—¿Esto la matará? —susurró Trent.
Averigüémoslo
, pensé con amargura, sin creerme que pudiese soportar el poder de una maldición demoníaca. Y cuando me matasen (cosa que harían por practicar magia demoníaca dentro de un edificio público y delante de testigos oculares), el poder de la maldición moriría conmigo. Problema solucionado. Excepto que una pequeña parte de mí sí quería vivir.
Maldita sea, la esperanza es un dios cruel
.
Con dedos todavía temblorosos, me arrodillé en mi pequeño espacio y junté las manos, deseando que me volviesen a la memoria las palabras de activación. Y vinieron. Exhalé y dije con dureza:
—
Animum recipere
.
Quen contuvo el aliento y apartó a Trent hacia atrás.
El poder de la maldición fluyó en mi interior, cálido como los rayos del sol. Me quedé rígida cuando el aroma a ámbar quemado me cubrió, agridulce como el chocolate puro. Sentaba bien. Sabía dulce. Mis pensamientos aullaban de desesperación. ¿
En qué coño me he convertido
?
Con la mandíbula apretada, me arrodillé bajo la mesa, levantando los ojos cerrados y conteniendo el aliento ante las sensaciones. Me sentía bien, y eso no era bueno. El poder de la creación salió del foco y entró en mí; lo sentí como algo familiar y acogedor. Cantaba, me tentaba, susurraba detrás de mis ojos la lujuria de la persecución, la alegría de la captura, la satisfacción del asesinato. En mi interior surgió la necesidad de dominar. Recordé el tacto de la tierra debajo de mis patas y el aroma del tiempo en la nariz, llenando mis recuerdos, haciéndome querer más.
Y esta vez, en lugar de negarlo, lo acepté.
—
Non sum qualis eram
—dije amargamente, llorando lágrimas de ira que salían de mis párpados cerrados. Tomaría la maldición en mi interior y allí la guardaría. Todo terminaría. No había razón para no hacerlo.
Sentí que se apagaba la vela blanca y, al abrir los ojos, vi un rastro fino de humo que me mostraba el camino perdido a la eternidad. Había colocado la vela con la palabra de protección, pero estaba fuera de su alcance. Nada podía protegerme. El foco estaba vacío y la maldición estaba en mi interior, latiendo como un segundo corazón, reptando por mi aura y nublándome la vista. Podía sentirla, viva como una conciencia gemela junto a la mía. Pero todavía no había terminado. Todavía tenía que sellar la magia.
Me invadió un impulso intenso de marcharme, creado por la maldición. Apreté los dientes y me obligué a quedarme quieta, encadenando la segunda consciencia con mi voluntad. Pero me combatió y se deslizó más abajo cuando luché por mantenerlas separadas. Con los ojos fijos en la vela negra, deseé que se apagase. La luz desapareció con un puf. La necesidad de correr que me producía la maldición se hacía cada vez más fuerte. Me empezaron a temblar las manos de forma descontrolada. Mi cabeza, que estaba inclinada, giró hacia la vela dorada. Esto sellaría la maldición en mi interior para que no pudiese desenmarañarse. Tembló con un viento que solo pude sentir yo y, entonces, tan delicada y sorprendente como un ala de mariposa sobre una mejilla, se apagó. La última vela negra se encendió. La maldición había sido invocada de nuevo.
Solté un gemido y me sentí mareada. Estaba hecho. Yo era una maldición demoníaca. Podía sentirla dentro de mí, sentir el veneno filtrarse en mi mente desde mi alma. Ahora lo único que quedaba era ver si me mataría.
Con los labios medio abiertos, conmocionada por lo que había hecho, levanté la cabeza y me encontré a Trent sentado bajo la mesa con su camisa de esmoquin blanca, sin la chaqueta. Me estaba observando con Quen detrás de él preparado para arrastrarlo. Parpadeé; me ardía el pecho. Tuve el tiempo suficiente para respirar y luego el desequilibrio de la realidad por invocar la maldición me golpeó.
