Robert Jordan soltó un juramento; Pablo le miró con sus turbios ojos y se echó a reír.
—Con esto, tu ofensiva se va a pique, inglés —dijo—. Vamos, entra en la cueva, que tu gente volverá en seguida.
En la cueva, María se ocupaba del fuego y Pilar de la cocina. El fuego humeaba y la muchacha lo iba atizando con un palo, soplando luego con un papel doblado; hubo de repente una llamarada intensa y después el viento tiró del humo hacia arriba, por el agujero del techo.
—¡Qué manera de nevar! —exclamó Robert Jordan—. ¿Crees que va a caer mucha?
—Mucha —dijo Pablo, con satisfacción. Luego se dirigió a Pilar—: Tú, mujer, ¿no te gusta la nieve? Ahora que mandas tú, ¿no te gusta esta nieve?
—¿Y a mí qué? —dijo Pilar, sin volverse—. Si nieva, que nieve.
—Echa un trago, inglés —dijo Pablo—. Yo he estado bebiendo todo el día esperando que nevara.
—Dame un jarro —dijo Robert Jordan.
—Por la nieve —dijo Pablo, brindando con él.
Robert Jordan le miró fijamente y chocó los jarros. «Tú, asesino legañoso —pensó—, quisiera romperte el jarro entre los dientes. Vamos, cálmate, tómalo con calma.»
—Es muy bonita la nieve —dijo Pablo—; pero no vas a poder dormir fuera con tanta como cae.
«Ah, eso es lo que piensas —se dijo Robert Jordan—. Eso es lo que te tiene preocupado, ¿no, Pablo?»
—¿No? —dijo cortésmente en voz alta.
—No; hace mucho frío —dijo Pablo— y mucha humedad.
«Lo que tú no sabes —pensó Robert Jordan— es por qué esos viejos edredones, lo que se llama un saco de noche, cuestan sesenta y cinco dólares. Quisiera que me dieses un dólar por cada vez que he dormido en la nieve, guapo.»
—Entonces —volvió a preguntar en voz alta, cortésmente— ¿tendré que dormir aquí?
—Claro.
—Gracias —dijo Robert Jordan—; pero prefiero dormir fuera.
—¿En la nieve?
—Claro. —«Al diablo tus ojos sanguinolentos de puerco y tu cara de puerco con pelos de puerco», pensó y luego dijo en voz alta—: En la nieve. —«En esa condenada desastrosa y destructora nieve.»
Se acercó a María que acababa de echar al fuego otra brazada de pino.
—Es muy bonita la nieve —dijo a la muchacha.
—Pero es mala para tu trabajo, ¿no es así? —preguntó ella—. ¿Estás preocupado?
—¡Qué va! —dijo él—. No vale de nada el preocuparse. ¿Cuándo estará lista la cena?
—Supongo que tienes apetito —dijo Pilar—. ¿Quieres un trozo de queso, mientras aguardas?
—Gracias —dijo Jordan. Y Pilar le cortó un trozo de queso de la enorme pieza que colgaba de un cordel, del techo. Se quedó parado allí comiéndoselo. El queso sabía demasiado a cabra, para su gusto.
—María —dijo Pablo, sin moverse de la mesa.
—¿Qué? —preguntó la chica.
—Limpia la mesa, María —dijo Pablo, con una sonrisa maliciosa.
—Límpiate las babas antes —dijo Pilar—. Límpiate antes la barbilla y la camisa y después se limpiará la mesa.
—María —llamó Pablo.
—No le hagas caso; está borracho —dijo Pilar.
—María —llamó Pablo—, sigue nevando y es muy bonita la nieve.
«No saben lo que es ese saco de dormir —pensó Robert Jordan—. Este ojos de puerco no sabe que he pagado sesenta y cinco dólares por ese saco en Woods. En cuanto vuelva el gitano iré a buscar al viejo. Debería ir ahora, pero es posible que me cruce con ellos. No sé dónde está de guardia el gitano.»
—¿Quieres que hagamos bolas de nieve? —dijo a Pablo—. ¿Quieres que organicemos una batalla con bolas de nieve?
