Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (42 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Moví la cabeza negativamente, decididamente prefería la inmunología a soportar a aquellos individuos, y no imaginaba cómo Sylvia podía aguantarlos, sobre todo durante una noche de guardia. Momentos después desaparecí pasillo abajo. El deber me llamaba. Poco sabía yo en aquellos momentos que pronto el trabajo se me iba a acumular, peligrosamente.

La mañana se levantó fría y perezosa, mostrándose con timidez entre una típica neblina proveniente del East River, que se arrastró pesadamente sobre el pequeño núcleo urbano de Manhattan, como una serpiente resbaladiza y húmeda.

Tenía sueño. Es una sensación extraña. Los ojos te pesan como si tuvieras trozos de hormigón armado sobre los párpados. Los capilares irradian desde el lagrimal dándote el aspecto de ser un nuevo hermano gemelo de Drácula, y los músculos están perezosos, se niegan a obedecerte, reaccionan lentos y mal. Todo el cuerpo parece un monigote cansado y deprimido, el estómago suele gorgotear reprochándote la noche en vela y duele la cabeza como si tuvieras diez kilos de acero sobre el cuero cabelludo, presionándote las arrugas cerebrales.

Había dormido unas tres horas, entre aviso y aviso. Un accidente de automóviles eléctricos en la calle Ciento diez, un psicópata que se había levantado durante la noche con una pistola eléctrica causando un ataque cardíaco a un hombre que llevaba un marcapasos, una quemadura producida por un enloquecido robot soldador en una empresa dedicada a la reparación de aeromóviles las veinticuatro horas del día... lo típico de una noche de martes del mes de abril. Oh, Dios, cuánto odiaba las guardias, aunque debía reconocer que las pagaban muy bien.

Tras tres o cuatro vasos de café y una buena ducha en los vestuarios del hospital, pasé a recoger a Sylvia. Estaba hablando animosamente con unas preciosas y despiertas enfermeras. Sus ojos estaban radiantes, y nadie diría que llevaba cuarenta y ocho horas en pie, de no haber sido por aquella leve sombra oscura, decididamente bien disimulada por el maquillaje, que nacía bajo ellos.

Salimos a la calle. Eran las siete de la mañana. Eran pocos, todavía, los que se atrevían a salir al mundanal ruido, aún somnolientos, dispuestos a iniciar un nuevo día de duro trabajo en la ciudad de Nueva York. Las aerópolis Byron y Einstein siempre me recordaban las enormes protuberancias óseas de un prehistórico ser asomando por encima de los áticos de los rascacielos. Trescientas mil personas vivían en aquellos hormigueros de acero y metal que se arriesgaban a alzarse sobre el cielo de la gran urbe.

Sylvia se agarró a mi brazo con fuerza, y me sentí reconfortado al notar su cálida piel a través de las telas de nuestras vestiduras. Llevaba un maletín de cuero sintético (estaba prohibida la matanza de animales para suministrar ropas o accesorios a los humanos) y una bolsa de mano no más grande que la que yo llevaba al gimnasio cuando jugaba al Magnasquash con mi amigo Uzarri. Me explicó que no quería llevar demasiado equipaje, y que si necesitaba algo lo compraría en la colonia. No quise discutir con ella.

Dejé sus cosas en el maletero de mi Nissan MX23, del cual me sentía muy orgulloso. Era uno de los pocos privilegiados que ya podía permitirse el lujo de poseer un aeromóvil. Normalmente, desde la década de los veinte, los magnetones, vehículos de tracción electromagnética y los electromóviles, habían sido los sistemas de transporte privados más usados. Hacía ya diez años que habían aparecido las jetbikes, o motocicletas aéreas, pero sólo un par que los vehículos aeromotrices comenzaron a comercializarse. Eran caros, pero no contaminaban, y daban una sensación de libertad indescriptible. Me gustaba, a veces, al atardecer, o por la noche, cuando la oscuridad ya se había cernido sobre Nueva York, recorrer sus cielos azul marino, mientras las balizas luminosas y los anuncios voladores se convertían en tus únicos compañeros de viaje. Aun así, cuando la Luna se alzaba en el cielo como un bonito dólar de plata, las luciérnagas humanas ya comenzaban a dominar aquel mundo aéreo, solitario y noctámbulo.

