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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (22 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Copiaba con una letra excelente y no paraba de aprender sobre libros e idiomas con Abdalá. Sentía una gran admiración y cariño por su maestro. También trabajaba en ocasiones en el taller, pues quería obtener el título de maestro encuadernador.

Aquel asunto agriaba el carácter de Felip; superaba los veinte años y el amo no le proponía para el examen al que él se creía preparado. Cuando Felip solicitaba el permiso de mosén Corró, este respondía que se esforzara más en el trabajo diario, que fuera piadoso e hiciera buenas obras. Y que un maestro debía dar ejemplo no solo en el trabajo, sino en sus buenas costumbres y moral.

Joan llevaba un año frecuentando las tabernas del puerto. Cuando le pidió permiso al amo, este se negó diciendo que allí no había nada bueno que pudiera aprender un aprendiz.

Solo cedió gracias a la intervención de Bartomeu.

—El chico quiere indagar lo ocurrido a su familia —le dijo a su amigo librero—. Y es suficientemente maduro para no hacer tonterías.

Después le advirtió a Joan con una sonrisa:

—Pero poco vino y nada de mujeres.

El muchacho buscaba conversación con marinos franceses y de los distintos estados italianos. Tenía buenas bases lingüísticas y anotaba las palabras que no entendía en un pedazo de papel mediante un trozo de grafito sostenido por un tubito metálico de los que usaba para reglar los libros antes de escribirlos. Después, escondiendo el papel para que no lo viera, se las repetía a Abdalá, que no dejaba de asombrarse de la buena memoria del chico. El viejo ignoraba que su aprendiz hacía tiempo que era ya capaz de leer perfectamente.

Preguntaba a los marinos por galeras que piratearan y por cautivas cristianas, pero aquel era un asunto delicado: obtenía respuestas vagas y terminaba escuchando la errática historia de un borracho fabulando. No podía permitirse ir al puerto cada noche y cuando lo hacía acostumbraba a acostarse descorazonado, aunque si al día siguiente llegaba un barco de ultramar, acudía a la búsqueda de noticias lleno de esperanza.

Aquella actividad le proporcionaba además una buena excusa para reducir su presencia en la banda de Felip. El matón no permitía abandonos.

El día en que el amo le dijo a Joan que le tomaba como aprendiz con contrato escrito, un solo pensamiento enturbió su alegría. ¡Dejaría de ir a llenar el cántaro! Llevaba mucho tiempo encontrándose casi a diario en la fuente de Sant Just con Anna. Si por algún motivo alguno de los dos no podía acudir, el día era triste aunque luciera el sol. Al verle a distancia, la chica sonreía y bajaba pudorosa la vista al suelo, pero su sonrisa continuaba bailando escondida entre las comisuras de sus labios y los hoyuelos de sus mejillas.

Anna estaba a punto de cumplir los quince años y su cuerpo se había alargado al tiempo que se redondeaba. Su gonela aún destacaba una cintura estrecha, aunque ahora se ajustaba sobre unas caderas altas y bien formadas.

Para Joan los gestos y el modo en que la muchacha se movía eran lo más bello del mundo y se acercaba a la fuente ansioso por cruzar miradas y después mantener aquellas conversaciones breves pero intensas en la calleja. Cuando sus ojos se encontraban, al chico le faltaba el aire y su corazón, ya acelerado, parecía querer estallar de contento. Ella mostraba sentir algo parecido. A veces la ayudaba a cargar el cántaro y cuando sus manos se rozaban más de lo necesario, él creía morir de dicha.

No podía renunciar a aquellos encuentros y convenció al amo, con la complicidad de su esposa, para que le mantuviera la tarea de ir a por agua para el taller. El muchacho suspiró aliviado, podría seguir gozando del momento más hermoso de cada jornada.

—Te gusta la hija del joyero, ¿verdad?

La pregunta de Bartomeu cogió desprevenido a Joan. El chico se sobresaltó. La relación con el mercader, que de alguna forma se sentía protector de los hermanos, continuaba siendo estrecha. Se encontraban los domingos en la iglesia de Santa Anna y cuando por negocios visitaba a los Corró, siempre subía al piso superior a saludar. En aquella ocasión Bartomeu le dijo que quería hablarle y le invitó a dar un paseo.

—¿Cómo sabéis...?

—La ciudad es más pequeña de lo que parece. Siempre hay mil ojos observando y la gente comenta.

—Pero procuramos ser discretos.

—Los gestos hablan más que las palabras.

—¿Y qué tiene de malo?

—Así que te gusta, ¿verdad?

El muchacho afirmó con la cabeza.

—Lo siento, pero tengo un encargo para ti.

—¿Qué es? —inquirió Joan, alarmado.

—Soy amigo de su padre y él no ignora que te veo con frecuencia. —Bartomeu hizo una pausa—. Quiere hacerte saber que está buscando un esposo para su hija y que pronto estará comprometida.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Que tú no estás en su lista.