—¿Qué dices? —preguntó Pablo—, ¿qué me propones?
—Nada —contestó Robert Jordan—. ¿Están los caballos bien guarecidos?
—Sí.
—Entonces —preguntó en inglés—, ¿vas a dejar a los caballos que echen raíces? ¿O vas a soltarlos para que se busquen ellos mismos el alimento, escarbando?
—¿Qué dices? —preguntó Pablo.
—Nada. Es asunto tuyo, hombre. Yo voy a salir de aquí a pie de todas maneras.
—¿Por qué hablas en inglés? —preguntó Pablo.
—No lo sé —contestó Robert Jordan—; algunas veces, cuando estoy cansado, hablo en inglés. O cuando estoy disgustado. O aburrido, digamos. Defraudado. Cuando me encuentro muy defraudado hablo en inglés para oír cómo suena. Es un sonido tranquilizador. Debieras intentarlo uno de estos días.
—¿Qué es lo que dices, inglés? —preguntó Pilar—. Eso tiene que ser muy interesante, pero no lo entiendo.
—
Nothing
—dijo Robert—; he dicho nada en inglés.
—Bueno, pues ahora, habla en español —dijo Pilar—; es más fácil y más claro.
—Por supuesto —dijo Robert Jordan. «Pero —pensó—: ¡Oh, Pablo! ¡Oh, Pilar! ¡Oh, María! ¡Oh, vosotros, los dos hermanos que estáis en el rincón y cuyo nombre he olvidado; pero de cuya presencia tengo que acordarme! En algunos momentos me encuentro realmente harto. De todo esto, de vosotros, de mí, de la guerra; y ¿por qué, por si fuera poco, tenía que nevar ahora? Todo esto es demasiada porquería. Bueno, no; no lo es. Nada es demasiado. Hay que tomar las cosas como son y salir como se pueda; y ahora deja de hacer la prima donna y acepta el hecho de que está nevando, como lo has hecho hace un momento y vete a saber qué pasa con el gitano y vete a recoger a tu viejo. ¡Mira que nevar! En este mes. Bueno, basta; deja eso. Deja eso y toma las cosas como vienen. Lo de la copa. Eso de la copa. ¿Qué era aquello de la copa? Haría mejor en ejercitar la memoria o no tratar de citar ninguna cosa, porque cuando hay algo que se escapa queda en la memoria como un colgajo y no hay manera de quitárselo de encima. ¿Cómo era aquello de la copa?»
—Dame un trago de vino, por favor —dijo en español. Y luego: No deja de nevar, ¿eh? —dirigiéndose a Pablo—. Mucha nieve.
El borracho levantó la vista hacia él y sonrió. Movió la cabeza a uno y otro lado y volvió a sonreír.
—Ni ofensiva, ni aviones, ni puente. Nada más que nieve —dijo.
—¿Crees que durará mucho? —preguntó Robert Jordan, sentándose a su lado—. ¿Crees que va a estar nevando todo el verano, Pablo?
—Todo el verano, no —dijo Pablo—; esta noche y mañana, sí.
—¿Por qué lo supones así?
—Hay dos clases de tormentas —dijo Pablo, sentenciosamente—; unas vienen de los Pirineos. Esas traen mucho frío. Pero ahora la estación está demasiado adelantada.
—Bueno —dijo Robert Jordan—; algo es algo.
—Esta tormenta viene del Cantábrico —dijo Pablo—; viene del mar. Con el viento en esa dirección, será una gran tormenta con mucha nieve.
—¿En dónde has aprendido todo eso, veterano? —preguntó Robert Jordan.
Ya que su rabia se había disipado se encontraba excitado placenteramente con la tormenta, como le sucedía siempre con las tormentas. En una nevada, un temporal, un aguacero tropical o una tormenta de verano con muchos truenos en las montañas hallaba siempre una excitación que no se parecía a nada. Era como la excitación de la batalla, pero más limpia. En las batallas sopla un viento que es un viento caliente que reseca la boca, un viento que sopla de manera angustiosa, un viento caliente y sucio, un viento que se levanta o amaina según la suerte del día. Conocía muy bien esa clase de viento.
