Preludio a la fundación (42 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
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–Estoy encantada de conocer a gente de otros mundos -respondió la anciana-. Serán diez créditos. ¿Puedo ofrecerles algún refresco?

–No, muchas gracias -repuso Seldon-. Por favor, acepte veinte créditos. Sólo necesitamos saber cómo regresar desde aquí al expreso… Y, Mamá Rittah, si puede conseguir grabar alguna de sus historias sobre la Tierra en un disco de ordenador… Le pagaré muy bien por ellas.

–Necesitaré muchas fuerzas. Muy bien, ¿cuánto?

–Depende de lo larga que sea la historia y lo bien que la cuente. Podría incluso pagarle mil créditos.

Mamá Rittah se humedeció los labios.

–¿Mil créditos? ¿Y cómo podré encontrarle cuando haya grabado la historia?

–Le daré el número de código del ordenador donde puede localizarme.

Después de que Seldon entregara a Mamá Rittah el número de código, él y Dors salieron, agradecidos, al olor relativamente limpio del corredor exterior. Una vez fuera, echaron a andar rápidamente en la dirección indicada por la anciana.

71

–No ha sido una entrevista muy larga, Hari -observó Dors.

–Ya lo sé. Pero el ambiente era en extremo desagradable y sentí que con lo que había oído me bastaba. Es asombroso cómo estos narradores folklóricos desorbitan las cosas.

–¿Qué quieres decir con que desorbitan?

–Pues que los mycogenios llenan su Aurora de seres humanos que vivieron siglos, y los dahlitas llenan su Tierra de una humanidad que vivió millones de años. Y ambos pueblos mencionan un robot eterno. En todo caso, hace que uno reflexione sobre todo ello.

–En cuanto a los millones de años, hay espacio para… Oye, ¿adónde vamos?

–Mamá Rittah dijo que anduviéramos en esta dirección hasta alcanzar un área de descanso; una vez allí, tenemos que seguir el cartel de AVENIDA CENTRAL, en dirección izquierda, y continuar adelante. ¿Pasamos por un área de descanso al venir?

–A lo mejor seguimos por una vía distinta a la de llegada. No recuerdo ninguna área de descanso, aunque tampoco me preocupé por el camino. Tenía la vista puesta en la gente que se cruzaba con nosotros y…

Su voz se apagó. Frente a ellos, la avenida se ramificaba a uno y otro lado. Seldon sí recordó; habían pasado por allí. Se había fijado en que había un par de viejas colchonetas tiradas en el suelo. Sin embargo, ahora no hacía falta que Dors vigilara a los transeúntes, como había hecho antes. No había transeúntes. Pero ante ellos, en el área de descanso, divisaron a un grupo de hombres, bastante fornidos para ser dahlitas, con los bigotes erizados y los brazos desnudos y musculosos reluciendo a la luz amarillenta del camino.

Era obvio que esperaban a los forasteros y, casi automáticamente, Seldon y Dors se detuvieron. Por espacio de unos segundos, la imagen se mantuvo fija. Después, Seldon lanzó una mirada a su espalda. Dos o tres hombres más habían aparecido a la vista.

–Hemos caído en una trampa -murmuró él entre dientes-. No debí dejarte venir, Dors.

–Todo lo contrario. Por esto es por lo que estoy aquí; pero, ¿te ha merecido la pena ver a Mamá Rittah?

–Sí, si salimos bien de este lío. – Entonces, alzando la voz, pidió-: ¿Nos permiten pasar?

Uno de los hombres que tenían delante dio un paso al frente. Debía medir lo mismo que Seldon, 1,73, pero era más ancho de espalda y más musculoso. Un poco fofo de cintura, observó Seldon.

–Soy Marron -dijo, satisfecho de su importancia, como si el nombre tuviera que significar algo para ellos-. Estoy aquí para deciros que no nos gusta ver gente de otros mundos en nuestro distrito. Os empeñáis en venir, muy bien…, pero si queréis marcharos, tenéis que pagar.

