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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (43 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan recibió la indumentaria de reglamento para un galeote. Dos pares de camisas, dos de calzones, un gorro rojo y unos calcetines. Se apresuró a vestirse, cubriéndose de inmediato con el gorro. El sol y el aire le producían una extraña sensación de frío en su cabeza rasurada. También le dieron una bolsa de lona encerada para mantener su contenido lo más seco posible, un cazo y una cuchara de madera. Guardó en la bolsa su nuevo libro, las plumas, el frasco de tinta, ropa y algo de dinero.

Observó con curiosidad y temor aquel entorno extraño, mientras andaba por la crujía, el pasillo central elevado, situada entre los bancos de remeros. Un alguacil le precedía y otro le seguía. Los forzados dormían sobre los bancos o charlaban entre ellos, alguno le miraba con curiosidad y la mayoría se mostraba indiferente. Joan calculó que debía de haber más de ciento cincuenta hombres, cada uno frente a un remo. Cuando llegaron al décimo banco del lado de estribor, le ordenaron sentarse en el centro de este, mirando a popa, entre dos galeotes, y allí le encadenaron la pierna izquierda y el brazo derecho.

—Ya puedes empezar a escribir —se mofó el alguacil que antes se burló de él y al que llamaban Garau—. Y entérate de que el que mataste era mi amigo.

Joan sintió deseos de responder, pero su prudencia le aconsejó callar.

—No le contestes —oyó que le decía el muchacho a su derecha—. Y cuídate de él, es un mal bicho.

Cerró los ojos. Ojalá aquello fuera una pesadilla, pensó. Sin embargo, el peso de los hierros, la dureza del banco y el tufo persistente que despedía aquella muchedumbre encadenada le recordaron la implacable realidad. Dos años, se lamentó. Dos años tendría que sufrir aquello. Abatido, apoyó sus manos en la empuñadura de su remo y en ellas su cabeza. ¡Cuán lejos estaba de lo que su padre le pidió! Luchar por su libertad y la de su familia. Había fracasado en todo.

Recordó a Abdalá diciéndole que la verdadera libertad estaba en el interior de cada uno y que el hombre podía ser libre en su pensamiento aunque no lo fuera físicamente. Se prometió que, en memoria de su padre, seguiría las enseñanzas de su maestro. No se dejaría someter, no se dejaría robar la dignidad.

Abrió los ojos para enfrentarse a lo que le rodeaba. Un hombre en la bancada anterior a la suya se bajó los calzones y defecó allí mismo. El ruido de sus cadenas se mezcló con el de sus gases malolientes. Joan sintió asco al tiempo que comprendía que nadie le iba a liberar a él de sus grilletes cuando tuviera necesidad.

—Al final te habitúas —le dijo el chico de su derecha.

Joan le miró sin responder. No superaba los dieciocho años y tenía facciones delicadas, sin indicios de barba, era delgado y sus enormes ojos azules destacaban sobre unas marcadas ojeras. Su presencia en aquel lugar se le antojó extraña y dejó de compadecerse para apiadarse del chico. ¿Cuánto podría aguantar en aquella bancada?

—Soy Joan —se presentó.

—Y yo Carles —repuso el otro—. Y te aconsejo que cuelgues tu bolsa de lona en los ganchos que hay bajo el banco si no quieres que se llene de porquería —le dijo con una sonrisa.

Joan vio los excrementos que continuaban sobre cubierta y se apresuró a buscar los ganchos. Terminada la operación, dirigió su mirada hacia el hombre que tenía a su izquierda. Era robusto y de piel curtida por el sol, daba la impresión de llevar mucho tiempo atado a los remos. Sus miradas se cruzaron y se sintió obligado a hablarle.

—Hola. Soy Joan —le dijo.

—Amed —repuso el otro al rato.

El joven pensó que aquel hombre no quería hablar y después de afirmar con la cabeza se giró interrogante a Carles.