Sylvia se subió en el vehículo, hundiéndose con decisión en el asiento anatómico que se adaptó inmediatamente a su estilizada figura, y yo me puse frente al volante. Le dije al sistema de audio que programase una sesión de música suave, y por los altavoces surgieron las tibias notas de una balada de Queen
I want to live forever
, un grupo que durante los años ochenta del siglo pasado había alcanzado el éxito y la gloria, y cuyo líder había muerto de sida. Suspiré aliviado al recordar que aquella plaga vírica había sido ya totalmente controlada— Sylvia me miró con ojos tristes, aunque su boca esbozó una dulce sonrisa. La besé en los labios con miedo de que aquella linda mujer se deshiciera ante mi vista como una holovisión. No lo hizo.

Los motores del aeromóvil japonés zumbaron con suavidad casi imperceptible, y pocos momentos después dejamos el hospital New Mount Sinai, en dirección al espaciopuerto J.F. Kennedy, en Queens (consideré curiosa la elección del microordenador del aeromóvil al elegir la música de un grupo que tenía casi el mismo nombre que el lugar al cual nos dirigíamos, y sonreí para mi interior).

El sol comenzaba a alzarse como una ardiente bola anaranjada en el horizonte, proyectando con tibieza tentáculos de luz que emitieron destellos sobre nuestra carrocería. Nos dirigimos hacia él en silencio, embargados por las suaves notas musicales. Nacía un nuevo día.

Nos reímos, nos miramos, hablamos de multitud de cosas intrascendentes, y finalmente, nos fue imposible retrasar más su partida. Parecía como si nunca pudiéramos volver a vernos jamás. Tan sólo estábamos a tres días de distancia, no era nada, y sin embargo, cuando mirase aquella noche hacia el cielo estrellado, oscuro y tenebroso, de la ciudad, me parecería un lugar eterno, infinito e insondable. Nos dirigimos hacia el monorraíl. La nave de transporte colonial estaba allí fuera, en el exterior, sobre una plataforma de hierro y acero, descansando como un monstruo enorme y aterrador que esperara la nueva comida del día. De algún lugar surgían chorros de vapor que se diluían en el aire matinal, como fantasmas tocados por un dedo solar. El astro rey había ascendido valientemente, arrojando a los abismos de una fosa desconocida a la noche y a su guardián, la Luna. El océano Atlántico reposaba a escasos metros del aeropuerto, resguardado por Jamaica Bay. Se llamaba
Moonligbt
, y su estructura parecía el caparazón queratinoso de un enorme coleóptero dispuesto a romperse con un Crujido frente al pisotón de un descuidado dios. Las naves coloniales que realizaban los viajes eran dos normalmente, y establecían una comunicación Tierra-Satélite cada tres días. Lo necesario para que la colonia estuviese bien abastecida y suministrada.

A escasos centenares de metros se encontraba el aeropuerto normal, donde los jets supersónicos ultramodernos surcaban los vientos como afiladas saetas en busca de sus destinos, destrozando la barrera del sonido a su paso. Pero aquel lugar, aquella terminal del J.F. Kennedy, parecía ya pertenecer a otro mundo, a ese mundo remoto que describen las novelas de ciencia ficción, y en el ambiente se podía oler el nerviosismo de los novatos que se disponían a viajar hacia la colonia lunar por primera vez. Un matrimonio con dos niños hablaba con una bonita muchacha de cabellos rosados en uno de los stands de información. Eran colonos, personas dispuestas a cambiar su vida, a transformarse en habitantes de un nuevo mundo, regido por leyes físicas distintas, por normas humanas recientes, en período de adaptación. Un mundo salvaje como el que nuestros antepasados habían tenido que descubrir en el siglo XIX para que ahora pudiéramos encontrarnos aquí, viendo cómo la gente comenzaba a subir a los vagones del monorraíl de levitación magnética que les transportaría a la antesala de la espacionave, unos increíblemente enormes vestuarios, de cuyo techo colgaban centenares de monos especialmente preparados con dispositivos de navegación espacial: botas antigravitatoria, control de sistemas vitales, compresores de aire individuales. Ello proporcionaba cierta seguridad a los pasajeros. No podía olvidar que tres años antes una nave colonial había pasado a formar parte de la nada universal, esparciendo fragmentos de colonos al espacio sideral, cuando un pequeño meteorito abrió una fisura en el fuselaje de la nave, provocando una reacción en cadena que finalizó con la desintegración total de la espacionave. Otro mundo, otro universo.

