Por si se va la luz (22 page)

Read Por si se va la luz Online

Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Empezó la segunda fase de nuestro encuentro: día de inauguración de la confianza, parte dos. Nadia había construido algo para mí. Ahora mismo está colgado del techo, en medio del bar; el techo no es lo suficientemente alto y eso ocupa espacio, todo el mundo excepto Zhenia se daría en la cabeza con el artilugio móvil si entrara con los ojos cerrados, cosa que nunca ocurre porque somos precavidos. Cuando Damián lo vio por primera vez se quedó parado, moviendo la cabeza arriba y abajo y mascullando. Ivana alza las cejas cada vez que entra y me reprueba durante unos segundos mi claudicación, pero luego sonríe y alaba la imaginación, al fin y al cabo ella contribuyó suministrando algunos de los objetos. Zhenia profesa un entusiasmo radical, es la única que puede plantarse debajo y mirar como si el artilugio colgado del techo fuera una estrella, alza los brazos y lo mueve, escucha sus sonidos. Elena hace como si no existiera, no ha dicho una palabra. Martín está simplemente orgulloso. Igual que yo. El artilugio tiene nombre, se llama
El lugar donde las cosas no ocurrirán jamás
. Me gusta.

Le ayudé a subirlo. ¿Qué es esto? Es un lugar, un regalo que he traído para ti. Todo fue distinto a partir de ese momento, me sentí mal por haber pensado que, por haber mirado sus, por todo eso. El recuerdo de mi erección apenas unos minutos antes fue una cicatriz, de pronto veía a Nadia como una niña expectante y excitada, una inocencia, nada de la presencia amenazadora y opaca que fue al principio, ni rastro. Estaba claro: habría olvidado ponerse el sujetador. Me aborrecí. Todo lo aprendido en la soledad de estos años no había servido para nada, una mínima señal interpretada de forma errónea desató mis instintos. Es
imposible escapar de la violencia, imposible pensar en otra cosa
. Qué mentecato. Casi la abrazo de puro escrúpulo, de puro pedirle perdón. Ah, pero ella no sabía nada, los dos mirábamos hipnotizados aquella construcción que ella llamó lugar y yo empecé a llamar artilugio. Consta de un marco enorme y hueco, de madera, seguramente antes hubo una tela pintada con motivos de caza que ella arrancó. Del extremo superior, al centro, cuelga una cuerda fina hasta el extremo inferior, y en ella hay ensartado un esqueleto móvil que no puedo describir, con alambres oxidados las vértebras del artilugio forman huesos extraños, objetos llenos de locura: si uno mira detenidamente cada cosa, cada rama retorcida (espina dorsal o brazo), ese collage al aire (unas tijeras viejas, una probeta, el pequeño cráneo de un roedor), siente miedo o la idea del miedo; pero, desde más lejos, observando el total, queda iluminado por la concha de una vieira que es indudablemente el corazón del artilugio, y se embriaga de paz. En el borde del marco hay una palabra dibujada con pintura negra: kolymá. La he leído antes en alguna parte. Hasta que Nadia me trajo aquello no supe cuánto echaba de menos la abstracción. Eso es Nadia: lo abstracto. Por eso me atrae, por eso intercambio libros con ella, porque está alejada de la tierra y aquí todo es arena, hasta el sexo de Ivana por dentro es arena, arena mojada por la noche, pero arena polvorienta al amanecer. Balbucí un agradecimiento parco. Nadia trajo de nuevo lo inservible a mi vida y yo solo supe servirle más ron, ofrecerle un cigarro y preguntarle dónde creía que podíamos colocarlo. Estábamos borrachos y el ambiente en mi casa comenzaba a pringar por el calor. Vayamos abajo, a la calle, le propuse, estoy sudando. La inauguración de nuestra confianza no había terminado, comenzaba en ese momento la parte tres, definitiva.