–Bien, ¿cuánto?

–Todo lo que llevéis. Vosotros, los forasteros ricos, tenéis tablas de crédito, ¿no? ¡Entregádnoslas!

–No.

–Es inútil decir no. Las cogeremos de todas formas.

–No podréis cogerlas sin matarme o herirme, y no funcionan sin mi huella hablada. Mi huella hablada normal.

–Nada de eso, amo…, mira, soy educado…, podemos quitártelas sin hacerte demasiado daño.

–¿Cuántos de vosotros vais a ser necesarios? ¿Nueve? No. – Seldon contó rápidamente-. Diez.

–Uno solo bastará. Yo.

–¿Sin ayuda?

–Sólo yo.

–Pues, si los demás quieren apartarse y dejarnos sitio, me encantará comprobar cómo lo haces, Marron.

–No tienes navaja, amo. ¿Quieres una?

–No, utiliza la tuya para equilibrar el combate. Yo lucharé sin nada.

Marron miró a los demás.

–Este tío es un valiente -rezongó-. Ni siquiera parece asustado. Estupendo. Sería una pena hacerle daño… Te diré una cosa, amo. Me llevaré a la chica. Si deseas impedírmelo, entrégame tus dos tablas de crédito y servios de vuestras voces para activarlas. Si dices que no, después, cuando termine con la chica… y eso va a llevarme algún tiempo… -Soltó una risotada-…no tendré más remedio que hacerte daño.

–No -dijo Seldon-. Deja marchar a la chica. Yo te he retado a una pelea…, tú y yo solos; tú con la navaja, yo sin ella. Si lo prefieres más difícil, lucharé con dos de vosotros, pero dejad que ella se marche.

–¡Basta, Hari! – gritó Dors-. Si me quiere, que venga a buscarme. Quédate dónde estás, Hari, y no te muevas.

–¿Habéis oído esto? – exclamó Marron, riéndose-. «¡Quédate dónde estás, Hari, y no te muevas!» Creo que la damita me desea. Vosotros dos, sujetadle.

Ambos brazos de Seldon quedaron inmovilizados por unas garras de hierro y sintió la punta de una navaja en la espalda.

–No te muevas -dijo una voz áspera en su oído- y podrás mirar. A la señora, seguramente le gustará. Marron es muy bueno en este trabajo.

–¡No te muevas, Hari! – volvió a gritar Dors.

Entonces, se volvió para enfrentarse a Marron, vigilante, con ambas manos preparadas cerca de su cinturón.

Él se acercó, decidido, y Dors esperó hasta que le tuvo a tres palmos de distancia. En ese momento, de pronto, sus brazos se dispararon y Marron se encontró frente a dos enormes navajas.

De momento se echó hacia atrás, y luego se rió.

–La damita tiene dos navajas…, dos navajas grandes como las de los hombrecitos. Y yo sólo tengo una. Pero me basta. – Su hoja apareció como un destello-. Lamento tener que cortarte, pequeña dama, porque será más divertido para los dos si no lo hago. Quizá pueda hacer que se te caigan de las manos, ¿eh?

–Y yo no quiero matarte -respondió Dors-. Haré cuanto pueda para evitarlo. En todo caso, os pongo a todos por testigos: si llego a matarle, sólo lo haré para proteger a mi amigo, a lo que estoy obligada por mi honor.

Marron simuló estar aterrorizado.

–¡Oh, por favor, no me mates, pequeña dama! – Y se echó a reír, coreado por los demás dahlitas presentes.

Marron se lanzó con la navaja, mas no dio en el blanco. Volvió a intentarlo de nuevo, y luego una tercera vez, pero Dors ni se había movido siquiera. No hizo el menor intento de parar cualquier golpe que no fuera realmente dirigido contra ella.