Sylvia, que había dejado su pobre equipaje en la cinta transportadora que hormigueaba hacia la nave, me miró y me puso su dedo índice en los labios cuando intenté hablar.

—No digas nada, cariño. Te amo. Me comunicaré desde la colonia cuando llegue.

Sus ojos azules como las profundidades marinas brillaron como novas a punto de estallar. Se acercó aún más, y sentí el latido de su corazón sobre su tibia piel, suave y perfumada. Me dio el más dulce de los besos y se volvió en dirección al monorraíl,

—Sylvia. —Mis palabras surgieron toscas de mis labios. El sentimiento me embriagaba y la emoción parecía haberse convertido en un obstáculo difícil de superar.

Ella se giró casi en la puerta automática del tren, donde un revisor cogió su billete de embarque dándole una rápida ojeada para volvérselo a entregar.

—Te quiero —simplemente pude decir.

Sylvia me lanzó un beso con la mano y se dirigió a acomodarse en uno de los asientos del monorraíl. Las puertas comenzaban a cerrarse cuando llegó un individuo. Era un hombre alto, de casi dos metros, corpulento, pero a la vez estilizado y de andares ligeramente felinos. Vestía una larga túnica negra que hacía de gabán aunque, en realidad, todas sus vestiduras eran negras, desde los zapatos hasta los botones de la camisa. Llevaba el pelo teñido de un azul metálico relampagueante y estirado hacia atrás donde lo recogía en una coleta que casi le llegaba a la cintura. En su mano portaba una pequeña maleta metalizada. El revisor comprobó su billete de embarque y le dejó pasar refunfuñando. El hombre ni tan siquiera le dedicó una mirada. Me encogí de hombros. La educación no era uno de los valores principales del siglo XXI, desgraciadamente. Desvié mis pensamientos hacia Sylvia que me observaba desde su asiento, junto a una de las ventanillas de cristales acaramelados. Con un ahogado sonido que se asemejó al sibilar de una cobra, el monorraíl comenzó su aceleración hasta transformarse en una bala plateada que surcó el trayecto que le distaba con la nave colonial.

Familiares, amigos y conocidos, observaban desde donde yo me encontraba, en la terminal de acceso al espaciopuerto, tras unas enormes cristaleras, y esperaban. Veinte minutos más tarde, cuando el sol se había hecho fuerte, y sus rayos, conocedores de su poder, se dedicaban a martirizar nuestros ojos desde el este, los propulsores iónicos comenzaron a superar la gravedad terrestre, y con un rugido cariñoso y emocionante, el gigantesco coleóptero de estructura color gris azulada se elevó en el aire neoyorquino, guardando sus queratinosas patas metálicas bajo la panza de acero, girando sobre sí mismo, alzándose hacia las nubes que formaban un mar algodonoso de caprichosas figuras antropomorfas, hasta convertirse en algo más que un punto oscuro, en algo menos que una refulgente estrella y, súbitamente, se produjo un estallido brillante de sus motores que los lanzó hacia la estratosfera con el impulso suficiente para ir en busca de la noche eterna del espacio, desapareciendo de nuestra visión.

La gente se dispersó lentamente, entre murmullos de sorpresa y de orgullo. Algunas de aquellas personas tenían, entre los pasajeros, familiares que iban a ser miembros de la colonización de otros mundos, de otros planetas. «Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad», vinieron a mí las palabras de Neil Armstrong al pisar por primera vez la Luna.