Con la botella de ron y el paquete de cigarrillos nos sentamos en el poyete que hay junto a la puerta del bar. La cal estaba ardiendo aunque fuera de noche, no corría brisa ni aire que respirar pero el sonido del campo era un alivio. Nadia estaba a mi lado, muy cerca, más tranquila y silenciosa. Bebía. Si seguíamos así iba a tener que arrastrarse hasta su casa, a cuatro patas por el camino de tierra. Pensé que todos los demás dormían menos nosotros, estuve a punto de proponerle que nos quedáramos allí hasta que amaneciera, sus tetas habían dejado de existir, por fin. Pero ella lo tenía todo maquinado, ni siquiera el ron la apartaría de sus planes. Dijo algo sobre Bolaño y yo dije algo también. La espesura alrededor de nuestros alientos crecía. Su voz no tiembla cuando bebe. Me preguntó por el perro. ¿Qué pasa con el perro?, le dije. El olor del pelo chamuscado del animal volvió a mi nariz y se convirtió en un vete, puta. Está bien, hablemos. ¿Qué quieres saber sobre el perro? Quiero saber dónde lo has enterrado. ¿No quieres saber nada más? No, solo dónde lo has enterrado. Bien, lo que tú quieres es saber por qué lo maté. Nadia recolocó su cuerpo junto al mío y me miró de frente, una de sus manos subió por el aire y cayó en mi hombro, un insecto abatido sobre mi músculo. Ahora yo sabía que esas manos construían esqueletos. Enrique, dijo, y en su erre pude notar el ron, sé por qué lo mataste. Era peligroso, contesté. Y entonces su argumento: ¿por qué un perro va a ser peligroso?, ¿no viste cómo movía el rabo?, ese perro era un santo, pero tú lo mataste por si acaso, o para hacerte el fuerte; yo pensé que lo sabíais todo pero no es verdad, no sabéis nada, cuando llegué me sentía tan tensa, tan vigilada, pero acepté el silencio y jamás preguntamos más de la cuenta. Ahora creo que todos vivimos con la misma aprensión sin fundamento. Y ya me da igual. Me parece bien esta comunidad paranoica. Estar lejos es estar a salvo. Vosotros tenéis más miedo incluso que nosotros, vosotros que no tenéis ni idea. El perro era mío, confesé. Tuve que hacerlo, porque su mano fue derramándose con lentitud y sus dedos rozaron mi cuello, tenía los dedos fríos, luego dejó caer el brazo y la mano que construye esqueletos fue a parar a mi pierna y allí quedó. Era mi perro y estaba enfermo, tenía algo infeccioso, ¿no me crees?, lo metí en la furgoneta de los gitanos hace mucho tiempo para que se lo llevaran lejos, nunca pensé que volvería. Pero tú eres retorcida, añadí. Algo en mí se había tensado, ya no tenía paz. Me molestaba su presencia como molestan las obligaciones. Me serví un último vaso de ron, la botella se había acabado. Además, si lo tienes todo tan claro, ¿por qué quieres saber dónde enterré al perro? ¿Por qué no me preguntas las cosas directamente? ¿Qué vas a hacer, ir al lugar y escarbar en la tierra por si hay más cadáveres? ¿Qué harás con ellos? ¿Convertirlos en obras de arte? Hay tantos lugares donde podría haber enterrado a un animal que te harías sangre en las uñas de buscarlos. Nadia me interrumpió y volví a arrepentirme de darle importancia a su compañía, que alguien sepa construir artilugios y disfrutar con un libro no significa nada más, sigue siendo un ignorante: ¿y por qué no nos mataste a nosotros cuando llegamos? ¡Yo también estaba enferma! ¿Por qué no cogiste un palo y nos reventaste la cabeza a Martín y a mí?