Me sacudí violentamente, golpeé con la cabeza el fondo de la mesa y mis codos rompieron los círculos. Boqueando, convulsioné mientras me cubría una oleada de negrura. No podía respirar. Mis mejillas tocaron el frío suelo y apreté de dolor. La maldición vio que mi voluntad se debilitaba y su necesidad de correr se duplicó, enredándose con la mía hasta que fueron la misma. Tenía que correr. ¡Tenía que escapar! Pero no me podía mover… mis malditos… brazos.
—¿Estará bien? —preguntó Trent con voz de preocupación y desconcierto.
—Está aceptando el pago de la maldición —dijo Quen con tranquilidad—. No lo sé.
Alguien me tocó. Yo grité y solo oí un gruñido gutural. La maldición profundizó en mi psique, mezclándose conmigo. Ya no tenía por dónde salir y entraba en cada faceta de mi recuerdo y mis pensamientos, convirtiéndose en mí. Estaba muriéndome desde dentro hacia fuera. Y en medio de todo ello, la carbonilla del desequilibrio amenazaba con pararme el corazón.
—La acepto —dije sin aliento, y el dolor menguó—. La acepto —sollocé, haciéndome un ovillo. Era mía. La maldición era lo único que me quedaba. Me estaba sobreviniendo una aterradora necesidad de correr. Era la maldición demoníaca, pero éramos uno. Su necesidad era la mía.
¿
Por qué me estoy resistiendo
?, pensé de repente; la agonía de la carbonilla de demonio me estaba quemando la sangre. Y con ese último y amargo sentimiento, dejé morir mi voluntad.
Mi miedo desapareció con un silbido de pensamiento singular, la pena se fue en un destello de desconcierto y el trastorno de angustia mental se evaporó al darme cuenta de repente de que todo había cambiado.
Abrí los ojos. Me invadió una sensación de paz. Era como si hubiese vuelto a nacer. No había ira, ni dolor ni pena. Mi respiración llenaba los pulmones con un movimiento suave y tranquilo. Miré al mundo en una pausa de tiempo, con mi mejilla todavía apoyada contra las baldosas frías, y me pregunté qué había ocurrido. Me dolía todo el cuerpo, como si hubiese peleado y ganado, pero no había ningún cadáver destrozado tumbado ante mí.
Y entonces vi mi prisión junto a mí; se había caído de lado del lugar en que lo había colocado, tras los arreos de la magia demoníaca.
Ah. Eso
.
Entrecerré los ojos e intenté cogerlo. Nunca volvería a retenerme.
—
Celero inanio
—dije gruñendo, sin importarme que fuese una maldición demoníaca, sin importarme no saber cómo la conocía. El hueso se rompió en pedazos al tocarlo, recalentado, y se rompió en pequeños fragmentos. Retiré las manos repentinamente y me senté; el dolor me sorprendió, pero no era tan fuerte como la satisfacción. Aquella prisión no volvería a retenerme, y acogí con entusiasmo el desequilibrio por haber roto las leyes de la física mientras fluía en mi interior, cubriéndome con una capa reconfortante de calidez, protegiéndome.
A otras cosas
…
Sobre mí sentí la suavidad plana de la madera y, sobre ella, una encrucijada de metal, yeso, moqueta y espacio. Estaba en un edificio… pero no tenía que quedarme allí.
Alguien me estaba mirando. En realidad me estaba mirando mucha gente, pero uno me miraba como un depredador a su presa. Mis ojos recorrieron las caras silenciosas e inquisitivas hasta que encontraron los intensos ojos verdes de un elfo, enmarcados por pelo oscuro.
Quen
, pensé, dándole un nombre, y luego vi la puerta abierta detrás de él.
—¡Cuidado! —gritó alguien.