A Joan ni se le había ocurrido aún pensar en casarse con Anna. Solo disfrutaba viéndola, conversando y gozaba del placer que ella mostraba al verle a él. De pronto la idea de que Anna tomara a otro hombre como esposo le pareció horrible, insoportable.

—¿Y por qué no? —preguntó aun sin querer oír la respuesta.

Bartomeu suspiró e hizo un gesto de fastidio.

—Mira, en este mundo existen estamentos y la gente se casa dentro de su clase social. El padre de Anna es un joyero de éxito, tiene una tienda boyante y además es un mercader que vende e importa. Aspira a un marido para su hija como sería el hijo de los Corró, no a un aprendiz.

—Pero yo no seré siempre aprendiz, algún día seré un librero como el amo —repuso Joan hinchando el pecho, ofendido.

—Quizá lo consigas —le contestó Bartomeu—. Capacidad no te falta, pero de tener amo a llegar a ser amo hay una gran distancia que muy pocos logran cubrir. Si alguna vez lo consigues, Anna ya estará casada y tendrá hijos. mosén Roig quiere que sepas que su hija no está a tu alcance.

Continuaron andando en silencio y después de cruzar la segunda muralla llegaron al mercado de carne de la Rambla donde los vendedores gritaban las excelencias de su mercancía y los compradores la observaban con ojo crítico.

—No puedo vivir sin verla —confesó allí Joan con un suspiro.

Bartomeu movió la cabeza, disgustado.

—Es peor de lo que pensaba —dijo, y emprendió la marcha Rambla arriba.

Anduvieron en silencio hasta la altura de la Porta Ferrissa, donde Bartomeu se detuvo y girándose hacia Joan le dijo:

—Mira, te diré lo que has de hacer si quieres seguir viéndola.

—¿Qué? —preguntó Joan, esperanzado.

—Dime que has entendido el mensaje y que no volverás a hablar con ella.

—¡Pero yo no puedo hacer eso!

—Si no lo haces, su padre la encerrará, no podrá salir de casa. No irá más a la fuente, mandarán a la criada. ¿Comprendes?

Joan lo entendió de inmediato. Si renunciaba a hablarle, si aparentaba que Anna le era indiferente, quizá pudiera continuar viéndola. No tenía otra opción.

—Comprendo —dijo después de un tiempo en que estuvo buscando, desesperado, otra alternativa sin encontrarla—. Explicadle al padre de Anna que le respeto a él y a su hija, y que perdone si ha habido un malentendido. Que no quería ofenderlos y que no volveré a hablar con ella.

—Haces bien —repuso Bartomeu—. Y lo siento.

Joan llevaba ya cinco de aquellos pequeños libros que fabricaba para su uso; cada vez eran mejores y el maestro le felicitaba por su progreso como aprendiz. Guardaba los antiguos en el convento de Santa Anna, donde solo él sabía, y los llenaba con sus anotaciones secretas. Aquella noche Joan escribió en su pequeño libro: «La amo», y una lágrima emborronó la última letra.

Al día siguiente Anna no sonrió, ni siquiera le miró y Joan no hizo nada para acercarse a ella. Su padre también le habría hablado. Sin su sonrisa la mañana era triste, pero al menos podía verla y saber que ella sentía su presencia. Unos días después coincidieron con la plaza casi desierta y él le susurró:

—No me dejan hablaros.

—A mí tampoco —repuso ella bajito y disimulando.

—Os amo —le confesó él.

Ella le lanzó una intensa mirada, llena de alarma, con unos ojos verdes que aquel día mostraban matices oscuros. Sin decir nada ni llenar el cántaro, abandonó la plaza a toda prisa.

Joan había roto su promesa y comprendió que quizá ya no la viera nunca más. Ansioso, acudió al mismo sitio el día siguiente y ella no estaba. Tampoco los días sucesivos. Había perdido lo que más quería y no sabía cómo reparar su error.

33

A
l regreso de uno de sus viajes a Valencia, después de pasar cuentas con mosén Corró, Bartomeu fue a ver a Joan. Era su costumbre y este no se extrañó, pero ese día el mercader mostraba un semblante serio.

—¿Qué ocurre? —preguntó el chico, inquieto.

—Creo que tengo noticias. —Le miraba con intensidad.

—¿Qué noticias?

—Te pueden afectar.

—¿De qué se trata? —Joan estaba alarmado.

—Al sur de Garraf hay un pueblo muy bien amurallado, se llama Sitges —le explicó—. Es el más importante de la zona y siempre me detengo en él. Nunca me había fijado en ella, pero esta vez la vi. Fue casual, paseando por la playa.

—¿Qué visteis?

—Vi esa barca.

—¿Qué tiene de particular esa barca? —inquirió el chico, extrañado.

—Vi que en uno de los tablones interiores de la proa tiene grabada una imagen de pesca de ballena. Y en Sitges no pescan ballenas.

—¿Qué?

—Exacto, igual que el grabado que tenía la barca de tu padre. Sus dimensiones también coinciden.

—¿Cómo puede ser? —se preguntó Joan asombrado—. ¿Cómo es?

Bartomeu describió el hombre alzando el arpón a la izquierda y la ballena a la derecha y que la nave tenía ocho remos y vela latina.

