderete, azul oscuro como la noche, estaba decorada con siluetas plateadas de las lunas y las constelaciones.
Varios elfos jóvenes, que apenas habían dejado atrás la infancia, pasaron entre Flint y Tanis y entraron en la tiendecilla. Un olor a incienso salió del interior cuando los muchachos alzaron la lona de la puerta, y se oyó una voz queda:
—Bienvenidos a una visión de vuestro futuro, buenos elfos.
—Videntes; ¡bah! —resopló Flint con desdén—. Charlatanes y fulleros, eso es lo que son todos. Por cierto, ¿te he contado lo que me pasó una vez en el Festival de Otoño en Solace? A ver... —musitó el enano—. Debió de ocurrir poco después del día en que derroté a aquellos diez salteadores de caminos, en la posada
El último Hogar
.
Tanis se resistía a los esfuerzos del enano por apartarlo del puesto de la vidente.
—No me importaría echarle un vistazo a mi futuro —dijo.
Flint gruñó con desdén y arrastró a su amigo por la calle que formaban los tenderetes. El semielfo pareció salir de su abstracción. Tras dirigir una última mirada anhelante a la tienda de lady Kyanna, volvió los ojos hacia Flint con una expresión de simulado interés.
—¿Decías? —preguntó.
—Un mago ambulante de Solace intentó venderme un elixir con el que, afirmaba, me haría invisible —dijo Flint, permitiendo que su amigo hiciera un alto frente al tenderete de un artesano que vendía, precisamente, espadas—. En mi opinión, tenía un sospechoso parecido con agua clara, pero él respondió: «Por supuesto que es transparente. En caso contrario, no te haría invisible, ¿verdad?». En fin, cuando llegué a casa con el elixir...
Tanis, que acariciaba la empuñadura de una espada, se volvió hacia el enano.
—¿Quieres decir que lo compraste? —inquirió incrédulo.
—No es que creyera una sola palabra de lo que decía el mago, por supuesto —se defendió Flint con un brillo en los ojos, mientras intentaba apartar al joven del puesto—. Supe desde el principio que era un timo. Pero quería tener alguna evidencia con la que denunciarlo a las autoridades como el estafador que era.
—¿Qué ocurrió cuando usaste el elixir? —dijo Tanis con voz ausente, ya que toda su atención estaba puesta en el surtido de armas—. Son unas espadas maravillosas. Cuánto me gustaría...
—Son obra de un artesano de pacotilla —lo interrumpió el enano, a la vez que tiraba del brazo del semielfo sin parar mientes en la furiosa mirada que le lanzaba el vendedor—. ¿Para qué necesitas una espada? En Qualinost no hay nadie contra quien luchar. Bueno, como iba diciendo, me bebí la poción y pensé que era una buena idea ir al establecimiento de aquel tabernero cuellicorto, que me había tomado el pelo unos días atrás al servirme una jarra de cerveza aguada, y tomarme un par de picheles «gratis» —explicó Flint, con una mueca maliciosa. Pero entonces frunció el entrecejo—. Sólo que, a saber cómo, aquel matón, que por su pinta no podía ser otra cosa que un mal nacido hijo de una goblin, se las arregló para verme y..., ¡eh! —se calló indignado al caer en la cuenta de que había revelado más de lo que se proponía.
Miró a Tanis de hito en hito, pero el semielfo lo observaba con expresión seria.
—¿Y...? —lo apremió Tanis.
—¡Y mete la nariz en tus propios asuntos! —protestó Flint—. ¿Es que no tienes otras cosas por las que preocuparte?
Despacio, con habilidad, el enano condujo a Tanis fuera del Gran Mercado y sus atractivas mercancías, y lo llevó a su taller. Entraron en silencio; Flint estrujándose la mollera para componer un corto discurso; pero al final, sin haber discurrido qué decir, se dirigió hacia la mesa, donde algo largo y esbelto yacía cubierto por una tela oscura.