Yo di un salto y tropecé con el vestido. Alguien cayó sobre mí para inmovilizarme contra el suelo. Yo peleé en silencio dando puñetazos. Un hombre me estaba gritando que me estuviese quieta. El recuerdo del sonido de las alas de pixie me atravesaba el alma como un cuchillo, y sentí como lo último que quedaba de mí misma, de Rachel Morgan, se desvanecía, ocultándose del dolor.
Se oyó un gruñido cuando mi puño chocó contra algo blando y, en aquel breve instante, aproveché para arrastrarme hacia la puerta. Alguien me agarró por las muñecas y grité cuando me las pusieron detrás de la espalda.
Gruñendo, intenté liberarme y luego me quedé quieta en el suelo con una sonrisa astuta decorando mi rostro. No tenía que luchar con el cuerpo, podía luchar con la mente.
—¡Que alguien la ate! —gritó un pixie desde arriba—. ¡Está invocando una línea!
—¡Rachel! ¡Para! —gritó una mujer, y yo sacudí la cabeza al escuchar aquella voz familiar.
—¿Ivy? —gorjeé. Mi aliento vaciló al verla sentada contra la pared, con una mano presionándose el cuello y pálida por la pérdida de sangre. La razón intentaba abrirse paso en mi cerebro, pero un sentimiento de poder embriagador la apartaba. Los hombres estaban de pie entre la puerta y yo. La mujer del suelo no era suficiente para vencer las demandas de la maldición.
Temblando, me giré para sentarme. Empecé a hablar en latín; las palabras venían de algún lugar en mi pasado, en mi futuro, de todas partes.
—Lo siento, Rachel —dijo una voz con gravedad a mis espaldas—. No tenemos bandas de líneas luminosas.
Me di la vuelta, invadida por unas ganas salvajes de hacerle daño a alguien. Me dieron un puñetazo. Vi las estrellas iluminando mi pensamiento consciente de que, al morir, solo dejó la negrura del dulce olvido.
Pero mientras me abandonaba el aliento con un dulce suspiro y caía, juraría que las gotas cálidas que cayeron sobre mi rostro eran lágrimas, que los brazos temblorosos que me sujetaban de la cruel frialdad de las baldosas tenían el exquisito aroma de un vampiro. Y alguien… estaba hablando sobre sangre y margaritas.
Me estaba moviendo. Estaba calentita y envuelta en una manta que olía a tabaco. Tenía algo sobre la muñeca que me dolía y, como no había ni un ergio de siempre jamás en mí, parecía que alguien había encontrado una brida de plástico. Probablemente la que estaba en mi bolso. El rugido de un gran motor era tranquilizante, pero los repentinos cambios de dirección me mareaban.
—¡Está despierta! —dijo Jenks con una voz llena de preocupación.
—¿Cómo lo sabes? —dijo la voz de Ivy desde delante, y yo abrí los ojos. Era la parte de atrás de un todoterreno de la AFI, estaba envuelta en una manta azul de la AFI y estaba tumbada en el asiento trasero.
—Su aura ha brillado —espetó Jenks—. Está despierta.
Mi respiración se aceleró. La niebla se estaba levantando, haciendo todo todavía más confuso para mí. Lo estaba pensando todo dos veces, casi como si intentase filtrar el mundo a través de un intérprete. Me invadió el miedo al darme cuenta de que era la maldición. No solo la albergaba, sino que era parte de mí. ¿Esa maldita cosa estaba viva?
—Rachel… —dijo Ivy, e hice un gesto de dolor. El dolor frío se apoderó de mí mientras una ola de pánico que no comprendía iba creciendo. Me hubiera podido mover, pero no podía, ya que estaba atada bien fuerte.
—¿Adonde… adonde vamos? —conseguí decir, luego abrí los ojos completamente cuando giramos en una esquina y casi me caigo del asiento. Ivy iba delante y Edden conducía, con el cuello rojo y movimientos rápidos.
—A la iglesia —dijo Ivy.
