Authors: Frederik Pohl
—Rob —dijo nerviosamente—, ¿sabes algo sobre la bonificación de gran peligro que van a ofrecer?
Le hice sitio para que se sentara en la cama.
—¿Yo? No. ¿Por qué iba a saberlo?
Su rostro, pálido y musculoso, estaba más tenso que de costumbre, aunque yo no sabía por qué.
—Pensaba que quizá lo supieras. Por Dane Metchnikov, tal vez. Sé que sois amigos, y he visto a Klara hablando con él en el aula de clases. —No le contesté, pues no estaba seguro de lo que quería decirle—. Corre el rumor de que pronto anunciarán un viaje científico muy peligroso. Me gustaría apuntarme en él.
La rodeé con un brazo.
—¿Qué ocurre, Louise?
—Han anotado a Willa en la lista de muertos.
Se echó a llorar.
La mantuve estrechamente abrazada y dejé que se desahogase. La habría consolado si hubiera sabido cómo, pero ¿qué podía decirle? Al cabo de un rato me levanté y revolví el armario, buscando un cigarrillo de marihuana que Klara había dejado allí un par de días antes. Lo encontré, lo encendí y se lo puse en la boca.
Louise aspiró profundamente, retuvo el humo varios segundos y lo expelió.
—Está muerta, Rob —dijo.
Ya no lloraba, estaba triste pero serena; incluso los músculos de la nuca y la columna vertebral se le habían distendido.
—Aún puede volver, Louise.
Ella meneó la cabeza.
—No lo creo. La Corporación ha dado la nave por perdida. La nave sí que puede volver, pero Willa no estará viva. Las últimas raciones debieron de agotarse hace dos semanas. —Miró hacia el infinito durante unos momentos, después suspiró y se llevó a la boca el cigarrillo de marihuana—. Ojalá Sess estuviera aquí —dijo, acostándose; yo noté que todos sus músculos se relajaban contra la palma de mi mano.
La droga empezaba a hacerle efecto. También empezaba a hacérmelo a mí. No era nada parecido a lo que podía conseguirse en Pórtico, disimuladamente oculto entre la hiedra. Klara había obtenido puro Rojo de Nápoles gracias a un tripulante de los cruceros, cultivado secretamente en la ladera del monte Vesubio entre las hileras de vides que hacían el vino Lacrimae Christi. Se volvió hacia mí y frotó la nariz sobre mi cuello.
—La verdad es que adoro a mi familia —declaró, bastante calmada—. Ojalá hubiéramos tenido más suerte. Ya nos tocaba.
—Chist, no digas nada —murmuré, acariciándole el pelo.
Su pelo me condujo a su oreja, y su oreja me condujo a sus labios, y paso a paso nos hicimos el amor de una forma lenta, serena y petrificada. Fue muy relajante. Louise era competente, tranquila y dócil. Tras un par de meses con los paroxismos nerviosos de Klara, fue como volver a casa y tomar la sopa de pollo hecha por mamá. Al final sonrió, me besó y dio media vuelta. Se quedó inmóvil, y su respiración se regularizó. Guardó silencio durante largo rato, y no comprendí que estaba llorando hasta que sus lágrimas me humedecieron la mano.
—Lo siento, Rob —dijo, cuando empecé a acariciarla—. Es que nunca hemos tenido ni un poco de suerte. Algunos días puedo resistirlo, pero otros no. Hoy es uno de los malos.
—Vuestra suerte cambiará.
—Me parece que no. Ya no puedo creerlo.
Dio la vuelta para mirarme, y sus ojos escudriñaron los míos. Le dije:
—Piensa en cuántos millones de personas darían su testículo izquierdo por estar aquí.
Louise repuso lentamente:
—Rob... —Se interrumpió. Yo empecé a hablar, pero ella me tapó la boca con una mano—. Rob —repitió—, ¿sabes cómo logramos venir?
—Desde luego. Sess vendió su vehículo aéreo.
—Vendimos bastante más que eso. El vehículo aéreo nos proporcionó algo más de cien mil. No era suficiente ni para uno solo de nosotros. Hat nos dio el resto.
—¿Tu hijo? ¿El que murió?
