Pqueño, grande (71 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Un pensamiento simple. Un solo pensamiento simple, singular, y el resto de la vida y del tiempo, una inmensa llanura gris y monótona extendiéndose en todas direcciones; la conciencia, una gran bola de pelusa mugrienta que la llenaba a rebosar, y dentro de ella sólo viva la llama protegida de ese pensamiento singular.

—¿Qué? —dijo, empezando a retroceder de la pared, pero a él nadie le había hablado.

Echó una mirada en torno: una intersección abovedada donde confluían en cruz cuatro corredores. Estaba de pie en un rincón. La bóveda acanalada, donde al descender se unía al suelo, formaba lo que parecía ser una ranura o un orificio estrecho, pero no era más que ladrillos ensamblados; una especie de grieta, a través de la cual, o eso parecía, si se miraba hacia el interior, se podía espiar...

—Hola —murmuró hacia la obscuridad—. ¿Hola?

Nada.

—Hola. —Más fuerte esta vez.

—Más bajo —dijo ella.

—¿Qué?

—Habla bajito —dijo Sylvie—. No te des vuelta ahora.

—Hola. Hola.

—¡Hola! ¿No es fabuloso?

—Sylvie —murmuró.

—Igual que si estuvieras a mi lado.

—Sí —dijo él—, sí —murmuró. Empujó su conciencia hacia la obscuridad. Por un momento ésta se replegó, cerrándose, luego se abrió otra vez—. ¿Qué? —dijo.

—Bueno —dijo ella en un susurro, y tras una pausa tenebrosa—, creo que me voy a marchar.

—No —dijo él—. No, apuesto a que no, apuesto a que no. ¿Por qué?

—Bueno, he perdido mi empleo, ¿sabes? —murmuró ella.

—¿Empleo?

—En un transbordador. Un tipo viejísimo. Era simpático. Pero tan aburrido... Ida y vuelta, ida y vuelta todo el día... —La sintió alejarse un poco.— Así que supongo que me voy a marchar. El Destino llama —dijo ella, lo dijo como burlándose de sí misma; en tono ligero, para animarlo a él.

—¿Por qué? —dijo él.

—Susurra —susurró ella.

—¿Por qué quieres hacerme esto?

—¿Hacerte qué, chiquitito?

—Bueno, ¿por qué demonios no te vas entonces de una buena vez? ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? Vete, vete, vete. —Calló y prestó oídos. Silencio y vacío. Un horror indescriptible lo dominó.— ¿Sylvie? —dijo—. ¿Puedes oírme?

—Sí.

—¿Dónde? ¿Adonde te vas?

—Bueno, más adentro —dijo ella.

—¿Más adentro de qué?

—De aquí.

Se agarró a los ladrillos fríos para afirmarse. Sus rodillas se abrían y cerraban, en un tira y afloja.

—¿Aquí?

—Cuanto más adentro vas —dijo ella—, más grande se vuelve.

—¡Maldición de Dios, Sylvie! Maldición.

—Es raro este lugar —dijo ella—. No como me lo imaginaba. He aprendido mucho, sin embargo. Supongo que acabaré por acostumbrarme a él. —Hizo una pausa, y el silencio llenó la obscuridad.— Te echo de menos, sin embargo.

—Oh, Dios —dijo él.

—Así que me iré —dijo ella, su murmullo ya más débil.

—No —dijo él—, no, no, no.

—Pero si dijiste...

—Oh Dios, Sylvie —dijo él, y sus rodillas cedieron, cayó pesadamente de rodillas, siempre mirando hacia la obscuridad—. Oh, Dios —y se lanzó de cara contra el lugar inexistente al que le hablaba, y dijo otras cosas, pidiendo perdón, implorando abyectamente, aunque qué, ya no lo sabía.