La expresión de Marron se ensombreció. Intentaba provocar su pánico y hacer que reaccionara, pero lo único que conseguía era parecer ineficaz. El ataque siguiente fue dirigido directamente contra ella. La hoja izquierda de Dors lanzó un destello y le pegó con tal fuerza que le desvió el brazo. Con la hoja de su mano derecha entró hacia el cuerpo y le cortó la camisa en diagonal. Una línea sanguinolenta marcó la oscura piel del pecho.

Marron se miró, impresionado, al oír el respingo de los sorprendidos espectadores. Seldon notó que la presión en sus brazos se aflojaba al comprender, los dos que lo sujetaban, que la pelea era una lucha ligeramente distinta de lo que ellos habían esperado. Él se tensó.

Marron volvió a lanzarse y, esa vez, su mano izquierda avanzó con la intención de sujetar la muñeca derecha de Dors. Ésta, de nuevo, con su navaja de la izquierda, paró al otro y le mantuvo la navaja inmóvil, mientras que su mano derecha le retorcía ágilmente y bajaba en el instante en que la mano izquierda de Marron se cerraba sobre ella. Pero no le agarró la mano, sino la hoja de la navaja, y cuando abrió la mano, una línea sangrienta apareció en la palma.

Dors dio un salto atrás y Marron, consciente de la sangre en el pecho y en la mano, rugió medio ahogándose:

–¡Que alguien me tire otra navaja!

Hubo cierta vacilación hasta que uno de los mirones le lanzó su propia navaja por lo bajo. Marron quiso cogerla, pero Dors fue más rápida. La hoja de su mano derecha golpeó la navaja lanzada y la proyectó hacia atrás, haciéndola girar en el aire.

Seldon sintió que la presión se aflojaba aun más. De repente, alzó los brazos en alto y adelante, y se vio libre. Sus dos guardianes se volvieron de nuevo hacia él con un grito, pero a uno le pegó un rodillazo en la ingle y al otro un derechazo en el plexo solar. Ambos rodaron por el suelo.

Se arrodilló para quitarles las navajas a ambos y se puso en pie doblemente armado, como Dors. Pero, al contrario que ella, no sabía manejarlas, aunque comprendió que los dahlitas no se darían cuenta.

–Sólo mantenlos a raya, Hari -ordenó Dors-. No ataques aún… Marron, mi nuevo golpe no va a ser un arañazo.

Marron, cegado por la ira, rugió incoherente, y atacó a ciegas, tratando de dominar a su enemiga por sólo pura energía cinética. Dors saltó hacia un lado, se agachó y pasó por debajo del brazo derecho de Marron. Le dio un puntapié en el tobillo derecho, y el hombrón se derrumbó al tiempo que la navaja se le escapaba de entre las manos.

Entonces, Dors se arrodilló y le apoyó la punta de una hoja contra la nuca y la otra contra la garganta.

–¡Ríndete! – ordenó.

Con otro rugido, Marron la golpeó con el brazo, la hizo a un lado de un empellón y trató de ponerse en pie.

Aún no estaba incorporado, cuando Dors se le echó encima, bajó la navaja y le cortó una parte del bigote. Esta vez, él lanzó un aullido de animal herido, sujetándose el rostro con la mano. Al apartarla, chorreaba sangre.

–No volverá a crecerte, Marron -gritó Dors-. Con el bigote me he llevado parte del labio. Atácame una vez más y eres hombre muerto.

Esperó, pero Marron ya había tenido bastante. Se alejó, tambaleándose, gimiendo, dejando un rastro de sangre tras de sí.

Dors se volvió hacia los otros. Los dos que Seldon había derribado seguían en el suelo, desarmados y reacios a levantarse. Se inclinó hacia ellos, les cortó los cinturones con una de las navajas y les rasgó los pantalones.

–Así tendréis que sujetároslos mientras vais andando -les dijo.

Después, miró a los siete restantes que seguían allí, de píe, contemplándola con aterrorizada fascinación.

–¿Quién de vosotros le lanzó la navaja?

Silencio.