—¿Qué es eso? —se interesó Tanis, avanzando un paso.
—Algo que acabé anoche mismo —respondió el enano, y entonces retiró de un tirón el paño.
Debajo estaba la espada, reluciente como un relámpago materializado en una sustancia sólida. Y, a su lado, varias docenas de cabezas de flecha, de un metal opaco y negro, y muy afiladas.
Los ojos de Tanis, ni que decir tiene, se abrieron como platos y se clavaron en la espada.
—Flint, es una maravilla —dijo con voz queda mientras alargaba la mano para acariciar el frío metal.
—¿Te gusta? —preguntó el enano, con las espesas cejas arqueadas—. Es un regalo. Para ti.
—Para... —El semielfo enmudeció y su rostro se quedó rígido.
Por un breve instante, Flint temió que al joven no le hubiera gustado la espada; entonces reparó en que su amigo apretaba los puños, y comprendió que Tanis luchaba para contener una gran emoción.
—Oh, no puedo aceptarlo —musitó con un hilo de voz, contemplando la espada con avidez.
—Claro que puedes —replicó Flint—. Más te vale, muchacho.
Tanis vaciló unos cuantos segundos más; luego alargó despacio una mano hacia el arma. Por último, aferró la empuñadura. Su tacto era frío y suave, y parecía encajar a la perfección con sus dedos. Tanis sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. La espada era algo más que una simple arma. Era un objeto de templada belleza.
—Gracias, Flint —dijo con suavidad.
El enano desechó sus palabras con un brusco ademán.
—Procura darle un buen uso y me sentiré satisfecho —repuso.
—Oh, lo haré —contestó con fervor el semielfo.
* * *
Aun después de tantos años entre los elfos, Flint seguía quedándose boquiabierto cada vez que ponía los pies en la Torre del Sol, y nunca dejaba de hacer una breve pausa ante las doradas puertas que conducían a la cámara central, con los ojos cerrados, rindiendo un silencioso y respetuoso homenaje a los artesanos enanos que la habían construido tanto tiempo atrás.
Esta tarde, las inmensas puertas se abrieron ante él, con los querubes de sus bajorrelieves esbozando una breve sonrisa maliciosa y mirando de reojo al enano mientras las monumentales hojas giraban sobre sus goznes. Flint sacudió la cabeza para alejar esta idea peregrina de su mente, y cruzó el umbral poniendo todo su empeño en no alzar la vista hasta el techo que se encumbraba casi doscientos metros sobre su cabeza.
«No es que me produzca vértigo cuando miro allá arriba —
se dijo el enano para sus adentros—.
Pero no quiero ponerme en ridículo con la tonta costumbre de mirar a lo alto cada vez que entro en el recinto.»
Flint vio que la mayoría de los cortesanos se encontraban ya presentes, pero no así el Orador; y tampoco Tanis.
«Llegará tarde; tan seguro como que un martillo es pesado»,
rezongó el enano para sí, mientras sacudía la cabeza con tanta energía que la barba se meció a un lado y a otro. Dando por hecho que estaría sin compañía durante un rato, se alejó de los elfos reunidos en grupos, se recostó contra una de las columnas que jalonaban el perímetro de la cámara, y esperó a que la sesión diera comienzo.
Los cortesanos, ataviados con opulentas túnicas largas de sedas verdes, marrones y bermejas, recamadas con Tilos de oro y plata, se reunían en grupos por el recinto y sus voces quedas resonaban en la bóveda de la Torre. Desde su posición junto a la columna, Flint reparó en que la mayoría de las conversaciones giraba en torno a la ineptitud de la guardia de la Torre para dar caza al tylor.
—¿Qué dificultad puede haber en localizar a un monstruo de ocho o nueve metros? —protestaba un anciano elfo—. En mis tiempos, esa bestia habría estado muerta desde hace días.
