Figura 1. La visión de la moralidad sostenida por los biólogos durante el último cuarto de siglo queda resumida en la máxima de Ghiselin (1974: pág. 247): «Arañe a un “altruista” y verá cómo sangra un “hipócrita”». Se pensaba que los humanos éramos seres completamente egoístas y competitivos, y que la moralidad no era sino una ocurrencia tardía. Con el nombre de «Teoría de la capa», esta idea se remonta al contemporáneo de Darwin, Thomas Henry Huxley. Aquí se ofrece una vlsualizaclón irónica de su idea de la naturaleza humana como mala hasta su núcleo central.
Cabría entonces preguntarse: «Pero ¿qué ocurre con las personas que ocasionalmente experimentan en sí mismos y en otros cierto grado de compasión, bondad y generosidad?». Emulando a Ghiselin, Wright responde que el «animal moral» es en esencia hipócrita:
El fingimiento de egoísmo es tan común en la naturaleza humana como lo es su frecuente ausencia. Nos dotamos de un lenguaje moral elegante, negando la existencia de motivos infames y acentuando nuestra, como poco, mínima consideración por el bien superior; y criticamos duramente y en un tono de superioridad moral el egoísmo de los otros (Wright, 1994, pág. 344).
Para explicar cómo logramos vivir con nosotros mismos pese a esta farsa, los teóricos han recurrido a la noción de autoengaño. Si la gente cree que a veces es egoísta —prosigue el razonamiento— es porque están ocultándose a sí mismos sus verdaderas motivaciones (por ejemplo, Badcock, 1986). En un giro irónico de los acontecimientos, a cualquiera que no crea que nos engañamos a nosotros mismos, y que crea que la bondad verdadera existe, se le considera un pensador ilusorio y se le acusa de autoengañarse.
Algunos científicos, no obstante, han objetado:
Se dice con frecuencia que las personas respaldan estas hipótesis [sobre el altruismo humano] porque quieren que el mundo sea un lugar agradable y hospitalario. Los defensores del egoísmo y el individualismo que fomentan estas críticas practican el autohalago; se congratulan dándose palmaditas en la espalda por enfrentarse directamente con la realidad. Los egoístas e individualistas son objetivos, dicen, mientras que los defensores del altruismo y la selección grupal han caído en la trampa de una ilusión reconfortante (Sober y Wilson, 1998, págs. 8-9).
Este tira y afloja argumental sobre cómo reconciliar la bondad humana con la teoría de la evolución aparenta ser una lamentable herencia de las ideas de Huxley, quien no comprendía bien la teoría que tan eficazmente defendió frente a sus detractores. En palabras de Mayr (1997, pág. 250): «Huxley, que creía en las causas últimas, rechazaba la selección natural y en absoluto representaba el auténtico pensamiento darwinista [...]. Teniendo en cuenta lo confundido que estaba, es una pena que incluso hoy en día se le siga considerando una autoridad por su ensayo [sobre ética]».
Sin embargo, habría que señalar que en la época de Huxley ya existía una feroz oposición a sus ideas (Desmond, 1994), en parte de los biólogos rusos, como Petr Kropotkin. Dado el duro clima de Siberia, a los científicos rusos les impresionaba mucho más la lucha de los animales contra los elementos que sus luchas internas. El resultado era un énfasis en la cooperación y la solidaridad que contrastaba con la perspectiva competitiva y despiadada de Huxley (Todes, 1989).
El apoyo mutuo
(1972 [1902]) de Kropotkin fue un ataque contra Huxley, pero escrito con un enorme respeto por Darwin.
Aunque Kropotkin nunca formuló su teoría con la precisión y la lógica evolutiva deTrivers (1971) en su artículo seminal sobre el altruismo recíproco, ambos reflexionaron sobre los orígenes de una sociedad cooperativa, y en última instancia moral, sin invocar falsos pretextos, complejas ideas freudianas sobre la negación o forma alguna de adoctrinamiento cultural. En este sentido demostraron ser los verdaderos seguidores de Darwin.
D
ARWIN SOBRE LA ÉTICA
La evolución favorece a los animales que se ayudan entre sí si al hacerlo obtienen beneficios a largo plazo más valiosos que los beneficios derivados de actuar por su cuenta y competir con los demás. A diferencia de la cooperación, que se basa en beneficios simultáneos para todas las partes implicadas (conocido como mutualismo), la reciprocidad implica actos de intercambio que, aunque son beneficiosos para el receptor, son costosos para el agente (Dugatkin, 1997). Este coste, que se genera porque hay un lapso de tiempo entre dar y recibir, se elimina en cuanto se devuelve un favor de igual valor al agente (sobre el tratamiento de esta cuestión desde Trivers, 1971, véanse Axelrod y Hamilton, 1981; Rothstein y Pierotti, 1988; Taylor y McGuire, 1988). Es en estas teorías donde encontramos el germen de una explicación evolutiva de la moralidad que no tuvo en cuenta Huxley.
