Por unos demonios más (73 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por unos demonios más
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—Lo siento —susurré meciéndola mientras sus desgarrados sollozos rompían el silencio y permanecíamos sentadas en el suelo de la minúscula habitación en un afluente olvidado del río Ohio—. Sé lo que era para ti. Averiguaremos quién ha hecho esto. Lo averiguaremos y lo perseguiremos.

Y aun así, siguió llorando, como si su pena no tuviese fin.

Y la pena también se apoderó de mí, fría y dura, una pena definida por unos ojos azules brillantes y la sonrisa que tanto me gustaba y que no volvería a ver. Al tocar su mano con la mía me cayeron por la mejilla unas lágrimas saladas y amargas, lágrimas de aflicción, dolor y arrepentimiento por haberle fallado al final.

39.

Dos semanas más tarde.

Me metí el asa de la bolsa de tela en el brazo para poder abrir la puerta de la iglesia, mirando hacia arriba con los ojos entrecerrados al cartel de Encantamientos Vampíricos que brillaba con el agua. Ivy quería helado y, como no tenía tantas ganas como para salir a por él lloviendo, me había engañado para que lo hiciese yo. Habría hecho cualquier cosa para verla sonreír de nuevo. Habían sido dos semanas muy duras. Bueno, también necesitábamos comida para la gata y lavavajillas. Y tampoco nos quedaba café. Daba miedo ver que mi visita rápida a la tienda se había convertido en un viaje con tres bolsas.

La puerta de la iglesia crujió al abrirse y me metí dentro. Me apoyé contra la puerta cerrada para mantener el equilibrio y me quité los zapatos. Estaba oscuro, ya que la luna todavía no había salido y las nubes eran densas. Hice una pausa justo dentro del santuario y le di al interruptor de la luz con el codo. Nada.

—Me cago en todo —murmuré mientras lo golpeaba unas cuantas veces más solo por diversión—. ¡Jenks! —grité—. ¡Han vuelto a fundirse los plomos del santuario!

En realidad no esperaba una respuesta, pero ¿dónde estaba Ivy? Tendría que haberse dado cuenta.

Moviendo las bolsas con torpeza, fui a la cocina. Di tres pasos y me paré en seco. Olía a vampiro desconocido. A muchos. Y había mucho humo. Y cerveza.

—Mierda —susurré sintiendo que me invadía la adrenalina.

—¡Ahora! —gritó alguien, y las luces se encendieron de repente.

Asustada, dejé caer las bolsas y me puse en posición de lucha, cegada por el brillo repentino.

—¡Sorpresa! —dijo un coro de voces desde la parte delantera de la iglesia, y yo me giré con el corazón en un puño—. ¡Feliz cumpleaños!

Me quedé mirando con la boca abierta y los puños cerrados mientras el bote de medio litro de helado de chocolate con trocitos rodaba a los pies de Ivy. Estaba sonriendo, y me levanté poco a poco. Todavía se me salía el corazón por la boca y Jenks estaba haciendo tirabuzones en el aire que había entre ella y yo desprendiendo polvo dorado y brillante.

—¡La hemos pillado! —gritaba, y lo que parecían ser todos sus hijos cogieron el estribillo, llenando el aire de color y sonido—. ¡La hemos pillado desprevenida, Ivy! Mírala. ¡No tenía ni idea!

Pasmada, busqué a tientas las bolsas. David, Keasley y Ceri estaban en el sofá e Ivy estaba de pie junto al interruptor de la luz que había en el otro extremo de la habitación. Todos estaban sonriendo y, como había dicho Jenks, me habían pillado desprevenida.

No había ningún vampiro aparte de Ivy, y la única bebida que pude ver fueron las tres botellas de dos litros de soda sobre la mesa del café. El olor a vampiro, cigarrillos y cerveza rancia venía de la mesa de billar destrozada que ahora ocupaba un lateral del santuario. No estaba allí cuando me había marchado. Al verla, sentí que se me cerraba la garganta. Había sido de Kisten.