Nadia se puso de pie, me abandonó, agarró la botella vacía y la estrelló contra la pared de cal, el ruido fue una fiesta en mitad de la noche y me arrancó del sopor, estábamos tan borrachos los dos, podía haberla echado de allí con un grito, ya basta, niñata, o hacer lo que hice, hablarle con la paciencia con la que a veces se le habla a los niñatos: si quieres que diga estas cosas porque estás borracha y necesitas oírlas las diré, primero, nunca he matado a nadie, segundo, vosotros no erais peligrosos, porque vosotros no vinisteis, os trajeron, que es muy distinto, ¿habríais llegado aquí por vuestro propio pie?, a veces creo que se te olvida que fue la organización la que os trajo, vuestra presencia estaba avalada por ellos. Aparté los cristales con el pie, alguno había caído sobre mi regazo. Musité que todo era tan absurdo con ella, todo es tan absurdo contigo, dije. Me puse de pie, la noche había acabado. Claro, no para Nadia. Ya en silencio, se acercó a mí, alzó la cabeza y me besó. La electricidad que desprendían sus labios empapados en saliva y en alcohol no consiguió estremecerme, mi pene seguía siendo un pene y mi cerebro estaba ya encharcado para la sorpresa, si lo que quería era eso tendría que haberme engañado mejor, no hablar del perro y de la muerte y de todo el complot. Sus tetas nunca habían dejado de existir, ahora estaban pegadas a mi pecho y se agitaban, libres bajo la fina tela blanca, la parte tres de la inauguración de nuestra confianza llegaba a su fin, al principio me quedé quieto y ella continuó apretada a mí, con la boca en mi boca pero sin mover los labios ni la lengua en el gusano del beso, solo respirando agitada por la nariz, con los ojos cerrados, tanto que sus párpados eran una arruga, y fue aún más lejos, abrió los brazos y me rodeó la espalda con desesperación, como se abraza uno a un árbol si está a punto de caer a un precipicio, pero ya era tarde, estaba muy cansado, todo era ridículo y pesado, incoherente. Agarré su cuello por detrás, llevaba el pelo recogido y sudoroso, y su nuca me cupo en la mano igual que el mango de un cuchillo. Ese momento fue tierno. Apreté, no aparté mi cara ni mi boca sino que la fui separando de mí tirando de su cuello hasta que hubo la distancia suficiente para ver su cara, la boca abierta y los ojos cerrados, todavía sus brazos rodeándome, un tirón más y ya estuvo fuera, lejos, el botón que cerraba su blusa hizo un ruido minúsculo cuando lo arranqué, de ella solo guardé ese botón redondo de nácar, como una perla, en mi mano derecha.

Se fue a la casa del boticario, me dejó solo por fin. A lo mejor tuvo que hacer un tramo del camino a cuatro patas, de lo borracha que estaba. Antes de subirme a dormir recogí los cristales de la botella y los metí en una bolsa. El artilugio lo dejé en medio del bar, para colgarlo del techo al día siguiente. No he hablado con ella acerca de esa noche. Supongo que cuando llegó a su casa solo le faltaba el botón. Yo me eché desnudo sobre la cama y quedé en coma. Estaba exhausto, soy prácticamente un anciano.

 

 

 

Es un acontecimiento que el cielo se haya cubierto de nubes. A lo largo del prado, más allá del puente y la llanura, la línea del horizonte aparece difuminada por la calima. Son unas nubes planas, que ni mucho menos preceden a la lluvia. Están cargadas de humo y se limitan a ensuciar el paisaje y a cubrir el sol, que aparece en lo alto como un punto de luminosidad opaca.

Nadia y Zhenia han ido a casa de Damián muy temprano, después de dar las clases en el bar de Enrique. El viejo las esperaba sentado bajo el membrillo y las saludó con una sonrisa impaciente. Había preparado una jarra de limonada con hierbabuena y en el alféizar de la ventana estaban los tres vasos alineados junto a la bebida. Nadia lo bebe de un trago, Zhenia en cambio chupa el borde del vaso y achica los ojos. La niña tiene ahora el pelo muy corto, en forma de casco alrededor de la cabeza y con el flequillo rubio mucho más arriba de las cejas. Pregunta si puede regar los árboles con la manguera, son su perdición: serpientes de goma que transportan agua en toda su longitud. Riega torpemente, controlada por Damián, mientras este y Nadia beben limonada hasta vaciar la jarra. Luego los tres entran en la casa. Allí, sobre una mesa redonda, Damián ha extendido unos rollos de papel grueso que tenía guardados en un altillo, al fondo, envueltos en plástico. Las tres cabezas de distinto tamaño se vuelcan sobre los papeles ajados. Nadia está fascinada. ¿Qué es esto? Damián tose para aclararse la garganta, esto son las cartas de navegación de las que te hablé. Eran de unos antepasados míos. ¿Qué es antepasado?, pregunta Zhenia. Alguien de tu familia que nació antes que tú y que ya ha muerto, le contesta el viejo. Zhenia piensa padres. Abuela, padres, todos, piensa. Cuando vosotros muráis no seréis mis antepasados, ¿no? Nadia le responde, bueno, en cierto modo sí. El viejo y la mujer joven están concentrados en las líneas y círculos señalados en el papel, los recorren con el dedo con suavidad. Zhenia observa a sus compañeros y pide permiso para ir afuera, se aburre. Damián le ordena que coja unas manzanas, de las maduras, porque van a salir de excursión dentro de un rato. Lo que el viejo le está contando a la mujer joven es una fabulación, pero ella sabe que para él es la única realidad posible, su obsesión. Nadia piensa, en algunos lugares ese es el único modo de estar vivo. Acaricia los gruesos papeles que huelen a humedad y a polilla. Afuera, la niña corre entre los árboles, parlotea en voz muy alta en su idioma, el huerto de Damián es el sitio donde se siente más libre.