Es importante aclarar que estas teorías no contradicen en modo alguno las ideas al uso sobre el papel del egoísmo en la evolución. Sólo en fecha reciente se ha extraído el concepto de «egoísmo» de la lengua inglesa, despojado de su significado original, para aplicarlo fuera del terreno psicológico. Aunque para algunos el término es sinónimo de «interesado», en inglés existen diferentes términos por una razón. El egoísmo implica la
intención
de servirse a uno mismo, de ahí la idea de conocer lo que uno puede llegar a conseguir con un comportamiento concreto. Una planta trepadora puede desplegar un comportamiento interesado al crecer demasiado y estrangular un árbol, pero como las plantas carecen de intenciones, no pueden ser egoístas excepto en un sentido incoherente, metafórico. Por desgracia, y en una flagrante violación del significado original del término, es precisamente esta acepción vacía de significado de la palabra «egoísta» la que se ha impuesto en los debates sobre la naturaleza humana. El argumento que se escucha con frecuencia es que, si nuestros genes son egoístas, nosotros también debemos ser egoístas, pese al hecho de que los genes son simples moléculas y por tanto no pueden ser tal cosa (Midgley, 1979).
No pasa nada por describir a los animales (y a los humanos) como producto de fuerzas evolutivas que promueven el interés propio, siempre que se admita que esto en modo alguno excluye el desarrollo de tendencias altruistas y compasivas. Así lo reconoció Darwin, al explicar la evolución de estas tendencias mediante la selección grupal, en lugar de la selección individual y por parentesco que prefieren los teóricos modernos (véanse, por ejemplo, Sober y Wilson, 1998; Boehm, 1999). Darwin creía firmemente que los orígenes de la moralidad tenían perfecta cabida en sus teorías y no veía ninguna contradicción entre la dureza del proceso evolutivo y la delicadeza de algunos de sus productos. En lugar de presentar a la especie humana como un elemento exógeno a las leyes de la biología, Darwin hacía hincapié en la continuidad con los animales incluso en el terreno moral:
Cualquier animal dotado de unos instintos sociales bien marcados, incluido el cariño parental y filial, inevitablemente adquirirá un sentido moral o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado un desarrollo tan elevado, o casi tan desarrollado, como en el hombre (Darwin, 1982 [1871], págs. 71-72).
Es importante insistir en la capacidad de sentir compasión que se insinúa aquí y que Darwin expresó con más claridad en otros lugares (por ejemplo, «Muchos animales sin duda sienten compasión ante la aflicción o el peligro de otros» [Darwin, 1982 (1871), pág. 77]), porque es en este terreno donde existen sorprendentes continuidades entre los humanos y otros animales sociales. Debe de ser algo muy básico verse indirectamente afectado por las emociones de otros, porque existe constancia de estas reacciones en una gran variedad de animales y a menudo son inmediatas e incontrolables. Probablemente surgieron por primera vez con el cuidado parental, en el que se protege y alimenta a los individuos vulnerables. Sin embargo, en muchos animales estas reacciones van más allá e incluyen relaciones entre adultos no emparentados entre sí (sección 4, más abajo).
Para su idea de la compasión, Darwin se inspiró en Adam Smith, el filósofo moral escocés y padre de la economía. Dice mucho sobre las distinciones que necesitamos establecer entre el comportamiento interesado y los motivos egoístas el hecho de que Smith, famoso por su énfasis en el interés propio como principio director de la economía, escribiera también sobre el alcance universal de la compasión humana:
Por muy egoísta que pensemos que es el hombre, sin duda existen algunos principios en su naturaleza que le hacen interesarse por la fortuna de los otros y hacen que la felicidad de éstos le sea necesaria, aunque él no obtenga nada excepto el placer de verla (Smith, 1937 [1759, pág. 9).
El origen evolutivo de esta tendencia no es un misterio. Todas las especies que se sirven de la cooperación —desde los elefantes hasta los lobos y las personas— muestran lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás. Estas tendencias se desarrollaron en el contexto de una vida social muy unida en la que beneficiaban a parientes y compañeros capaces de devolver un favor. Por tanto, el impulso de ayudar nunca estuvo totalmente desprovisto de un valor de supervivencia en quienes mostraban ese impulso. Pero como tantas veces ocurre, el impulso acabó por divorciarse de las consecuencias que determinaron su evolución. Esto permitió su expresión incluso cuando era improbable que se devolviera el favor, como por ejemplo cuando los beneficiarios eran desconocidos, lo que demuestra que el altruismo animal está mucho más cerca del de los humanos de lo que pensábamos y explica la llamada a que al menos temporalmente la ética deje de estar en manos de los filósofos (Wilson, 1975, pág. 562).