—Pero mi cumpleaños fue el mes pasado —dije, todavía confusa. Ceri se acercó. Llevaba un sombrero de cono en la cabeza, pero de algún modo le daba un aspecto más digno del que cualquiera se podría esperar.

—No nos olvidamos —dijo, dándome un abrazo rápido—. Estuvimos distraídos. Feliz cumpleaños, Rachel.

Sinceramente no sabía qué decir. Keasley también llevaba puesto un som­brero y, cuando me vio mirarlo, se lo quitó. Los pixies, sin embargo, no se los quitaron y andaban volando como locos.

Miré la mesa de billar y me vinieron las lágrimas a los ojos. Después miré las caras de los que me rodeaban. Bajo sus sonrisas estaban rogándome, casi desesperadamente, que fingiese que todo era normal. Que la vida estaba volviendo a ser como debería. Que no echaba de menos a un gran trozo de mí misma. Que había una persona que debería estar allí y no estaba y que nunca volvería a estar.

Así que sonreí.

—¡Vaya! —dije acercándome a coger el helado que Ivy había recogido del suelo—. ¡Esto es genial! ¡Y sí, me habéis sorprendido! —Dejé las bolsas de la compra contra el sofá y me quité el abrigo—. La verdad es que no me lo puedo creer. Gracias, chicos.

Ceri me dio un apretón en el antebrazo a modo de apoyo y luego su expresión se quedó en blanco.

—¡Me olvidaba de la tarta! —exclamó abriendo como platos aquellos ojos verdes—. ¡La dejé sobre mi mesa!

—¿Hay tarta? —dije haciendo una mueca cuando Jenks encendió el aparato de música y empezó a sonar a todo volumen
Personal Jesús
de Marilyn Manson, justo antes de apagarlo. Debía de haberla hecho Ceri, porque habíamos tirado la vieja. No habría sido capaz de comérmela con Kisten en la morgue y, ahora que lo habían incinerado y estaba en la habitación de Ivy, no me sentía diferente. Pero esta noche estaban en juego los sentimientos de otras personas y me di cuenta de que iba a tener que comerme la tarta de Ceri o arriesgarme a herir sus sentimientos.

Jenks volvió volando hacia mí espantando a sus hijos para que se alejasen de la soda.

—¡Claro que hay tarta! —dijo él bien fuerte, para ocultar la angustia de Ceri. No puede haber un cumpleaños sin una tarta—. Yo te ayudaré, Ceri.

La hermosa elfa sacudió la cabeza.

—Tú te quedas —dijo a medio camino de la puerta—. No es necesario que te marches. Iré a buscarla yo. Vuelvo en un momento. —De repente se detuvo y volvió sobre sus pasos sonriente y alegre—. Toma —dijo quitándose el som­brero y poniéndomelo a mí—. Ponte esto.

Ivy se rio por lo bajo y yo levanté el brazo para tocarme el sombrero.

—Gracias —dije, maldiciendo el miedo que tuve en un principio de herir sus sentimientos. Genial. Iba a comer tarta con un estúpido sombrero en la cabeza. Maldita sea, sería mejor que nadie tuviese una cámara.

Las manos oscuras y artríticas de Keasley cogieron las asas de la bolsa de la compra.

—Yo me ocuparé de esto. Tú diviértete —dijo apartándolas del sofá. Tras dudar, se giró e inclinó el cuerpo que un día fue alto para darme un beso paternal en la mejilla—. Feliz cumpleaños, Rachel. Ya eres toda una mujercita. Tu padre estaría orgulloso de ti.

Si estaban intentando animarme, lo estaban haciendo bastante mal.

—Gracias —dije, y sentí que se me empezaba a formar un nudo en la garganta.