—No, escucha —murmuró ella, turbada—. Pienso que eres un tipo fantástico, de veras. Siempre lo he pensado. No digas esas cosas. —Él lloraba ahora, sin comprender, incomprensible.— De todos modos, tengo que marcharme —dijo ella. Su voz sonaba ahora tenue, lejana, ya su atención estaba en otra cosa—. Bueno. Oye, tendrías que ver todas las cosas que me han regalado... Escucha,
papo
. Bendición. Pórtate bien. Adiós.

Los primeros viajeros y los hombres que llegaban para abrir quioscos y tiendas de baratijas pasaron más tarde junto a él, todavía allí, inconsciente, de rodillas en un rincón como un niño malo, el rostro encajado en una puerta a ninguna parte. Con la vieja cortesía o indiferencia de la ciudad, nadie lo molestaba, aunque algunos meneaban tristemente la cabeza, o lo miraban disgustados al pasar: una lección
in vivo
.

Adelante y atrás

También corrían lágrimas por sus mejillas en el pequeño parque, donde se sentó, habiendo salvado esto, lo último que le quedaba de Sylvie, la punta viva. Cuando al fin se había despertado en la Terminal, todavía en la misma posición, no sabía cómo ni por qué se encontraba allí, pero ahora lo recordaba. El Arte de la Memoria se lo había devuelto todo, todo, sí, para que él hiciera con ello lo que pudiera.

Lo que no sabías; lo que no conocías, sí, emergiendo espontánea, sorpresivamente, de la adecuada disposición de lo que conocías o más bien de lo que siempre supiste sin saber que lo sabías. Día tras día, aquí, había ido acercándose a eso; noche tras noche, desvelado en el camastro de la Misión de la Oveja Descarriada, rodeado por las toses convulsivas y las pesadillas de sus camaradas; al recorrer las sendas de la memoria, se aproximaba a aquello que no sabía: a la simple, la pura verdad perdida. Bien, ahora la tenía. Ahora veía completo el rompecabezas.

Estaba maldito: eso era todo.

Hacía mucho tiempo, y él sabía cuándo pero no por qué, había recaído sobre él una maldición, un embrujo: un mal de ojo que lo había convertido a él y para siempre en un eterno buscador, y a sus búsquedas en fútiles persecuciones. Por razones que sólo ellos conocían (quién podía saber cuáles, simple malevolencia, posiblemente, probablemente, o cierta tozudez en él que ellos habían querido castigar, una tozudez que no habían conseguido extirpar pese al castigo, él no claudicaría jamás), habían echado sobre él una maldición: le habían atado los pies hacia atrás sin que él lo advirtiera, y luego así, atado de pies, le habían ordenado partir, a la búsqueda.

Eso había acontecido (ahora lo sabía) en la obscuridad del bosque, cuando Lila había huido y él había corrido en pos de ella llamándola a voces, como si fuera a partírsele el corazón. A partir de ese momento él había sido un buscador, y sus pies buscadores habían tomado, Comoquiera, un camino equivocado.

Había buscado a Lila en la obscuridad del bosque, pero, por supuesto, la había perdido; él tenía entonces ocho años, y tan sólo, aunque contra su voluntad, estaba empezando a crecer. ¿Qué podía esperar?

Se había convertido en un agente secreto con el fin de descubrir los secretos que le ocultaban, y que durante todo el tiempo que los había buscado continuaron ocultándose de él.

Había buscado a Sylvie, pero los senderos en los que la buscaba, aunque siempre parecían conducir a su corazón, siempre lo alejaban de él. Acerca la mano a la chica del espejo, que te mira sonriente, y tropezarás con la fría frontera del cristal.