—Es musulmán y no habla nuestra lengua —le contó el chico sin esperar a que le preguntara; tenía una forma rara de hablar—. Es prisionero de guerra, en cada banco hay uno y no ponen más para evitar motines. Este es berberisco, aunque también los hay turcos. Dicen que los norteafricanos como Amed son peligrosos porque nunca sabes cuándo te pueden atacar, pero son grandes marinos y los mejores remeros. Por eso, y porque es fuerte, a él le dan el remo más largo y pesado. A mí, como puedes ver, me sientan al lado de la borda y tengo el remo más ligero.

Joan agradeció aquella información, le era muy útil para situarse. Sin embargo, percibió en Carles algo extraño. Sus movimientos y su forma de hablar, con un marcado acento del norte de Cataluña, resultaban amanerados, casi femeninos. Sintió recelo de su amabilidad y temió que perteneciera a esa clase de hombres que buscaban a otros. No había tratado nunca antes con ninguno de ellos, pero se decía que provocaban la lujuria en otros hombres, en especial en lugares en que no había mujeres. Sintió repulsión por él y también temor a que llegara a tentarle. La pena por sodomía era la muerte. Por ello, y por el desprecio de la gente, intentaban pasar desapercibidos. Aun así, Joan se dijo que aquel chico no podía ocultarse por mucho que lo intentara e instintivamente se apartó de él, aunque las cadenas le impedían distanciarse. Carles percibió el gesto y calló.

De pronto Joan sintió una palmada en su espalda y un vozarrón que le decía:

—Eh, ¿qué pasa? ¿No te gusta nuestra niña? ¡Pues a nosotros sí!

Y después las carcajadas de un grupo de hombres. Uno de ellos manoseó a Carles.

—¡Déjame! —exclamó este, levantándose de un salto e intentando alejarse del individuo todo lo que sus cadenas le permitían.

Los del banco de atrás volvieron a reír. A Joan no le pareció gracioso pero los saludó presentándose. Dos eran cristianos y el que llevaba la voz cantante, un tal Jerònim, remaba justo detrás de Carles. El tercero era un musulmán que apenas hablaba y que no participaba en el acoso.

En aquel momento sonaron cornetas y tambores afuera. El cómitre empezó a gritar órdenes alertando a los alguaciles y a los galeotes.

—Serán los representantes de la ciudad y del regente que despiden a la flota —comentó Carles—. Estamos a punto de zarpar.

—¿Qué tengo que hacer? —inquirió Joan, intranquilo—. Nadie me ha explicado nada.

—Los forzados aprendemos los unos de los otros y si no, del látigo del alguacil —repuso Carles—. Las órdenes se dan con toques de corneta y los hay distintos dependiendo de si son para todos o solo para babor o estribor, proa o popa. De momento haz lo mismo que yo haga, pero recuerda el toque y la maniobra. —Y añadió melancólico—: Ya ves, yo aprendí de quien se sentaba donde tú estás y tú aprendes de mí.

—¿Qué le ocurrió?

—Lo que a todos. Murió.

—¿De qué?

Carles se encogió de hombros.

—No sé —dijo—. Quizá lo envenenó la mierda que nos rodea, o lo mató la poca y mala comida, o los latigazos, o el agotamiento, o quizá fue el sol. Llevaba tres años atado a este banco, estaba muy delgado, tuvo diarrea y ya no podía con el remo. Los alguaciles le daban con el látigo, pero aún se movía más lento. Al final lo sacaron para llevarlo bajo cubierta. Dicen que el cura pudo confesarle antes de morir. Lo pusieron en un saco con una piedra dentro y una vez cosido, lo lanzaron al mar pasadas las islas Medas, en el camino desde Salses a Barcelona.