Me giré en busca de algo que hacer. Ivy estaba supervisando el reparto de soda de Jenks a sus hijos en copitas hechas con los tapones de plástico que se solían poner en los muebles de cartón prensado para tapar los agujeros. David me vio por el rabillo del ojo y vino hacia mí. Sus botas gastadas marrones asomaban por debajo de sus vaqueros azules y entonces se detuvo. No lo veía desde la noche en la que yo estaba en el suelo drogada mientras él le decía a Minias que tenía derecho por ley a tomar decisiones por mí. David me había salvado la vida tanto como Ceri.

—Feliz cumpleaños —dijo, aunque era evidente que quería decir algo más. Joder, un apretón de manos no era suficiente y, en una oleada de gratitud, lo atraje hacia mí y le di un abrazo. Sus brazos eran firmes y reales. Reconfortantes. El complicado aroma a hombre lobo invadió mis sentidos y cerré los ojos, sintiendo que mi pecho se hacía pesado al darme cuenta de las diferencias entre su abrazo y el de Kisten.
Nunca volveré a abrazar a Kisten
.

Apreté los dientes y me negué a llorar. No quería hablar de Kisten. Quería fingir que todo era normal. Pero tenía que decir algo, no podía dejar que David pensase que no le agradecía lo que había hecho.

—Gracias —dije con la boca pegada a su camisa—. Gracias por salvarme la vida.

—Ha sido un honor. —Su voz retumbó desde su interior y yo la sentí a través de su pecho, y entonces me abrazó con más seguridad, ahora que sabía que la profundidad de mis emociones procedían de la gratitud hacia él.

—Siento lo de Brett —dije desolada, y él me abrazó más fuerte.

—Yo también —dijo él, y sentí dolor en su voz, la pérdida de algo más que un compañero lobo, un posible amigo—. Quiero nombrarle miembro de nuestra manada a título póstumo.

—Me gustaría hacerlo —dije con la garganta casi cerrada. Tras darme un apretón en los brazos, me soltó y se apartó.

Lo miré a los ojos y me sorprendió ver un destello de miedo. Era la maldición. Me tenía miedo a mí y lo único que la controlaba era la confianza de David como alfa. Cualquier otra persona podría haber entendido mal el terror fugaz y profundamente arraigado, pero yo había tenido esa cosa en mis pensamientos. Sabía lo que era. Y era peligrosa.

—David…

—No —dijo él mirándome fijamente con sus ojos oscuros para detener mis palabras—. Hice lo correcto. He convertido a cinco mujeres y he matado a tres de ellas. Si tengo la maldición en mi interior puedo ayudar a Serena y a Kally. —La ira lo abandonó cuando se perdió en un recuerdo—. Y no está tan mal —concluyó haciendo gestos en vano—. Me siento bien. Completo. Se supone que es como debería ser.

—Sí, pero David…

Él sacudió la cabeza con seguridad.

—Tengo esto controlado. La maldición es como el mismísimo demonio. La siento en mi interior y tengo que sopesar mis pensamientos para decidir si soy yo o la maldición, pero está feliz de ser capaz de correr de nuevo y yo puedo utilizar eso como una amenaza. Sabe que si me enfada vendré junto a ti y tú la sacarás y la meterás en una cárcel de hueso.

—Es correcto —dije al recordar el miedo que vi en sus ojos con solo tocarle—. David, esto es peligrosísimo. Déjame quitártela. Todo el mundo cree que el foco ha sido destruido. No podemos ocultarlo…

Él levantó una mano y yo me callé.

—Con la maldición dentro de mí, Serena y Kally pueden mutar sin dolor. ¿De verdad quieres quitarles eso? Y está bien. No quería una manada, pero… a veces nuestras decisiones las toman otros. La maldición pertenece a los lobos. Déjala donde está —dijo con rotundidad, como si la conversación hubiese terminado.

Me rendí y me apoyé contra el respaldo del sillón. David agachó la cabeza y se relajó. Había ganado y lo sabía. Ivy me miró desde donde estaba repartiendo soda, cuando Jenks le susurró algo al oído y su mirada inquisidora se convirtió en una sonrisa. Cogió dos vasos de plástico y fue a apoyarse contra la mesa de billar, desde donde podía ver a todo el mundo.

