Prométeme que serás libre (70 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Al final decidió compartir su angustia con Miquel Corella.

—Sal ya hacia Génova —le dijo Miquel—. En noviembre la navegación es peligrosa. Además, la situación política es ahora favorable, quién sabe qué ocurrirá en unos meses y si a esta guerra le seguirá otra. Si pierdes esta oportunidad, quizá tengas que esperar años antes de emprender el viaje. Ve aunque no las encuentres, de lo contrario tu conciencia no te dejará vivir. La familia es lo primero, debes ser fiel a los tuyos.

—Lo deseo con toda mi alma, pero el dinero solo me alcanza para la librería —repuso Joan—. Estoy tentado de cogerlo y arruinar nuestro proyecto a pesar de que es muy improbable que las encuentre.

—No te preocupes por el dinero —repuso el valenciano—. Yo te lo presto.

A Joan se le llenaron los ojos de lágrimas; no sabía cómo agradecerle su gesto a Miquel. Le abrazó. Le había librado de un terrible dilema. Envió una carta a Gabriel diciéndole que, a pesar de las escasas esperanzas de encontrarlas, trataría de hallar el paradero de su madre y hermana en Génova. Jamás se perdonaría si no lo intentaba. Y que partía en pocos días, pues las condiciones favorables de aquel momento para el viaje quizá tardaran años en repetirse.

Niccolò se ofreció para acompañarle y Joan aceptó encantado; la cercanía de edad e intereses les había hecho buenos amigos. El florentino poseía un agudo sentido de la observación, era un buen negociante y le hacía reír con sus sagaces comentarios. Llevaba el pelo corto, la cara siempre bien afeitada y sus rasgos finos mantenían una sonrisa irónica y una mirada perspicaz. Tenía formación militar además de diplomática, manejaba bien la espada y Joan pensó que podía serle de gran utilidad en aquel viaje incierto en el que transportaría una buena suma de dinero.

Dejó los trabajos de reformas en el edificio de la esquina del Largo dei Librai a cargo de Giorgio, que rendiría cuentas a Miquel Corella. Había decisiones que ninguno de los dos iba a tomar, y Joan era consciente de ello; su viaje retrasaría la librería, pero no le importaba.

Desde la proa de su nave, Joan y Niccolò vieron aparecer Génova, la capital de la famosa república marítima del mismo nombre, cuyo puerto se decía era el mejor de Italia. Estaba dentro de una bahía, en forma de un gran semicírculo, que una pequeña península casi cerraba por el sur. Sobre la península se alzaba una poderosa torre que protegía la entrada mientras que del otro extremo se levantaba otra torre aún más alta y fuerte que cumplía las funciones de defensa y de faro.

Tenía cuatro grandes muelles tras los cuales se apiñaba una próspera ciudad que, protegida por sólidas murallas, se encaramaba por los montes. Joan no había visto nunca un puerto tan grande ni tan bien resguardado.

Un marino le señaló con el dedo un gran edificio situado al pie del muelle; era la sede de la Banca de San Giorgio. El joven se santiguó y rezó para que se hiciera el milagro de que él encontrara alguna pista donde el librero no las halló.

Tan pronto la nave atracó, Joan y Niccolò saltaron a tierra y se incorporaron a la muchedumbre de mercaderes, esclavos y estibadores transportando mercancías. La ciudad olía a mar y a fritura de pescado. Siguiendo las indicaciones de uno de los marinos, dejaron el palacio de San Giorgio a su derecha para tomar la concurrida vía de San Lorenzo, llena de multicortes puestos de artesanos. Después de cruzar frente a la hermosa catedral de piedra blanca, llegaron a la zona de la Porta Soprana, una monumental entrada a la ciudad que se abría entre dos altas y estilizadas torres enclavadas en las murallas de Génova. Allí no fue difícil encontrar la librería de Fabrizio Colombo, al que Joan llevaba una nota de Antonello presentándole.

El librero tenía unos sesenta años, su pelo era canoso, se ayudaba con unas gafas, y su librería parecía mucho más antigua que la de Antonello, con toda probabilidad heredada. Joan le agradeció de todo corazón el interés puesto en la búsqueda y le dijo que él no podría acallar su conciencia si no indagaba personalmente.

El librero se mostró cordial y comprensivo, y los acompañó al día siguiente a la Banca de San Giorgio. Allí preguntó por el oficial que guardaba los archivos de los impuestos cobrados en Bastia. Después de una larga espera, Joan tuvo que invertir unos ducados para convencer al hombre de que abriera de nuevo los legajos de hacía once años. Una vez contento con el dinero, el oficial se mostró amable y cooperador. Sobre una gran mesa colocaron los libros de contabilidad y distintos pliegos de pergaminos. A Joan le llamó la atención comprobar que los documentos de la banca estaban escritos en un perfecto toscano, el llamado florentino antico, la lengua de Dante, a pesar de que en Génova se hablaba el ligur, una forma de italiano distinta a la romana, napolitana o florentina.