La mención de aquellas islas donde iba a pescar coral rojo hizo que los ojos de Joan se llenaran de lágrimas. Recordaba como si fuera ayer el mar azul, el agua transparente, el sol, a la
Gaviota
con su padre sonriendo y a sus buenos compañeros. ¡Qué hermoso tiempo! Solo ahora era capaz de apreciarlo con plenitud. También recordaba que de regreso a Llafranc, en especial cuando la pesca había sido buena, los hombres cantaban. Viejas canciones, viejos recuerdos. Y empezó a tararear una.

El cómitre gritó órdenes y al primer toque, los forzados se pusieron en pie y tendieron los brazos y el cuerpo a su frente, a popa, sacando la pala del remo fuera del agua y elevándola lo más posible en dirección contraria, hacia proa. Joan se apresuró a imitarlos. Vio cómo los alguaciles, látigo en mano, se paseaban por la crujía observando amenazantes los movimientos de los galeotes. Gritaron otra orden, pero todos permanecieron inmóviles con los remos en alto.

—Es la señal de boga general, pero hay que esperar —murmuró Carles.

Cuando se oyó un segundo toque, los galeotes, todos a la vez, hundieron los remos en el agua mientras apoyaban los pies en la peana y se dejaban caer con todo el peso de su cuerpo sobre el banco. La nave se movió majestuosa.

Un sonido grave y rítmico procedente de un bombo sincronizaba a los galeotes, que se incorporaban una y otra vez para dejarse caer, al mismo tiempo, sobre el banco.

Bogaba mirando a popa y al ver alejarse Barcelona y con ella a su hermano Gabriel y a sus amigos, sintió una profunda nostalgia. Las lágrimas surcaron sus mejillas en un llanto mudo y vio que Carles le observaba en silencio.

¿Le permitiría el destino regresar algún día? Su condena le acercaba precisamente al lugar al que él ansiaba ir: Nápoles. Pero a la vez le alejaba de sus sueños.

Tiró con rabia de su remo buscando en el esfuerzo alivio a la pesadumbre que le atormentaba. Joan era alto y su fuerte cuerpo de veintidós años acostumbrado a mover moldes y piezas de fundición hizo que el madero se curvara.

—Tranquilo —le dijo Carles—. No tengas prisa, que cada palada nos acerca más a la muerte.

63

L
as galeras bogaron rumbo a levante y cuando la
Santa Eulalia
desplegó la vela, las otras la imitaron. El viento era favorable y el almirante no tenía prisa, así que dieron descanso a los galeotes de proa mientas la mitad de popa continuaba remando.

Una vez colocó su remo en el soporte que lo mantenía en posición vertical, Joan bebió del pellejo de poco más de dos litros que le dieron.

—Raciónala —le avisó Carles—. Esa es toda el agua que tienes para el día.

La inactividad se empleó en baldear la cubierta con cubos de agua que izaban del mar. Al eliminar los excrementos pegados entre los bancos, el tufo que tragaban en cada bocanada de aire se hizo menos denso. La brisa era una bendición y Joan hinchaba sus pulmones con avidez.

—Una vez cada quince días se baldea con agua y vinagre para desinfectar —le informó Carles—. En la parte de atrás de la galera, en popa, está la zona noble y le llaman carroza. Allí viajan cómodamente y a cubierto del sol los oficiales del buque. No solo son de una clase superior, sino que se creen una raza distinta. Tienen incluso un perfumista que les alivia el olfato del tufo que nosotros desprendemos y músicos que les amenizan el ocio. Si en tierra hay clases sociales, aquí son el colmo. El almirante es como Dios y nosotros, los galeotes, somos ratas. Los soldados que transportamos, a cargo de un oficial llamado Pere Torrent, se creen superiores a los marinos y a nosotros nos desprecian. Antes morirían luchando contra un enemigo superior que remar o tirar de las velas. Para ellos trabajar es una deshonra.

—Sí, pero si son capturados, terminarán también remando —objetó Joan.