El viejo le cuenta a Nadia: lo que hay detrás de las montañas es agua, pero agua enfurecida. A veces está plana como hoy el cielo, incluso del mismo color de humareda. Aun así es una masa inasible que no sirve para nada. La tierra que choca contra ella es demasiado escarpada y en muchos kilómetros a un lado y a otro de esta zona montañosa no hay puertos. La pared de piedra negra es demasiado alta como para que el mar pueda notarse. A veces se huele la sal en el ambiente. Pero está muy lejos para escuchar su murmullo. En esta tierra hemos vivido de espaldas a él como necios. Antes llovía y el río lo alimentaba todo, es lugar de huertos y de animales, ese fue nuestro límite. Ya no llueve, o no llueve todavía, porque estoy seguro que después de esta época de ardores, cuando la vegetación sea una muerte amarillenta, llegarán los tornados y los diluvios y aquello que hay detrás de las montañas vendrá hacia aquí y lo cubrirá todo. De los que vivimos aquí ahora mismo, solo yo he visto el agua. Parece difícil acceder a ella, pero no lo es. ¿Crees que un viejo como yo podría haber subido allí hasta lo alto? Me sabía el camino desde hacía tiempo, pero ahora, con este cuerpo agachado, ¿crees que habría podido? En realidad, si nadie ha subido es porque a nadie le interesa. Esa ignorancia nos ha salvado. A mí la vejez, el aburrimiento y la rabia por ver cómo todo se apaga me hicieron pensar en el mar. Allí de donde vienes, yo lo sé, se han inventado cosas para los viejos: jubilación, televisión, pastillas. Sé que hay millones de ancianos arrugados que desenchufan su mente. No sé qué habrán hecho con ellos, no me lo cuentes, no me interesa. Te sorprenderá que te hable de esto, pero ya pocas cosas me importan. No tengo hijos ni los quise porque nada me hizo falta en el mundo hasta que murió mi mujer, entonces me hizo falta ella y ningún hijo podría haber suplido su presencia. Si los hubiera tenido se habrían ido de aquí hace muchos años. Yo confío en todos vosotros un poco, en nadie de verdad. Cuando me dieron aquellas fiebres asumí que todo está llegando a su fin. No soy capaz de conseguir lo que me obsesiona y te paso el testigo. No es que confíe en ti más que en nadie en el mundo, porque ni sabes plantar una patata. Iré al grano. Estas cartas de navegación son herencia de un antepasado mío, las guardé como un tesoro. Como ves, esas de ahí no nos sirven, dibujan mares lejanos, pero esta que tenemos sobre la mesa habla de este mar. Mi plan era el siguiente: construir una cabaña allá arriba, aprovechando el hueco de una roca que hay al otro lado y que forma una cueva lo suficientemente grande para albergar a dos personas. Cuando me quedaban fuerzas, pensaba que tenía dos opciones: subir allí con los enseres suficientes para sobrevivir y esperar a que llegaran ellos o la gran ola. Si esta llegaba primero, todo solucionado, me tragaría al instante y no sufriría por ver mis árboles anegados, mi cama flotando, Elena, los vestidos de mi mujer, todo hundido en agua de pantano. La segunda opción es que los otros llegaran primero, antes que la ola. Para eso yo tenía mi torre vigía, que no era una torre sino una cueva con unos maderos que me darían calor y cobijo. Alumbraría la montaña con el pequeño faro, una lamparita de gas, para que supieran dónde estaba. Es una buena idea, ¿no te parece? Si tirándome al agua ellos me hubieran recogido y llevado en su barco, hacia algún otro lugar… Después que vosotros, al poco tiempo llegó mi enfermedad, así que vuelvo a tener dos opciones: enseñarte el camino, y si tú accedes a construir en la cueva lo que yo dejé a medias, puedes ayudarme a subir hasta allí, porque eres joven y fuerte, y si eso no es posible, puedes ir tú…

Other books

The American by Martin Booth
The Bloodsworn by Erin Lindsey
Finding Bliss by B L Bierley
The Talbot Odyssey by Nelson DeMille
The Tree Where Man Was Born by Peter Matthiessen, Jane Goodall
Coma Girl: part 2 by Stephanie Bond