Ella dijo:
—Hat tenía un tumor cerebral. Lo descubrieron a tiempo o, por lo menos, casi a tiempo. Era operable. Podría haber vivido, oh, no lo sé, diez años como mínimo. No hubiera quedado perfectamente. Su centro de control lingüístico ya estaba dañado, igual que el muscular. Pero ahora aún podría estar vivo. Sólo que... —Apartó la mano de mi pecho para frotarse la cara, pero no lloraba—. No quería que gastásemos el dinero del vehículo aéreo en su tratamiento. No habría alcanzado más que para la operación, y después nos hubiéramos quedado nuevamente sin un céntimo. Lo que hizo, Rob, fue venderse a sí mismo. Vendió todo su cuerpo. Mucho más que el testículo izquierdo. Todo él. Era un cuerpo de hombre nórdico de veintidós años, magnífico y de primera calidad, así que valía mucho. Se puso a disposición de los médicos y ellos... cómo se dice, le quitaron de en medio. Ahora debe de haber miembros de Hat en una docena de personas diferentes. Los vendieron todos para trasplantes, y nos dieron el dinero. Cerca de un millón de dólares. Eso fue lo que nos permitió venir aquí, e incluso nos sobró un poco. Ya sabes de dónde vino nuestra suerte, Rob.
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Yo dije:
—Lo siento.
—¿Qué sientes? No tenemos esa suerte, Rob. Hat está muerto. Willa está muerta. Sólo Dios sabe dónde está mi marido, o la única hija que nos queda viva. Y yo estoy aquí, y, Rob, hay veces en que deseo de todo corazón estar muerta yo también.
La dejé durmiendo en mi cama y bajé lentamente a Central Park. Pasé a buscar a Klara, no la encontré, le escribí una nota diciendo dónde estaba, y me quedé una hora acostado sobre la hierba, contemplando las moras que maduraban en los árboles. No había nadie, a excepción de una pareja de turistas que daba una última ojeada antes de que partiera su nave. No les presté atención, y ni siquiera les oí marcharse. Me compadecía de Louise y de todos los Forehand, e incluso más de mí mismo. Ellos no tenían suerte, pero lo que yo no tenía dolía mucho más; no tenía el valor de averiguar adónde me conduciría mi suerte. Las sociedades enfermas exprimen a los aventureros como si fueran granos de uva. Los granos de uva no tienen gran cosa que decir sobre ello. Supongo que ocurrió lo mismo con los marineros de Colón o los pioneros que atravesaron el territorio comanche en sus carretas; debían de ser unos necios asustados, como yo, pero no tenían alternativa. Como yo. Pero, Dios de los cielos, qué asustado estaba yo...
Oí voces, una carcajada infantil y otra más grave que pertenecía a Klara. Me incorporé.
—Hola, Rob —dijo, parándose frente a mí con la mano en la cabeza de una niña negra—. Ésta es Watty.
—Hola, Watty.
Mi voz no sonó como debiera, ni siquiera a mí. Klara me miró con detenimiento, e inquirió:
—¿Qué pasa?
No podía responder a esa pregunta en una sola frase, de modo que le aclaré una de las muchas cosas que me preocupaban.
—Han anotado a Willa Forehand en la lista de muertos.
Klara asintió sin decir nada. Watty exclamó:
—Por favor, Klara, tira la pelota.
Klara se la tiró, la cogió, volvió a tirarla, todo ello con la lentitud característica de Pórtico.
Dije:
—Louise quiere apuntarse a un lanzamiento con bonificación de peligro. Creo que lo que desea es que yo, nosotros dos, hagamos lo mismo y vayamos con ella.
—¡Oh!
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Te ha dicho algo Dane sobre uno de sus especiales?
—¡No! No he visto a Dane desde... no sé cuándo. De todos modos, esta mañana se ha embarcado en una Uno.
—¡No ha tenido ninguna fiesta de despedida! —protesté yo, sorprendido. Ella frunció los labios.
La niña gritó:
—¡Eh, señor! ¡Cójala!
Cuando tiró la pelota, ésta vino flotando como un globo de aire caliente hacia la torre de amarre, pero a pesar de ello casi la dejé pasar. Mi mente estaba en otro lugar. Se la devolví con concentración.
Al cabo de un minuto, Klara dijo:
—¿Rob? Lo siento. Creo que estaba de mal humor.
—Sí.
Mi mente estaba muy ocupada.
Ella continuó, amablemente:
—Hemos atravesado una mala época, Rob. No quiero ser desagradecida contigo. Te... te he comprado una cosa.