–No me importa. Venid de uno en uno o todos a la vez, pero tened en cuenta que, a cada navajazo, uno morirá.

De común acuerdo, los siete dieron media vuelta y se alejaron.

Dors enarcó las cejas.

–Esta vez, por lo menos, Hummin no puede quejarse de que no te haya protegido -dijo a Seldon.

–Aún no me puedo creer lo que he visto. Ignoraba que supieras hacer algo así…, o hablar así.

Dors se limitó a sonreír.

–También tú tienes tus talentos. Hacemos una buena pareja. Venga, recoge todas tus navajas y guárdalas en tu bolsa. Creo que la noticia correrá a toda velocidad y podremos salir de Billibotton sin temor a que nos lo impidan.

Y estaba en lo cierto.

15. A cubierto

Davan. – … En los días inquietos que marcaron los últimos siglos del Primer Imperio Galáctico, las típicas fuentes de inquietud surgieron del hecho de que los jefes políticos y militares luchaban por el poder «supremo» (una supremacía que perdía valor con cada década). Muy rara vez había algo que pudiera ser llamado movimiento popular anterior al advenimiento de la psicohistoria. Relacionado con esto, un ejemplo desconcertante involucra a Davan, de quien se sabe muy poco, pero que pudo haber conocido a Seldon en un tiempo en que…

Enciclopedia Galáctica

72

Tanto Hari Seldon como Dors Venabili se habían dado unos perezosos baños, sirviéndose de las instalaciones, algo primitivas, de que disponían en el hogar de los Tisalver. Se habían cambiado de ropa y se encontraban en la alcoba de Seldon cuando Tirad Tisalver regresó aquella noche. Su llamada a la puerta fue (o eso pareció) algo tímida. El zumbido duró muy poco.

Seldon le abrió la puerta y le saludó con cordialidad.

–Buenas noches, señores Tisalver.

Ella estaba detrás de su marido, con el ceño fruncido y la expresión desconcertada. Tisalver preguntó, dubitativo, como si no estuviera seguro de la situación:

–¿Están bien los dos? – Movió afirmativamente la cabeza como si tratara de conseguir una respuesta afirmativa mediante esa expresión corporal.

–Muy bien -respondió Seldon-. Entramos y salimos de Billibotton sin problemas, y ya estamos lavados y cambiados. No nos queda ningún resto de hedor. – Seldon, al decirlo, levantó la barbilla, sonriendo, lanzando la frase por encima del hombro de Tisalver, a la mujer de éste.

Ella lanzó un ruidoso suspiro y aspiró con fuerza, como si tratara de comprobar la afirmación.

–Se dice que hubo una pelea de navajas -comentó Tisalver con el mismo tono de antes.

–¿Eso se dice?

–Usted y la señora contra cien matones, eso nos contaron, y que usted les mató a todos. ¿Fue así? – Se notaba un involuntario tono de profundo respeto en su voz.

–En absoluto -intervino Dors, disgustada-. Es ridículo. ¿Qué se han creído que somos? ¿Asesinos de masas? ¿Creen ustedes que cien matones hubieran permanecido quietos, esperando el tiempo considerable que me hubiera…, nos hubiera llevado matarlos a todos? Piensen un poco sobre ello.

–Eso es lo que estaban comentando -declaró Casilia Tisalver con firme estridencia-. No podemos tolerar semejante conducta en esta casa.

–En primer lugar -dijo Seldon-, no ocurrió en esta casa. En segundo lugar, no había cien hombres, sino diez. En tercer lugar, no se mató a nadie. Hubo un altercado entre nosotros. Después, ellos se fueron y nos dejaron vía libre.

–¡Les dejaron vía libre! ¿Y esperan que nos lo creamos, forasteros? – saltó Mrs. Tisalver, beligerante.

Seldon suspiró. A la menor tensión, los seres humanos parecían dividirse en grupos antagónicos.

–Bueno -contemporizó-, confieso que uno de ellos recibió un poco. Pero nada grave.

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