La terminal comenzó a quedarse vacía. Miré mi reloj. Las ocho de la mañana. Bostecé— El sueño empezaba a apoderarse de mí. Mientras me dirigía a la salida encontré un quiosco abierto y compré un diario de papel. Me costó diez dólares, pero era reconfortante poder leer sin necesidad de plantarse delante de una pantalla de ordenador torturándome los ojos, sabiendo que lo que tenía delante era el resultado de un invento creado hacía muchos siglos por Gutenberg. Miré por última vez a través de las cristaleras del aeropuerto. El Sol era una inmensa bola roja, cálida y benefactora que me daba los buenos días. Era hora de volver a casa.

SEGUNDA PARTE

EPIDEMIA

COLONIA LUNAR GÉNESIS /12 ABRIL, 2047

Entró en la sala de ordenadores y se sentó en una silla giratoria, cómoda y práctica. Se dio impulso con los pies y se colocó delante de una de las terminales. Tecleó con rapidez su código de acceso, nombre y cargo.

TERMINAL 0D01. RED INTEL4B.

LOGITEC-INC N.R. 345285Z

CÓDIGO DE ACCESO: SiOUX

APELLIDOS Y NOMBRE: MCDEVITT LAND, FRANK

CARGO: JEFE DE POLICÍA COLONIAL

El ordenador procesó los datos. Un segundo después apareció un mensaje sobre la pantalla, grabado en intensos pixels de color blanquecino.

QUIERO IDENTIFICACIÓN Por favor, coloque su mano derecha sobre la superficie que tiene junto al ordenador específica para ello.

Pacientemente, el hombre colocó una mano grande, tosca, sobre la silueta eléctrica dibujada sobre la mesa. Al hacerlo se activaron unos sistemas métricos que determinaron la presión, la distancia entre los dedos, la longitud de la palma de la mano, la anchura de ésta y comprobaron, al mismo tiempo, las huellas dactilares con un haz láser blando que rastreó las yemas de sus dedos como si de un código de barras se tratara.

La pantalla del ordenador se oscureció totalmente. Al volverse a encender, el sistema operativo había entrado en el ordenador servidor, accesible a cualquier Información. Una voz suave, de género indeterminado y tono eléctrico le saludó fríamente,

—Buenos días, jefe McDevitt.

—Buenos días, Elliot. —Siempre le llamaba Elliot, como a su hijo. En realidad, allí, dentro de comisaría, era lo más cercano a su hijo que podía encontrarse. Listo y rápido como su niño de cinco años, y endiabladamente revoltoso, así era el ordenador central de la comisaría colonial.

Frank McDevitt era un hombre de mediana estatura, ni muy alto ni muy bajo, de complexión fuerte que él mantenía con su hora y media de ejercicios diarios en el gimnasio de la Central. Su rostro era, a pesar de todo, de finos rasgos, poco marcados, huesos suavizados por curvas de la piel tersa y estirada y una barba bien recortada, en la cual se vislumbraba un atisbo de canas, casi imperceptible, que le daba un toque plateado que a las mujeres les parecía interesante, aunque él, de buena gana, se hubiera teñido. Sus ojos eran verdes y grandes, y mostraban algo que sus compañeros llamaban «poder». Cuando Frank McDevitt te miraba, sus ojos parecían brillantes como la luz emitida por la bombilla de una linterna, difíciles de soportar te llevaban a retirar tu mirada, pero mientras se la sostenías él te escrutaba, extraía información, te vaciaba el alma. Había estudiado psicología criminal en la Universidad de Columbia aunque nunca concluyó sus estudios. Lo dejó en cuarto curso para pasar a formar parte del cuerpo de policía de la ciudad de Nueva York. Era su vocación. Ni su padre había sido agente de la ley, ni su abuelo, ni tan siquiera su tatarabuelo o un tío segundo, pero él quería ser policía, y lo había conseguido.

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