El compañero del anciano trató de apaciguar su ira.
—El bosque es grande y mágico. El Orador debería organizar una milicia especial con un mago y los hombres mejor entrenados para que rastrearan y acorralaran a la bestia y acabaran con ella.
El anciano elfo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Todo el mundo es un experto —rezongó Flint por lo bajo.
Los amigos de Porthios, Ulthen y Selena —el esbelto brazo de la mujer enlazado en torno a la cintura del noble elfo—, pasaron frente al enano y se situaron al otro lado de la columna. Flint advirtió que los ojos de la mujer estaban pendientes, no de su acompañante, sino de Litanas, el nuevo ayudante de lord Xenoth, que se encontraba junto al consejero, al pie de la tribuna. Flint se movió un par de pasos con la esperanza de que no lo vieran. Sabía que Selena, Litanas y Ulthen pertenecían al grupo de elfos que eran contrarios a la presencia de extranjeros en la corte, si bien la rubia dama acostumbraba hablar con entusiasmo de las «maravillosas creaciones artísticas enanas», cada vez que se encontraba con Flint.
La cortante voz de Selena llegó con claridad a oídos del enano.
—Bueno, Litanas
me
contó que Tyresian amenazó a Xenoth si el consejero no cesaba de ponerle impedimentos en su camino. Pero Litanas no sabía exactamente cuál era el tema de discusión. Creo que Xenoth oculta cosas a Litanas, lo que, a mi entender, es injusto, puesto que Litanas es una de las personas más intel...
—Selena, el tono de tu voz... —interrumpió Ulthen, en un intento de acallarla.
—Oh, Ulthen, déjame en paz. Sea como sea, Litanas dice...
Ulthen torció el gesto, y Flint llegó a la conclusión que el noble elfo oía muchas veces aquello de: «Litanas dice...».
—En fin, me han contado que el Orador proyecta cancelar el
Kentommen
hasta que el tylor haya sido capturado.
—Oh, Selena, no seas ridícula. —En las palabras de Ulthen se advertía un deje impaciente.
—¡Ridícula! —La voz de la mujer alcanzó un tono casi estridente—. ¿Acaso consideras que es seguro permitir que la gente se desplace a la ciudad por los mismos caminos que la presencia del tylor hace tan peligrosos?
Ulthen —y también Flint desde el otro lado de la columna— tuvo que admitir que el argumento de la mujer tenía un punto de razón. Tal vez ése era el motivo de todo este montaje. Casi con toda seguridad, ésta sería la primera vez que se cancelaba un
Kentommen;
la tradición dictaba que la ceremonia tuviera lugar el día que el elfo en cuestión cumplía los noventa y nueve años, y había de darse una situación de gran crisis para que fuera justificable el posponer su celebración.
En ese momento, se abrieron las puertas doradas y el Orador penetró en la cámara, seguido de Laurana. El reflejo de la luz solar que inundaba la Torre lanzaba destellos en su túnica verde y dorada mientras Solostaran cruzaba la sala con regia gracia. Flint avanzó hacia su amigo.
El Orador estaba saludando a varios cortesanos e intercambiando frases ingeniosas y chanzas, pero Flint advirtió de inmediato que algo raro le pasaba hoy a Solostaran. Si se había producido algún cambio en el Orador de los Soles en el transcurso de los veinte años que lo conocía el enano, Flint no había notado diferencia alguna; el Orador se erguía tan recto como la propia Torre, y su rostro seguía siendo tan intemporal como el mármol de las paredes interiores del recinto. Hoy, sin embargo, aunque sus ojos eran tan vivaces y cálidos como un día de estío, asomaba a ellos una sombra de preocupación.
—Maestro Fireforge —saludó el Orador cuando al volverse vio al enano que aguardaba paciente a su lado, sin querer interrumpir la conversación del dirigente con sus cortesanos—. Me complace que hayas venido.