Pero una tormenta de nieve era justamente todo lo contrario. En las tormentas de nieve es posible acercarse a los animales salvajes sin que os teman. Los animales vagan por el campo sin saber dónde están y a veces le había ocurrido encontrarse un ciervo en el mismo umbral de su casa. En una tempestad de nieve se puede llegar galopando hasta un gamo, y el gamo toma a vuestro caballo por otro gamo y se pone a trotar a su encuentro. En una tempestad de nieve puede el viento soplar en ráfagas, pero sopla una pureza blanca y el aire está lleno de corrientes de blancura, todo queda transfigurado, y cuando el viento cesa, entonces es la paz.
Aquella tormenta era una gran tormenta y convenía gozar de ella. La tormenta deshacía todos sus planes; pero, al menos, podía disfrutarla.
—He sido arriero durante muchos años —dijo Pablo— llevábamos las mercancías a través de las montañas en grandes carros, antes que hubiese camiones. En ese trabajo se aprende a conocer el tiempo.
—¿Y cómo entraste en el Movimiento?
—He sido siempre de izquierdas —dijo Pablo—; teníamos muchas relaciones con las gentes de Asturias, que son muy avanzadas en política. Yo he sido siempre republicano.
—¿Pero ¿qué hacías antes del Movimiento?
—Por entonces trabajaba con un tratante de caballos en Zaragoza. Ese tratante proporcionaba los caballos para las corridas de toros y para las remontas del ejército. Fue entonces cuando conocí a Pilar que, como te he dicho, estaba entonces con el torero Finito, de Valencia.
Estas últimas palabras las dijo con evidente complacencia.
—No era gran cosa como torero —comentó uno de los dos hermanos que estaban sentados a la mesa, mirando de reojo a Pilar, que estaba de espaldas a ellos delante del fogón.
—¿No? —dijo Pilar, volviéndose y mirándole retadoramente—. ¿No valía gran cosa como torero?
Parada allí, en aquella cueva, junto al fogón, volvía a verlo moreno y chico, con el rostro bien dibujado, los ojos tristes, las mejillas flacas y los cabellos negros y rizados pegados a la frente por el sudor, en la parte en que la apretada montera le marcaba una raya roja, que nadie advertía. Le veía enfrentándose con un toro de cinco años, encarándose con los cuernos que habían lanzado al aire a los caballos —el poderoso cuello manteniendo al caballo en vilo, mientras el picador hundía la pica en aquel cuello, que levantaba en alto al caballo, cada vez más alto, hasta que el animal caía para atrás con estrépito y el jinete iba a darse contra la barrera, y el toro, con las patas delanteras hincadas en el suelo, clavaba con toda la fuerza de su cabeza los cuernos más y más en las entrañas del caballo, buscando el último aliento de vida que quedase en él. Veía a Finito, aquel torero que no valía gran cosa, parado frente al toro o girando suavemente para acercársele de costado. Le veía nítidamente, mientras arrollaba el pesado paño de franela en torno al estoque. Y veía el paño, que colgaba pesadamente, por la sangre que lo había ido empapando en los pases, cuando pasaba de la cabeza al rabo, y veía el brillo húmedo, titilante de la cruz y el lomo, mientras el toro levantaba a lo alto la cabeza, haciendo entrechocar las banderillas. Veía a Finito colocarse de perfil, a cinco pasos de la cabeza del toro, inmóvil y macizo, levantar lentamente la espada, hasta que la punta se hallaba al nivel de su hombro, y luego inclinar la espada, apuntando hacia un lugar que no podía ver, porque la cabeza del toro quedaba más alta que su mirada. Hacía bajar la cabeza del toro con las ligeras sacudidas que su brazo izquierdo imprimía al paño húmedo y pesado, y retrocedía ligeramente sobre los talones y miraba a lo largo del filo, perfilándose delante de los quebrados cuernos; el pecho del toro se movía agitadamente y sus ojos estaban fijos en la muleta.