Nos separaba una barrera de plástico.
—¿Por qué? —Tenía que salir de allí. Todo sería mejor si pudiese correr. Lo sabía.
Ella tenía los ojos negros de miedo.
—Porque cuando los vampiros tienen miedo se van a casa.
La maldición que había en mi interior estaba ganando fuerza y me retorcí.
—Tengo que salir —dije jadeando, consciente de que era la maldición, pero incapaz de detenerme a mí misma.
Jenks estaba apretujado entre el techo y la ventana de separación y yo parpadeé cuando se detuvo a pocos centímetros de mi nariz.
—Rachel —me dijo con insistencia—, mírame. ¡Mírame!
Mis ojos inquietos, que seguían los edificios junto a los que pasábamos, volvieron a mirarlo.
—Estás bien —dijo para tranquilizarme, pero su voz me estaba poniendo nerviosa—. Los médicos de urgencias te dieron algo para que te relajases. Por eso no te puedes mover. Se te pasará en una hora o así.
Ya se me estaba pasando.
—Tengo que salir —dije, y Jenks salió disparado de espaldas cuando me quité la manta y me senté.
—¡Eh! —dijo Edden al volante—. Rachel, tranquilízate. Llegaremos en cinco minutos y luego podrás salir.
Intenté abrir la puerta pero no lo conseguí. Era un coche de policía, por el amor de Dios.
—Para el coche —le pedí, buscando una salida pero sin encontrarla. Me estaba entrando el pánico. Sabía que estaba a salvo. Sabía que debía relajarme y sentarme. Pero no podía. La maldición que llevaba dentro era más fuerte que mi voluntad. Dolía, pero al moverme la confusión era menor.
—¡Déjame salir! —grité, dándole un puñetazo al plástico.
Edden farfulló cuando Ivy se giró en su asiento y, con un movimiento, rompió el plástico con un puñetazo.
—¡Tamwood! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó, y el coche dio un giro brusco mientras intentaba mirar la carretera y a Ivy al mismo tiempo.
—Se va a hacer daño —dijo, quitando los trozos rotos y moviéndose por encima del asiento.
Me puse contra la esquina del coche, asustada.
—¡Apártate de mí! —exclamé, intentando controlarme, pero no pude.
—Rachel, relájate —dijo ella intentando agarrarme.
Cogí aire con un siseo e hice un movimiento de bloqueo.
Ivy se movió como un rayo. Giró la mano y me agarró la muñeca. Tiró de mí hacia delante, me envolvió con su cuerpo y me puso sobre su regazo.
—¡Suéltame! —chillé, pero me tenía bien agarrada.
—Edden —dijo Ivy jadeando con sus labios cerca de mi oreja—. Para el coche. Tienes que darle otra inyección o se va a hacer daño.
—Sigue conduciendo —dijo Jenks—. Lo haré yo.
Con el pulso muy acelerado, intenté resistirme. Ivy gruñó cuando le di con la cabeza en la cara, pero no me soltó.
—¿Puedes mantenerla quieta durante un puto segundo? —dijo Jenks delante de mí, y yo me retorcí con fuerza. Quería drogarme. Aquel bichillo quería drogarme para que no pudiese moverme. Pero yo quería moverme. Tenía que correr. Esa era la razón de mi existencia y no podía dejar que me la quitasen.
—¡Suél-ta-me! —gruñí.
Edden encendió las luces y se detuvo. El tráfico seguía pasando cuando nos detuvimos a la derecha, en el puente. El hombre rechoncho se giró en el asiento delantero. Me agarró el brazo por la muñeca y el codo y lo sujetó fuerte.
—¡No! —rugí yo, resistiéndome, pero él me estaba inmovilizando esa parte y chillé al sentir el leve picor de una aguja.
—Estate quieta, Rachel —dijo Jenks mientras yo intentaba coger aire—. Te encontrarás mejor en un minuto.