Alcé los ojos, y ella me tomó la mano y deslizó algo a su alrededor, hasta el brazo.
Era un brazalete de lanzamiento hecho con metal Heechee, y de un valor aproximado a los quinientos dólares como mínimo. Yo no había podido comprármelo. Lo miré fijamente, pensando en lo que quería decir.
—¿Rob?
—¿Qué?
Su voz tenía notas de impaciencia.
—Es costumbre dar las gracias.
—También es costumbre —repliqué— contestar sinceramente a una pregunta. Como no decir que no habías visto a Dane Metchnikov, habiendo estado con él anoche mismo.
Ella exclamó con ira:
—¡Me has estado espiando!
—Tú me has estado mintiendo.
—¡Rob! No eres mi dueño. Dane es un ser humano, un amigo.
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—¡Un amigo! —grité. Lo último que podía decirse de Metchnikov era que fuese amigo de nadie. El simple hecho de imaginarme a Klara con él me hizo hervir la sangre en las venas. No me gustó la sensación, pues no pude identificarla. No fue sólo cólera, ni siquiera celos. Había un componente que permanecía obstinadamente opaco. Dije, sabiendo que era ilógico, oyendo mi voz como un aullido—. ¡Yo te lo presenté!
—¡Eso no te da un título de propiedad sobre mí! —replicó Klara—. Está bien, quizá me haya acostado unas cuantas veces con él, pero eso no cambia mis sentimientos hacia ti.
—Sin embargo, cambia mis sentimientos hacia ti, Klara.
Me miró con incredulidad.
—¿Tienes el valor de decirme una cosa así? ¿Acaso no vienes de estar con una prostituta barata?
Esto me cogió desprevenido.
—¡No hubo nada de barato en ello! Fue consolar a alguien que estaba triste.
Se echó a reír. El sonido me resultó desagradable; la cólera es indigna.
—¿Louise Forehand? Hizo de prostituta para venir aquí, ¿lo sabías?
La niña había cogido la pelota y nos miraba fijamente. Comprendí que estaba asustada. Haciendo un esfuerzo para evitar que la ira se reflejase en mi voz, dije:
—Klara, no permitiré que me pongas en ridículo.
—Ah. —respondió con mudo desprecio, dando media vuelta para marcharse.
Extendí un brazo con la intención de detenerla, pero ella sollozó y me pegó, con toda su fuerza. El golpe me alcanzó en el hombro.
Eso fue un error.
Siempre lo es. No se trata de lo que es racional o no, de lo que está justificado o no; es una cuestión de señales. Era la peor señal que podía darme. El motivo por el cual los lobos no se matan unos a otros es que el más pequeño y débil siempre se rinde. Da varias vueltas sobre sí mismo, se descubre la garganta y agita las patas en el aire para señalar que está vencido. Cuando esto ocurre, el vencedor es físicamente incapaz de seguir atacando. Si no fuera así, ya no quedarían lobos. Por este mismo motivo, los hombres no suelen matar a las mujeres, ni siquiera a golpes. No pueden. Por mucho que deseen hacerlo, su maquinaria interna se lo impide. Pero si la mujer comete el error de darle una señal diferente golpeándole primero...
Le di tres o cuatro puñetazos, con toda la fuerza de que fui capaz, en el pecho, en la cara, en el vientre. Ella cayó al suelo, sollozando. Yo me arrodillé a su lado, la incorporé con un brazo y, revestido de una absoluta sangre fría, la abofeteé dos veces más. Todo ocurrió como dirigido por Dios, de una forma absolutamente inevitable; y al mismo tiempo noté que mi respiración se había acelerado como si hubiera subido unas montañas a todo correr. La sangre zumbaba en mis oídos. Todo lo que veía estaba teñido de rojo.
Finalmente oí unos sollozos ahogados.
Miré en aquella dirección y vi a la niña, Watty, mirándome fijamente, con la boca abierta y las lágrimas rodando por sus anchas mejillas de un negro púrpura. Hice ademán de aproximarme a ella, con la intención de tranquilizarla, pero dio un grito y se escondió tras una espaldera de vides.
Me volví hacia Klara, que estaba incorporándose, sin mirarme, con una mano sobre la boca. Apartó la mano y contempló lo que había en ella: un diente.
Yo no dije nada. No sabía qué decir, y no confiaba en que se me ocurriese nada. Di media vuelta y me alejé.