Le veía claramente e incluso oía su voz clara y un poco infantil cuando Finito volvía la cabeza, miraba hacia la gente colocada en la primera fila, encima de la barrera pintada de rojo y decía: «Vamos a ver si podemos matarle así.»
Oía su voz y veía al torero adelantarse, después de haber hecho un ligero movimiento con las rodillas, y le veía meterse entre los cuernos, que se agachaban ahora mágicamente al seguir el hocico del animal el paño que barría el suelo, y veía la flaca muñeca morena, que yendo firmemente más allá de los cuernos, enterraba la espada en la polvorienta cruz.
Veía ahora la hoja brillante penetrar lenta y regularmente como si el impulso del bicho tuviera como fin el hundirse el arma más y más, arrancándola de la mano del hombre, y veía el acero deslizarse hacia delante, hasta que los morenos nudillos quedaban sobre el cuero reluciente y el hombre pequeño y atezado, cuyos ojos no se habían apartado nunca del lugar de la estocada, encogía el vientre y se retiraba de los cuernos del toro, echándose a un lado y con la muleta todavía tendida en su mano izquierda levantando la otra mano mientras veía morir al animal.
Le veía parado, con los ojos fijos en el toro, que trataba de aferrarse al suelo, contemplando cómo el toro se tambaleaba como un árbol antes de caer, intentando aferrarse a la tierra con sus pezuñas; y veía la mano del hombrecillo alzándose en una expresión de triunfo. Le veía allí, de pie, sudoroso, profundamente aliviado de que la faena hubiese concluido, aliviado por la muerte del animal y porque no hubiese habido golpe ni varetazo, aliviado de que el toro no le hubiese embestido en el momento en que se apartaba de él; y mientras seguía allí parado, inmóvil, el toro perdía las fuerzas por completo y caía por tierra, muerto, con las cuatro patas al aire, y el hombrecillo moreno se encaminaba hacia la barrera, tan cansado que no podía siquiera sonreír.
Sabía ella perfectamente que a Finito no le hubiera sido posible atravesar la plaza corriendo, aunque su vida hubiese dependido de ello, y le veía encaminarse ahora lentamente hacia la barrera, secarse la boca con una toalla, mirarla y sacudir la cabeza; luego, secarse el rostro y comenzar su paseo triunfal alrededor del ruedo.
Le veía andando lentamente, con esfuerzo y paso cansino alrededor del anillo, sonriendo, saludando con una inclinación y volviendo a sonreír, seguido de su cuadrilla, bajándose, recogiendo los habanos, devolviendo los sombreros; daba vueltas al ruedo sonriendo, con los ojos tristes siempre, para acabar la vuelta delante de Pilar. Ella le miraba entonces con más cuidado y le veía sentado en el estribo de madera de la barrera, con la boca apoyada en una toalla.
Y ahora Pilar veía todo eso mientras estaba allí, junto al fuego:
—Así es que no era un gran torero —dijo—. ¡Con qué clase de gente tengo que pasar la vida!
—Era un torero bueno —dijo Pablo—; pero se veía dificultado por su escasa estatura.
—Y, desde luego, estaba tuberculoso —dijo Primitivo.
—¿Tuberculoso? —preguntó Pilar—. ¿Quién no hubiera estado tuberculoso después de lo que había pasado él? En este país, en que un pobre no puede esperar ganar nunca dinero, a menos que sea un delincuente, como Juan March, un torero o un tenor de ópera. ¿Cómo no iba a estar tuberculoso? En un país en que la burguesía come hasta que se hace polvo el estómago y no puede vivir sin bicarbonato y los pobres tienen hambre desde que nacen hasta el día de su muerte, ¿cómo no iba a estar tuberculoso? Si hubieras tenido que viajar de niño debajo de los asientos, en los coches de tercera, para no pagar billete, yendo de una feria a otra para aprender a torear ahí en el suelo, entre el polvo y la suciedad, entre escupitajos frescos y escupitajos secos, ¿no te habrías vuelto tuberculoso cuando las cornadas te hubieran deshojado el pecho? —Claro —dijo Primitivo—; pero yo solamente he dicho que estaba tuberculoso.