En los registros del negocio de esclavos encontraron que en la primera parte del siglo predominaban, además de musulmanes, los esclavos orientales, incluidos cristianos griegos ortodoxos, y en años recientes, esclavos de color del norte de África y turcos. También los había sardos y corsos procedentes de las insurrecciones en ambas islas; así pagaban con su libertad los gastos de los ejércitos que los sometían. En los registros no se mencionaba la religión de sardos y corsos, pero eran católicos y tanto las autoridades civiles como las religiosas se desentendían de ese hecho innegable.

Encontraron también esclavos procedentes de los territorios de la Corona de Aragón, prisioneros de guerra que no pudieron pagar su rescate, aunque no en años recientes. Pero ni rastro de la familia de Joan.

—No hay catalanes en los registros del año 1484 ni en el 1485 —confirmó al final del día Fabrizio—. Es inútil continuar.

Joan estaba descorazonado. Se confirmaba el desastre. ¡Había esperado tantos años el momento en el que pudiera emprender la búsqueda de su familia! ¡Y ahora chocaba contra un muro infranqueable!

Joan apenas pudo pegar ojo en toda la noche dándole vueltas a su fracaso. No podía creer que el almirante Vilamarí le engañara al decirle dónde vendió a los cautivos de Llafranc. Era imposible que se equivocara. ¿Se realizaron transacciones en Bastia que la contabilidad de la banca no reflejara? Quizá debiera ir a Córcega y buscar a alguien que recordara una venta de esclavos de hacía once años. Pero el meticuloso Fabrizio hizo ya la gestión sin éxito.

Daba vueltas una y otra vez a esas preguntas, rezando a intervalos. En otros le vencía un sueño ligero del que se despertaba con un sobresalto. ¿Dónde estarían? ¿Cómo hallar quien les pudiera dar razón de su paradero? El amanecer le encontró agotado pero con una determinación. No abandonaría la búsqueda. No esperó once años para renunciar con tanta facilidad.

111

J
oan y Niccolò se encontraban ya en la entrada de la Banca de San Giorgio cuando esta abrió sus puertas a la mañana siguiente. Abordaron directamente al oficial del día anterior y por un ducado más consiguieron la autorización para reanudar la búsqueda.

—Lo revisasteis todo ayer —les dijo embolsándose la moneda—. No hay más libros ni legajos.

—Tiene que haber algo que se nos escapara —repuso Joan—. Decidme: ¿hubo transacciones que no se anotaran en los registros?

El hombre le miró como si aquello fuera un insulto.

—¡Absolutamente no! —repuso indignado—. ¿Con quién creéis que tratáis? ¡Esta es la Banca de San Giorgio!

Y volvieron a buscar en libros y legajos. Pero al recapitular al cabo de unas horas Joan comprendió que estaban repitiendo la misma rutina sin obtener nada nuevo. No había registros de esclavos catalanes ni en el año del asalto ni en el siguiente, ni en los inmediatamente anteriores o posteriores. Apoyó los codos en la mesa ocultando su cara en las palmas de las manos, desesperado. Estaba agotado y se sumió en un extraño sueño. «¡Sardos!», le dijo una voz. Y se despertó sobresaltado.

—¡Sardos! —exclamó—. ¡Esclavos de Cerdeña!

Niccolò le miraba sorprendido.

—¡Cómo no se me había ocurrido! —continuó Joan golpeándose la frente—. ¡Por muy cínico que sea el almirante Vilamarí, jamás permitiría registros que dijeran que esclavizaba a sus propios paisanos! Estarán como rebeldes sardos o quizá incluso corsos.

Efectivamente, encontraron una larga lista de esclavos sardos en aquellos años. Joan se dijo que si todos procedían de las razias de Vilamarí, este habría asaltado un buen número de poblaciones. No se registraban apellidos, pero entre las mujeres de finales de 1484 encontraron varias María y Eula, seguramente Eulalia, pero también un par de Elisa, que bien pudieran ser Elisenda, y una Marta. ¡Quizá fueran ellas! Los registros indicaban que tres María, dos Eula, Elisa, Clara y Marta, esclavas sardas y por lo tanto blancas, con edades que coincidían con las que buscaban, fueron vendidas a un tal Simone, un tratante de la ciudad de Génova a finales de 1484. A Joan se le hizo un nudo de emoción en la garganta.

—¡Creo que en ese lote estaban ellas, Niccolò! —exclamó con un hilo de voz.

Supo que el tal Simone tenía su establecimiento pegado a la Porta dei Vacca. Y que aprovechaba las torres que flanqueaban la puerta, y que se usaban como cárcel de la ciudad, para encerrar a los esclavos que presentaban un mayor riesgo de fuga a cambio de unas monedas para los guardias. Antes de visitarle Joan fue a ver a su amigo Fabrizio para darle la noticia.

—Me alegro mucho. No se me había ocurrido tal posibilidad —dijo el genovés—. Lo único malo es Simone.

—¿Qué ocurre con él?

—Soy contrario a la esclavitud, pero sé distinguir entre los traficantes de esclavos. Los hay mejores y peores.

—¿Y bien?

—Simone es el esclavista con la peor reputación de toda Liguria —afirmó—. Lamento decir que trata a las personas peor que a los animales. Es desagradable y agresivo. Andaos con cuidado, se trata de una mala persona y no me extrañaría que se negara a informaros.

