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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (20 page)

BOOK: Qualinost
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Aferrado a sus faldas iba un mocoso que apenas sabía andar y que contemplaba a la anciana con una expresión rayana en la adoración. El chiquitín —que debía de haberse echado a andar hacía muy poco a juzgar por la fuerza con que se agarraba a la falda de lana— sonrió al enano con una boca rebozada de leche.

—¡Flink! —dijo el pequeño, y se atrevió a soltar una de las manos el tiempo suficiente para señalar al enano mientras tras sonreía a la anciana—. ¡Flink!

—¿Flink? —repitió el nombrado, mientras se agachaba para contemplar al pequeño cara a cara. Flint arqueó las cejas en un gesto interrogante—. No recuerdo haberte visto en la Sala del Cielo... ¡Oh, sí, ahora me acuerdo! El pasado otoño. Todavía no caminabas. Estabas con tu hermano mayor. Te di... ¿Qué fue lo que te di?

El chiquillo metió la mano en un bolsillo de su amplio mono y sacó una esquirla de cuarzo rosa, un pedazo pringoso de
quith-pa
y una figurilla de madera que representaba un petirrojo. El niño dejó sus tres tesoros sobre la palma de la mano del enano y sonrió de nuevo. Flint examinó los tres objetos, asintió con gravedad, y le devolvió el trozo de cuarzo y el pedazo de pan; después se incorporó y miró a la mujer elfa, con el pájaro de madera todavía sobre la palma de su mano.

—¿Lo hiciste tú? —preguntó la anciana con una voz firme que parecía pertenecer a una elfa varios siglos más joven. Alargó el índice y tocó la figurilla.

El petirrojo era más gordo por abajo que por arriba, y la base estaba redondeada de manera que al empujarlo se mecía hacia un lado y se volvía a poner derecho. Flint había fabricado un sencillo juguete con dos piezas de madera, adosando cerca de la base un pesado trozo de hierro, entre las dos piezas, para evitar de ese modo que el pájaro se cayera. Flint lo empujó varias veces, encantado como siempre con el balanceo, hasta que cayó en la cuenta de que la mujer esperaba una respuesta y el pequeño que le devolviera el juguete.

—Eres Flint Fireforge —dijo la anciana. No era una pregunta.

Flint se limitó a asentir con la cabeza.

—Quisiera comprarte algunos juguetes —declaró con brusquedad.

—Bueno, eso va a ser difícil —respondió el enano.

—¿Por qué?

El enano se dio media vuelta y se sentó sobre la mesa de roble. Posó una mano sobre la rodilla y su mirada fue más allá de la elfa, hacia la tapa de madera que cerraba el nicho de la pared.

—Para empezar, no
vendo
juguetes. Los regalo. En segundo lugar, tengo la costumbre de no vender nada a desconocidos.

Los afilados rasgos de la anciana adoptaran un gesto ofendido y se giró con tal rapidez que el pequeño estuvo en un tris de irse al suelo de bruces.

—Bien, supongo que no hay más que hablar, maestro Fireforge —replicó mientras llegaba a la puerta.

Flint aspiró hondo, y después habló en el momento en que la anciana agarraba el picaporte.

—Claro que, si te tomas la molestia de presentarte, entonces ya no serías una extraña —dijo con voz queda mientras se miraba las uñas de la mano izquierda y utilizaba una astilla de hierro para limpiar el hollín de la forja que tenía incrustado en ellas.

La mujer se detuvo, de espaldas a Flint; pareció meditar sus palabras. Luego se volvió de improviso.

—Ailea —dijo—. Tía Ailea para los que me conocen bien. En el lenguaje elfo, «vieja» delante de un nombre significaba «tía».

Flint inclinó la cabeza.

—Yo soy Flint Fireforge.

—Ya sé que... —empezó a decir la anciana; luego suspiró y aguardó en silencio.

—Y —continuó Flint, como si no lo hubiera interrumpido—, aunque no venda juguetes a desconocidos, tal vez me sienta inclinado a regalar algunos a un amigo.

La mujer volvió a suspirar, pero ahora una leve sonrisa asomó a sus finos labios. Parecía un gato abanasinio al que se lo premia con un bocado largo tiempo codiciado. Sin
;
embargo, cuando habló, su voz no había perdido el tono; irritado.

—Me habían dicho que tenías esta peculiar forma de ser, maestro Fireforge —comentó.

Flint cruzó la estancia y abrió la tapa del nicho donde guardaba el montón de juguetes que había traído consigo desde Solace, después de pasarse todo el invierno tallando a ratos perdidos. Algunos no habían aguantado indemnes en las alforjas mientras
Pies Ligeros
huía espantada del tylor; pero la mayoría estaba en buenas condiciones. Repasó el contenido del hueco de la pared, eligió un silbato de tamaño lo bastante grande para que el pequeñín no se lo tragara, y se lo ofreció al niño, que al punto lanzaba un, pitido tan estridente que hizo a Flint arrepentirse de no haber escogido alguna otra cosa. El enano siguió revolviendo entre los juguetes sacando uno de acá y otro de allá, hasta que los bolsillos de su túnica de cuero se llenaron con más de una docena de tallas.