Bueno: todo había acabado ahora. La búsqueda comenzada hacía tanto tiempo concluía aquí. Este parque, este parquecito que su retatarabuelo había construido, él ahora lo había rehecho, lo había transformado en un emblema tan completo, tan preñado de significados como cualquier arcano del mazo de naipes de la tía abuela Nube, como cualquiera de los abarrotados recintos en las mansiones de la memoria de Ariel Halcopéndola. A semejanza de esas pinturas antiguas en las que una cornucopia de frutas es a la vez una cara, cada arruga, cada pestaña, cada pliegue del cuello un detalle de los frutos y granos que lo componen, lo bastante realistas como para desear arrancarlos y comerlos, este parque era el rostro de Sylvie, su corazón, su cuerpo. Él había desterrado de su alma todas las fantasías, abandonado aquí todos los fantasmas, depositado los demonios de su embriaguez y la locura con que había nacido. En algún lugar, Sylvie vivía persiguiendo su Destino; se había ido por razones que sólo ella conocía; él sólo esperaba que fuera feliz.

De viva fuerza, y gracias al Arte de la Memoria, se había librado de su maldición: podía marcharse, era libre.

Permaneció sentado.

Un árbol (su abuelo habría sabido de qué especie, él no) estaba precisamente esparciendo esa semana sus flores o semillas semejantes a hojas, pequeños círculos verdeplata que descendían por todo el parque como un millón de dólares en moneditas de níquel. Fortunas eran arrastradas hacia sus pies por las brisas derrochadoras, se apilaban sobre sus pies inmóviles, se amontonaban en el ala de su sombrero y sobre sus rodillas, como si él no fuera nada más que otro accesorio del parque, como el banco en el que seguía sentado, como el pabellón que contemplaba.

Cuando se levantó por fin, pesadamente, y sintiéndose aún Comoquiera habitado, fue sólo para trasladarse desde el Invierno, con el que había concluido, hasta la Primavera, con la que había comenzado: donde ahora estaba. El invierno era el viejo Padre Tiempo con la guadaña y el reloj de arena, el andrajoso dominó y las barbas sacudidas por el viento racheado y una expresión iracunda en el semblante. Un perro o lobo flaco, baboso, yacía a sus pies. Monedas verdes llovían sobre ellos, se prendían a los relieves. Monedas verdes cayeron, susurrando, de Auberon cuando se levantó. Él sabía que la Primavera estaría allí, a la vuelta de la esquina: ya antes había estado aquí. Súbitamente, hacer cualquier cosa que no fuera completar este circuito, parecía inútil. Todo cuanto él necesitaba hacer se encontraba aquí.

El Secreto del Hermano Viento-Norte. Sólo diez pasos lo separaban de él. Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, detrás de él, viene la Primavera? A Auberon esa pregunta siempre le había parecido mal formulada. ¿No debiera ser: Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, delante de él, está la Primavera? Delante: como se avanza siempre de una estación a otra: primero viene el Invierno, y entonces la Primavera está cerca.

—¿No es así? —preguntó en voz alta, a nadie, a la nada. Adelante, atrás. Probablemente quien estaba equivocado era él, que veía las cosas desde un punto de mira peculiar, absurdo y personal que nadie, no, nadie más compartiría. Si viene el invierno... Dio vuelta a la esquina del pabellón..., la primavera... adelante... atrás...

Alguien volvía en ese momento la otra esquina, de la Primavera al Verano.

—Lila —dijo él.

Ella, ya casi del otro lado de la esquina, volvió la cabeza y le lanzó una mirada rápida con una expresión que él conocía tan bien, pero que hacía tanto tiempo que no veía que se sintió desfallecer. Una mirada que decía:
Oh, justo ahora, cuando estaba por escaparme a alguna parte, me has atrapado
, y que sin embargo no significaba eso, era una simple coquetería mezclada con cierta timidez, él siempre había sabido eso. Alrededor de él, el parque iba perdiendo realidad, como si fuera, en silencio, a desvanecerse por completo.

Balanceando por delante las manos enlazadas, descalza dando pasitos cortos, Lila se volvió hacia él. Naturalmente, ella no había crecido; llevaba (naturalmente) su vestidito azul.

—Hola —dijo, y con gesto rápido se apartó el pelo de la cara.

—Lila —dijo él.

Ella se aclaró la voz (tanto tiempo que no hablaba) y dijo:

—Auberon. ¿No te parece que es hora de que vuelvas a casa?