Personalmente, sigue sin convencerme la idea de que necesitemos la selección grupal para explicar el origen de estas tendencias; las teorías de selección por parentesco y el altruismo recíproco parecen llevarnos ya bastante lejos. Además, existe tanta migración intergrupal (de ahí el flujo genético) en los primates no humanos que no parecen darse las condiciones para la selección grupal. En todos los primates, la generación más joven de uno u otro sexo (machos en muchos monos, hembras en los chimpancés y bonobos) tiende a abandonar el grupo para unirse a grupos cercanos (Pusey y Packer, 1987). Esto significa que los grupos de primates distan mucho de estar aislados genéticamente, lo que hace poco creíble la selección grupal.
Al analizar qué constituye la moralidad, la conducta real es menos importante que las capacidades subyacentes. Por ejemplo, en lugar de sostener que compartir el alimento es un componente básico de la moralidad, son más bien las capacidades que se cree que subyacen al hecho de compartir alimento (por ejemplo, altos niveles de tolerancia, sensibilidad a las necesidad de otros, intercambio recíproco) las que resultan relevantes. También las hormigas comparten el alimento, pero probablemente sus impulsos son bastantes diferentes de los que hacen que la compartan los chimpancés o las personas (De Waal, 1989a). Darwin, que yendo más allá del comportamiento real se centró en las emociones, intenciones y capacidades subyacentes, comprendió esta diferencia. En otras palabras: la cuestión no es si los animales son o no amables entre sí, y tampoco importa mucho si su comportamiento encaja o no con nuestras preferencias morales. Lo relevante es, más bien, si poseen capacidades para la reciprocidad y la venganza, la aplicación de normas sociales, la resolución de conflictos y la compasión y la empatia (Flack y De Waal, 2000).
Esto también implica que los llamamientos a rechazar el darwinismo en nuestras vidas cotidianas para construir una sociedad moral se basan en una interpretación equivocada de Darwin. Al ver la moralidad como un producto de la evolución, Darwin imaginó un mundo mucho más habitable que el propuesto por Huxley y sus seguidores, quienes creían en una moralidad artificial y culturalmente impuesta que no recibiría ayuda alguna de la naturaleza humana. El mundo de Huxley es, con mucho, el lugar más frío y aterrador de los dos.
E
DWARD WESTERMARCK
Edward Westermarck, un sueco-finés que vivió entre 1862 y 1939, merece un lugar destacado en cualquier debate sobre el origen de la moralidad, ya que fue el primer experto que promovió una visión integral que incluía tanto a los humanos como a los animales y tanto la cultura como la evolución. Es comprensible que sus ideas no fueran bien recibidas en su época, ya que iban en contra de la tradición dualista occidental que opone cuerpo y mente y cultura e instinto.
Las obras de Westermarck son una curiosa mezcla de teorías áridas, antropología pormenorizada e historias anecdóticas de animales. El autor ansiaba conectar la conducta humana y la animal, pero su propia obra se centró por completo en las personas. Dado que en aquel momento existía poca investigación sistemática sobre el comportamiento animal, tuvo que servirse de anécdotas, como la de un camello vengativo al que un camellero de 14 años había golpeado en exceso en múltiples ocasiones por rezagarse o girar por el camino equivocado. El camello aceptó el castigo pasivamente, pero, al cabo de unos días, cuando se vio sin carga y a solas en el camino con el mismo guía, «agarró la cabeza del desafortunado muchacho con su monstruosa boca, y tras levantarlo en el aire, lo volvió a arrojar al suelo con la parte superior del cráneo completamente arrancada y los sesos esparcidos por el suelo» (Westermarck, 1912 [1908], pág. 38).
No deberíamos descartar sin más estos rumores sin verificar: las historias sobre venganzas retardadas abundan en los zoológicos, sobre todo entre simios y elefantes. Ahora contamos con datos sistemáticos sobre cómo los chimpancés castigan las acciones negativas con otras acciones negativas (lo que De Waal y Luttrell, 1988, llaman un «sistema de venganza»), y sobre cómo un macaco atacado por un miembro dominante de su grupo se volvió para redirigir la agresión contra un pariente de su agresor que era más joven y vulnerable (Aureli y otros, 1992). Estas reacciones se incluyen en las emociones retributivas de Westermarck, pero para él el término «retributivas» va más allá de su connotación habitual de ajustar cuentas. También Incluye emociones positivas, como la gratitud y la devolución de servicios. Al describir las emociones retributivas como la piedra angular de la moralidad, Westermarck intervino en la cuestión del origen de la misma, anticipándose a los debates modernos sobre ética evolutiva.
Westermarck forma parte de una larga tradición que se remonta a Aristóteles y Tomás de Aquino, que ancla firmemente la moralidad en las inclinaciones y deseos naturales de nuestra especie (Arnhart, 1998, 1999). Las emociones ocupan un papel central; es bien sabido que, en lugar de ser la antítesis de la racionalidad, las emociones favorecen el razonamiento humano. Los neurocientíficos han descubierto que, por mucho que las personas razonen y reflexionen, si no hay emociones implicadas en las diferentes opciones de que disponen, nunca se alcanza una decisión o convicción (Damasio, 1994). Esto es decisivo en la elección moral, porque si hay algo que la moralidad lleve implícito, son, precisamente, las fuertes convicciones.