Unos minutos más tarde, el niño estaba sentado sobre el catre de Flint y se divertía colocando en filas los animales de madera sobre el arcón donde el enano guardaba la ropa, tarea que interrumpía de vez en cuando para lanzar otro pitido con el silbato. Flint llenó una olla con agua y la puso sobre la lumbre de la forja para que hirviera, en tanto que tía Ailea echaba en una tetera una tentadora mezcla de cáscaras secas de naranja, canela en rama y té negro. Hizo un alto para olisquear el mejunje.

—Maravilloso —musitó, y dio un suspiro—. Me recuerda una infusión que hacía mi familia cuando yo era pequeña.

—¿Dónde te criaste? —preguntó Flint sin pensarlo. El té con especias que traía consigo desde Solace cada viaje, era más una especialidad humana que elfa.

—En Caergoth —respondió la anciana. Al ver que el enano arqueaba una ceja, prosiguió:

»
Mi padre fue desterrado por los qualinestis.

—¿Por qué motivo? —inquirió Flint, antes de poder evitarlo.

Los elfos casi nunca eran condenados al destierro; el crimen tenía que ser considerado muy grave para merecer el peor castigo contemplado por la ley elfa.

—Encabezaba un movimiento partidario de abrir las puertas de Qualinesti a los extranjeros —explicó la anciana—. Lo deportaron y, naturalmente, la familia lo acompañó al exilio. Por fin nos instalamos en Caergoth, donde vivían parientes lejanos. —Humanos, supuso Flint, de ahí venían los lazos sanguíneos—. Me instruí como partera con un grupo de clérigos, y cuando me hice mayor regresé aquí, a Qualinost.

—¿Por qué?

El agua cocía, y Flint apartó la olla del fuego. Para no quemarse, agarró el asa con un calcetín de lana —prácticamente limpio, pensó, puesto que se lo había puesto sólo un día—, y vertió el agua en la tetera de barro.

Una expresión de tristeza pasó fugaz por el rostro de tía Ailea, pero despareció tan deprisa que Flint dudó de haberla visto.

—Todos los amigos que tenía eran humanos, y, cuando me hice mayor, todos habían muerto de viejos. Tengo algunas nociones de magia, sortilegios rudimentarios para aliviar los dolores del parto, o ilusiones para diversión de los niños, y cosas por el estilo; pero no podía hacer nada para impedir el envejecimiento y la muerte de mis amigos de la infancia.

Flint se preguntó si entre aquellos amigos muertos largo tiempo atrás habría habido algún hombre en especial, un amante humano, cuyo fallecimiento fuera la causa de la tristeza contenida en los ojos de la elfa. Sentada a la mesa y removiendo con gesto ausente el té, la mujer hurtó la mirada al enano.

—Mis padres habían muerto —continuó—. Y había muy pocos elfos en Caergoth. Me sentía sola, y, en consecuencia, decidí regresar.

Un aroma a naranja y canela emergió de la tetera. Sobre el catre de Flint, el pequeño se había quedado dormido tumbado boca arriba, con una vaca de madera en una mano y una oveja en la otra.

—Descubrí que encajaba mejor aquí que en Caergoth —dijo tía Ailea con voz más animada. Alzó la vista y debió atisbar una expresión compasiva en la mirada de Flint, pues se encrespo y sus rasgos enmarcados por el cabello plateado adoptaron una expresión dura—. No me compadezcas, maestro Flint Fireforge. Elegí el camino que recorro.

El enano miró en derredor como si buscara algo que decir.

—¿Estás segura de que no te apetecería una cerveza? —ofreció por último.

Ailea le dedicó una mirada severa.

—Cuido niños —fue la escueta respuesta.

Bebieron el té en silencio durante un rato; después, Flint pensó que, al fin y al cabo, era ya casi la horade comer. Así pues, sacó un poco de
quith-pa
y cortó unas lonchas de queso, y tía Ailea cogió platos de la alacena. Flint había estado en Caergoth en uno de sus viajes, así que la conversación giró en torno a esa ciudad. Al parecer, la anciana se había marchado de aquella población antes incluso de que Flint hubiera nacido. Después, el enano hizo una demostración práctica de cómo había construido el tentempié de madera y le regaló uno parecido a la anciana. Tía Ailea le habló de algunos de los niños a los que había ayudado a nacer durante los últimos siglos.

—Asistí a la madre del Orador cuando nació él y también en los partos de sus dos hermanos —declaró con orgullo. Explicó que se había jubilado como partera, pero que seguía cuidando bebés. Por vez primera, mostró cierta animación—. Adoro a los niños. Por eso vine a buscar juguetes.

En definitiva, fue un modo agradable de pasar un día de primavera.