—A casa —dijo él.

Ella dio un paso en dirección a él, o él uno en dirección a ella; él le tendió las manos, o ella se las tendió a él.

—Lila —dijo— ¿Cómo es que estás aquí?

—¿Aquí?

—¿Adonde te fuiste —dijo él— aquella vez, cuando te fuiste?

—¿Me fui?

—Por favor —dijo él—. Por favor.

—He estado aquí todo el tiempo —dijo ella, sonriendo—. Tonto. Eres tú quien ha estado en movimiento.

Una maldición; sólo una maldición. Tú no tienes la culpa.

—De acuerdo —dijo él—, de acuerdo —y tomó las manos de Lila, y la alzó en vilo o intentó hacerlo, pero no lo logró; de modo que enlazó sus dos manos a guisa de estribo, y se agachó, y Lila posó en ellas sus piececitos descalzos, y sus manos en los hombros de Auberon, y así él la levantó.

—Qué poblado está esto —dijo ella mientras se introducía—. ¿Quién es toda esa gente?

—Qué importa, qué importa —dijo él.

—Y ahora —dijo ella, ya instalada, la voz débil, más su propia voz que la de ella, como siempre lo fuera, al fin y al cabo—, y ahora, ¿adonde vamos?

El sacó la llave que le había dado la vieja. Para salir era preciso abrir el portón de hierro forjado, lo mismo que para poder entrar.

—A casa, supongo —dijo Auberon. Las chiquillas que jugaban a los bolos y arrancaban dientes de león por el sendero alzaron los ojos para observarlo hablando solo—. A casa, supongo.

Capítulo 3

Desdeñado, por amor a ti, la Ciudad, vuelvo pues mis pasos: existe un mundo en otra parte.

Coriolano

El potente Vulpes de Halcopéndola la trasladó de regreso a la Ciudad en un tiempo casi récord, y sin embargo (así se lo decía su reloj) tal vez no a tiempo. Pese a que ahora estaba en posesión de todos los elementos que necesitaba para dilucidar el problema de Russell Eigenblick, el conseguirlos le había requerido un tiempo más largo que el que ella había previsto.

No demasiado pronto

Mientras se deslizaba por la carretera rumbo al norte, había pensado cuál sería la mejor forma de presentarse a los herederos de Violet Bebeagua —anticuaria, coleccionista, cultora del arte— para conseguir que le mostraran las cartas. Aunque con toda certeza, si ella misma, Halcopéndola, no hubiese estado en ellas (Sophie la conoció en el acto, o al menos la reconoció muy rápidamente), jamás le habrían hecho esa concesión. Que ella resultara ser, por añadidura, una prima más o menos vaga de los descendientes de Violet Zarzales había, sin duda, facilitado las cosas, una coincidencia que sorprendió y deleitó a esa extraña familia tanto como interesó a Halcopéndola. De todos modos, había pasado días sentada con Sophie estudiando las cartas, y más días aún había dedicado a la última edición de
La arquitectura de las casas quintas
, cuyos peculiares contenidos no le parecían muy familiares, y aunque ella estudiaba larga y detenidamente, el conjunto de la historia —o lo que hasta entonces había ocurrido— se le fue aclarando poco a poco a medida que aplicaba su escrutadora mirada de loro, y mientras tanto el Puente Ruidoso y el Club de Armas se adelantaban a encontrarse fatalmente con Russell Eigenblick, y la lealtad de Halcopéndola seguía siendo incierta, y su senda obscura.

Ya no estaba a obscuras. Los hijos de los hijos del Tiempo: ¿quién lo hubiera pensado? Un Loco, y un Primo; un Viaje, y un Huésped. ¡Los Arcanos Menores! Sonreía torvamente mientras daba la vuelta alrededor del mamútico edificio del Empire Hotel en el que Eigenblick había sentado sus reales, y se decidía por un hechizo, algo a lo que raras veces recurría.

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