—Eso es un riesgo de su oficio y ser apresado en la lucha no es deshonra —repuso Carles—. Entonces pasarían a ser esclavos.

Joan meneó la cabeza incrédulo, aquel era un mundo extraño, distinto al que conocía y que funcionaba con sus propias reglas. Comprendió que él se encontraba en el peor lugar posible de aquel mundo y que sería afortunado si sobrevivía.

Un aroma especial se mezcló con el tufo habitual de la nave: era el olor de madera de pino quemada y de algo más que se cocía. De la fila de bancos que ocupaba el fogón se levantaba una humareda y Joan se sorprendió al sentir hambre a pesar del entorno nauseabundo en que estaba inmerso. Se sirvió primero a oficiales, soldados y marinería y al fin unos galeotes supervisados por los alguaciles llegaron con unos grandes peroles. Joan vio que los forzados se apresuraban a sacar las escudillas y cucharas que guardaban en su bolsa bajo el banco. Él hizo lo mismo, le llenaron el cazo con un potaje de habas y le dieron unos pedazos de galleta troceados. Todos se lanzaron a comer con avidez y Joan trató de conversar con Amed, pero este apenas sabía unas palabras y las aprendidas por el chico en nazarí con Abdalá no ayudaban, pues hablaba una lengua distinta. A pesar de acompañarla con gestos, la conversación pronto languideció.

La vela proyectaba sombra en su lado de la nave y muchos galeotes se quitaron las gorras. Joan se sorprendió al ver que Amed mostraba un largo mechón de pelo en su cabeza afeitada.

—Los musulmanes creen que al morir, Dios les tira del pelo para llevarlos al paraíso —le dijo Carles—. Por eso se lo dejan. No creo que sea tolerancia religiosa, sino que los quieren resignados para cuando se mueran.

Joan meneó la cabeza extrañado; aquel lugar no dejaba de asombrarle. Mordió la galleta y la encontró muy dura.

—Es un tipo de bizcocho que hornean dos veces para que se conserve más tiempo —le informó de nuevo Carles—. Y en cuanto al potaje, solo lo hay de habas o de garbanzos. Eso es todo lo que comemos dos veces al día. Pero cuando tenemos que rendir más, por ejemplo, antes de entrar en batalla, nos dan una ración mayor de legumbres y de agua. Incluso vino y tocino.

Vio que a Jerònim, el galeote que se sentaba detrás de Carles, le servían de un puchero distinto y le daban un cuenco con vino. Interrogó a su vecino con la mirada y este de inmediato le aclaró su duda.

—Es un buena boya.

—¿Un qué?

—Un remero voluntario —le aclaró Carles.

Joan hizo un gesto de sorpresa, no podía imaginar que nadie estuviera en aquel lugar por gusto.

—Es un malhechor que cumplió su condena de galeras, pero, como nadie quiere emplearlo en tierra firme, se ofrece voluntario para remar por una paga —le explicó—. Le dan una miseria, un ducado cada tres meses. Pero su potaje lleva tocino, come como la tripulación y le permiten repetir. Si te fijas, no está encadenado y cuando se quite el gorro verás que tiene pelo. Se cree superior a nosotros y es confidente de los alguaciles que son gentuza como él. Le gustaría el empleo de alguacil, pero ni para eso lo quieren. Es amigo de ese Garau, que es el peor de todos ellos. Son mala gente; ya ves, Dios los cría y ellos se juntan.

Joan recordó la fisonomía de Garau. Aquel hombre le dijo, como amenaza, que el Tuerto era su amigo. Y de pronto intuyó que él le vio antes, hacía mucho tiempo. ¡En el asalto a su aldea! Entonces comprendió que Garau era uno de los de la partida que asesinó a su padre. Y también de los que raptaron a las mujeres de su familia. Presentía que las respuestas a su búsqueda estaban muy cerca. Mientras, Carles continuaba hablando sin que Joan le pudiera prestar atención.

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