Por fin acabaron con el último pedazo de queso y pan. Tía Ailea lavó los platos y los guardó, en tanto que Flint reanudó el trabajo con la espada de Tanis, después de haber cambiado al pequeño durmiente de la cama de Flint, demasiado cercana a la lumbre de la forja, a otro rincón, sobre el regazo de la anciana. El golpeteo del martillo, aunque al principio despertó al niño, lo ayudó después a hundirse en un sueño más profundo. Tía Ailea guardaba silencio y acunaba de vez en cuando al pequeño mientras se tomaba otra taza de té y observaba el progreso que realizaba el enano en su trabajo. Transcurrió una hora, y al levantar Flint la cabeza se encontró con que la anciana se había quedado amodorrada, con la mejilla apoyada en la cabeza del niño. El enano sonrió y continuó trabajando.

La campanilla de la puerta del taller repicó de nuevo, y Flint alzó la vista sobresaltado, dispuesto a plantarse en el umbral de una carrera y echar a Tanis de la casa. La espada empezaba a tomar forma, con su hoja pulida y templada a golpes de martillo, y la guarda, un imaginativo diseño de acero curvado y brillante. Flint dejó escapar un suspiro de alivio al ver la figura encapuchada que entraba en el taller.

—Espero no ser inoportuno, ¿verdad, maestro Fireforge? —preguntó Miral, con una sonrisa burlona bailándole en los labios. Su voz, por lo general ronca, se redujo a un rasposo siseo. Tras lanzar una penetrante mirada, saludó con un leve cabeceo a tía Ailea, que se despertaba poco a poco. Sobre su regazo, el pequeñín se removió y abrió los azules ojos.

—No, adelante, Miral —lo invitó Flint—. Por un momento, creí que eras otra persona... —Se apartó del resplandeciente círculo de la forja y se limpió el sudor de frente y el rostro con un pañuelo.

—¿Quién, Tanthalas? —aventuró el mago, cuya sonrisa se ensanchó. La anciana se incorporó en su asiento y susurro algo al oído del niño, que se deslizó al suelo y corrió a recoger los animalitos de madera esparcidos sobre la colcha. El mago prosiguió:— De hecho, vine aquí buscando a Tanis. Al no verlo en el patio practicando el tiro con arco, supuse que lo encontraría en tu taller. Pero, si hay alguna razón por la que quieras eludirlo...

Flint esbozó una mueca y se frotó las manos.

—Es un regalo —explicó, señalando la espada a medio terminar, que se enfriaba junto a la forja.

Miral se aproximó para examinarla más de cerca; el resplandor rojizo de los carbones encendidos se reflejó en su cabello claro y en la orla de cuero negro, que remataba su túnica roja. Alargó una mano enguantada y rozó el cálido metal con un gesto suave, casi reverente.

—Será un regalo maravilloso —dijo, volviéndose a mirar al enano. Su mente parecía estar en otro lugar—. Es preciosa.

—Bah, ni siquiera está terminada todavía —rezongó Flint, si bien su pecho se hinchó de orgullo. Cogió un trozo de tela alargado y lo echó sobre el arma. Tía Ailea se acercó a la puerta, preparándose para partir—. El invierno pasado le hice también varias flechas, allá en Solace —añadió Flint—. Pensé que era una buena idea hacerle un gran regalo.

—¿Mmmmm? —musitó Miral. De repente, sacudió la cabeza, como si volviera a la realidad tras dejar que su mente vagara lejos—. Lo siento, maestro Fireforge. Me temo que apenas dormí anoche. El Orador planea hacer un anuncio importante mañana por la tarde, si bien de qué se trata parece que sólo él y lord Xenoth lo saben. Los preparativos nos han tenido a todos muy ocupados. Incluso un mago de poca monta tiene tareas que cumplir. Y también las tiene Tanis, si es que lo encuentro.

Tras anunciar que buscaría al semielfo en el Gran Mercado, Miral se despidió de Flint y de Ailea y se detuvo un momento en la puerta para dar unas palmaditas al niño en la cabeza. El pequeño le tiró un golpe con un caballito de madera; Miral eludió el ataque infantil con una ágil finta y salió por la puerta.

—Un mago de poca monta... —musitó tía Ailea, con el entrecejo fruncido. La anciana parecía sumida en hondas reflexiones. A pesar de que Miral ya se alejaba por el callejón, Ailea siguió indecisa frente al umbral. En dos ocasiones pareció a punto de decir algo, pero se contuvo en el último momento. Entretanto, el niño se afanaba en arrancar las hojas bajas del rosal trepador y tirarlas al suelo.

—Te confesaré algo, maestro Fireforge —admitió por último la anciana con su voz juvenil—. También yo vine con la esperanza de encontrar aquí a Tanthalas. Yo... En fin, ya no se me recibe en palacio de tan buena gana como antes. Por ello confiaba en dar con él en tu taller.

—¿Sí? —preguntó Flint, sin apartar la vista de la figura envuelta en la túnica roja, cada vez más lejana—. ¿Por qué querías verlo?

—Conocí a su madre.

Rehusó decir una palabra más sobre el asunto, y se marchó de inmediato.

12

La espada

Qualinost dormía en medio de un profundo silencio. La noche arropaba la ciudad como un oscuro manto. Aunque estaba más cerca del amanecer que de medianoche, un resplandor naranja todavía titilaba tras las ventanas del pequeño taller de Flint. En el interior, el enano se dejó caer con cansancio en una silla y contempló la obra que tenía ante él. La espada estaba terminada.

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