—Aún me queda dinero —murmuró Joan, pero su mano acudió instintivamente al puño de su espada, no a su bolsa.

La Porta dei Vacca estaba situada en el otro extremo de la ciudad, en la parte noroeste, y era tan impresionante como la Porta Soprana. Dos altísimas torres almenadas construidas en piedra se alzaban a los extremos de un imponente arco gótico de gran altura que daba entrada a la ciudad a través de las murallas. No hizo falta preguntar por Simone, ya que en la calle del Campo, la que conducía a la Porta dei Vacca, había un cartel que anunciaba su negocio y a la entrada de este, a cada lado, cuatro hombres de piel oscura, de pie y encadenados con argollas en los tobillos a la pared. Un hombre fornido de alrededor de cincuenta años, entrado en carnes y calvo, se encontraba sentado en una banqueta al lado de la puerta y golpeó, sin levantarse, con una vara a uno de los esclavos que se había puesto en cuclillas.

—¡Levántate, pedazo de carbón! —le espetó—. Que vean estos señores que los esclavos de Simone son fuertes.

Y al ver que Joan y Niccolò miraban hacia el interior de la tienda, les dijo:

—Tengo los mejores esclavos de Liguria. ¿Lo buscáis macho o hembra?

—Busco una mujer —repuso Joan—. Y la quiero blanca.

—Y también la queréis joven y hermosa, ¿verdad? —inquirió el hombre riéndose mientras hacía un gesto lascivo. Después le guiñó un ojo.

—Efectivamente —contestó Joan—. ¿Sois vos Simone?

—Sí lo soy —repuso el hombre—. Y os digo que tendréis que conformaros con otra cosa porque ahora no tengo mujeres blancas.

—Pues alguna que hayáis vendido y cuyo dueño esté dispuesto a desprenderse de ella —insistió Joan.

—Ese no es mi negocio —le cortó Simone en tono desagradable—. Y si no vais a comprar, no me hagáis perder tiempo. Preguntad por ahí, y si tenéis prisa, hay putas baratas en el puerto. —Y escupió a los pies de Joan.

Joan sabía identificar a un matón de inmediato y sin lugar a dudas aquel tipo lo era. Simone le recordaba a Felip y sintió deseos de responderle con dureza. Pero hizo un esfuerzo de contención, no podía enemistarse con aquel hombre. Sacó un ducado de oro de su bolsillo y lo hizo brillar delante de sus ojos.

—Si encuentro a la esclava que busco, esto será vuestro. Quiero una esclava blanca y que no sea ni turca ni mora.

—Ahora sí que habláis mi lengua —dijo el hombre con una sonrisa, y miró codicioso a la moneda—. Os entiendo perfectamente. Queréis a una mujer blanca, cristiana y que tenga buen aspecto.

Joan afirmó con la cabeza mientras continuaba mostrando la moneda.

—Últimamente no han llegado esclavas cristianas —informó Simone—. Nuestros proveedores habituales de ese ganado están muy ocupados con la guerra. Tendrá que ser material de hace unos años. Además, ¿para qué la queréis cristiana? No será para rezar juntos a la Virgen María, ¿verdad? —Y lanzó una carcajada.

Joan percibió que tras su ruda jovialidad el hombre le miraba suspicaz; estaba calculando. Decidió que si quería obtener la respuesta correcta no le quedaba más remedio que descubrir sus cartas, aquel tipo se olía que buscaba algo muy concreto y había visto el brillo del oro. La información le saldría cara, pero no le importaba si era correcta.

—Busco a un grupo de cautivos que comprasteis en Bastia hace once años —dijo al fin—. La mayoría eran mujeres y os las vendieron como sardas, pero eran catalanas.

—¡Ah! ¡Catalanas! —exclamó el tipo, y frunció el ceño. Parecía pensar.

Joan tenía el alma en vilo. Aquel hombre le era muy desagradable, pero constituía su última esperanza; contuvo el aliento rezando para que se acordara. Al rato Simone gritó hacia el interior de la tienda:

—¡Andrea! ¡Ven aquí! —Su cara mostraba ahora una sonrisa astuta.

Al segundo grito oyeron que alguien respondía desde dentro. Al poco apareció un tipo que no llegaba a la treintena también de enorme corpachón. Llevaba daga y espada al cinto. Joan se preguntó si sería el hijo de Simone.

—¿Te acuerdas de un lote de catalanas que compramos en Bastia hace once años? —preguntó sonriente—. ¿No fueron esas con las que te estrenaste?

El otro afirmó con aire satisfecho y el corazón de Joan le dio un vuelco. ¡Al fin una pista cierta! Pero tuvo que contener su rabia al comprender de lo que hablaban.

—No fui el único, los demás lo pasasteis igual de bien —dijo el más joven.

Simone suspiró con una sonrisa feliz.

—¡Qué tiempos aquellos! —dijo—. Había mujeres hermosas de verdad.

—¿Dónde las vendisteis? —quiso saber Joan, mientras trataba de disimular su furia.

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