—¡Es la
Gaviota
!

—No es seguro. Creo que debes ir a Sitges y comprobarlo.

El mercader obtuvo el permiso de mosén Corró y arregló el viaje con un marino conocido. A la semana, Joan pisaba de nuevo las tablas de una barca después de casi tres años. Amaba el mar, era como volver a casa, pero embarcarse le trajo demasiadas evocaciones y melancolía. Recordaba aquellos tiempos hermosos con su familia, la barca y las olas. Olfateaba el aire del mar, sentía el sol y la salpicadura fresca del agua en su piel. Cerraba los ojos y soñaba que volvía a ser todo como antes, cuando hasta los peces atrapados en las redes de la
Gaviota
eran felices.

La barca le llevó rumbo sur; atrás quedaron los muros de la ciudad, la montaña de Montjuic, los cañaverales de la desembocadura del Llobregat, las largas playas arenosas con frondosos pinares de Castelldefels y después los acantilados del Garraf. Al fin divisaron un pueblo amurallado encaramado en una colina que caía casi en vertical por sur y este sobre unos rompientes que daban al mar. Al oeste, Sitges se abría sobre una amplia playa.

Al acercarse Joan buscó ansioso con su mirada la barca de su padre, pero no vio ninguna que se le pareciera. Debía de estar mar adentro, pensó, pescando.

Su nave transportaba manufacturas de Barcelona y se quedaría dos días en Sitges mercadeando para cargar después vino y distintos productos agrícolas. Aparte del aval del patrón, Joan llevaba un salvoconducto que Bartomeu obtuvo del prior de la Pia Almoina de Barcelona, institución religiosa que poseía los derechos feudales del pueblo, así que no tuvo problemas a la hora de acceder a la villa.

Y se movió libremente dentro y fuera, tanto de la parte antigua, la construida en la colina sobre el mar, como la norte, también amurallada y a la que se accedía desde la vieja por un puente. Un par de cañones miraban al mar y Joan se dijo que para sobrevivir en la costa, un pueblo precisaba defensas tan buenas como aquel. De haber habitado en Sitges, su familia no habría sufrido aquella terrible desgracia. Era una villa pujante que tenía una intensa actividad comercial y artesanal y daba salida al mar a una amplia comarca interior. Pero Joan no podía entretenerse en la contemplación. Miró al sol, calculó que pronto llegarían las barcas de pesca y fue a la playa.

Vio la silueta de la barca conforme llegaba con el sol iluminando babor, con su vela despegada, potente, cortando el mar. De inmediato supo que era la
Gaviota
, solo que los remiendos de la vela eran distintos. Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo la ingenuidad de desear que cuando la quilla se hundiera en la arena de la playa saltaran por la borda, alegres, su padre, Tomás, Daniel y todos los demás, tal como lo hacían en Llafranc. Pero solo eran fantasmas de sus recuerdos. La nave fue creciendo conforme se acercaba, vio cómo arriaban velas y terminaban impulsándola a remo. Al poco varaba en la arena tal como hacía en Palafrugell. No tuvo que moverse, ella vino a sus pies como el perro al amo que hace tiempo que no ve. Las mujeres esperaban y con gran algarabía los pescadores empezaron a pasarles cestas repletas de pescado; la captura había sido buena y todos estaban felices. Era igual que en su pueblo, se dijo Joan. Lo mismo. Con solo entornar los ojos imaginaba que eran su familia y sus amigos. Se apartó unos pasos para no molestar y lo contempló todo con una mirada enturbiada por las lágrimas.

Terminada la descarga, uncieron el yugo a unos bueyes y tiraron de la nave hasta ponerla a salvo de la marea. En la aldea de Joan se hacía lo mismo, aunque a fuerza de brazos y con la ayuda de los vecinos.

Joan sabía que era ella, la
Gaviota
, no necesitaba comprobarlo, pero cuando los pescadores se alejaron hacia la villa, saltó dentro de la barca. Allí estaba el bajorrelieve en la madera que él talló y acariciándolo su llanto contenido estalló inconsolable. Era la barca de su padre y aún sentía su presencia y también la de sus compañeros.

—Señor, ¿por qué dejasteis que ocurriera? —murmuraba entre sollozos.

Y en cuclillas apoyó su cabeza en la imagen para dejar que su dolor saliera junto a sus lágrimas.

—¿Por qué? —se interrogaba con amargura—. ¿Por qué?

Anochecía y quiso que la oscuridad fuera como mortaja que ocultara su dolor. Pero la presión de una mano en su hombro le sobresaltó.

—Muchacho, ¿qué haces aquí?

Miró hacia arriba y sus ojos húmedos vieron al hombre de barba gris al que los pescadores obedecían: era el patrón de la barca. No supo qué responder y le observó al tiempo que notaba su mano firme sujetándole. No se parecía a su padre, se dijo. No era digno de capitanear la
Gaviota
. Sintió rabia. Estaba a punto de quitarle la mano de su hombro de un manotazo cuando el pescador volvió a preguntar:

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