—¿Quieres beber algo, Rachel? —preguntó David, e Ivy levantó un vaso para decir que ya me había servido algo.

—Ya me lo ha servido Ivy —dije, y él me tocó el brazo antes de ir a ver qué quería Keasley.

No tenía sed, pero fui junto a Ivy y me puse a su lado en la mesa. Sus finas cejas estaban levantadas y me dio en silencio la bebida. Entonces le miré el cuello. Piscary la había mordido tan limpiamente que las mordeduras habían sanado sin dejar apenas cicatriz. Yo todavía tenía el cuello hecho un desastre y era probable que se quedase así. No me importaba. Mi alma estaba negra y la cicatriz superficial parecía irle bien.

Hacía dos semanas que Piscary había muerto y las camarillas menores se estaban mordiendo los tobillos los unos a los otros para decidir quién sería el próximo señor de los vampiros en Cincinnati. El período de duelo casi había terminado y todo Cincy se preparaba para las peleas y los juegos de poder. La madre de Ivy tenía muchas posibilidades en todo aquello, lo cual no me daba ninguna confianza. Aunque Ivy estuviese exenta de ser una fuente de sangre, probablemente tendría más responsabilidades indirectas. Todos los vampiros de Piscary se habían aliado bajo su mandato; si otra camarilla se alzaba sobre ellos, sus vidas valdrían menos que las hojas de parra que Piscary utilizaba para envolver sus bocadillos de cordero. Ivy decía que no estaba preocupada, pero aquello tenía que atormentarla.

Entonces, se aclaró la voz a modo de advertencia y yo bajé la mano del cuello antes de que la cicatriz se pusiese a resonar accidentalmente con sus feromonas. El aroma de la mesa de billar me envolvió, el olor combinado de vampiros, humo de cigarrillo y cerveza me trajo recuerdos míos golpeando las bolas mientras esperaba, en un club de baile pacífico y vacío, a que Kisten acabase de cerrar y empezase nuestra noche.

Se me volvió a cerrar la garganta y dejé la bebida sobre la mesa.

—Bonita mesa de billar —dije desolada.

—Me alegro de que te guste. —Ivy parpadeó rápido, pero no me miró—. Es tu regalo de cumpleaños de parte de Jenks y de mí.

Jenks se elevó como un relámpago haciendo repicar las alas.

—Feliz cumpleaños, Rachel —dijo con una alegría forzada—. Iba a regalarte una laca de uñas que cambia de color, pero Ivy pensó que te gustaría más esto.

Lágrimas no derramadas me nublaron la vista, pero no iba a llorar, maldita sea. Estiré el brazo y pasé los dedos por el fieltro áspero. Tenía puntadas, igual que yo.

—Gracias —dije.

—¡Maldita sea, Ivy! —dijo Jenks mientras volaba erráticamente de mí a Ivy—. Te dije que era una mala idea. Mírala, está llorando.

Yo sorbí por la nariz con fuerza y al levantar la vista vi que solo Keasley se había dado cuenta.

—No —dije con una voz un tanto tensa—. Me encanta. Gracias.

Ivy bebió un sorbo y mantuvo una tristeza amigable y silenciosa. No tuvo que decir ni una sola palabra. No podía. Cada vez que había intentado consolarla durante las últimas dos semanas, había desaparecido. Había aprendido que era mejor simplemente mirarla a los ojos y luego apartar la mirada con la boca cerrada.

El pixie se posó sobre su hombro a modo de apoyo silencioso y vi que ella se relajaba.

Puede que la mesa de billar fuese para mí, pero creo que significaba más para Ivy. Era lo único que se había llevado, además de las cenizas de Kisten. Y el hecho de que me la hubiese regalado a mí era una afirmación de que entendía que hubiese sido importante para las dos, de que mi dolor era tan importante como el suyo.
Dios, cómo lo echo de menos
.

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