—Salud, Pablo —dijo Robert Jordan. Levantó la taza y bebió—. Estoy aprendiendo mucho de ti.
—Enseño al profesor —dijo Pablo, moviendo la cabeza—. Vamos, don Roberto, seamos amigos. —Ya somos amigos.
—Pero ahora vamos a ser buenos amigos.
—Ya somos buenos amigos.
—Ahora mismo me voy —dijo Agustín—. Es verdad que se dice que hace falta comer una tonelada de eso en la vida; pero en estos momentos creo que tengo metida una arroba en cada oreja.
—¿Qué es lo que te pasa, negro? —le preguntó Pablo—. ¿No quieres ver que don Roberto y yo somos amigos?
—Cuidado con llamarme negro —dijo Agustín, acercándose a Pablo y deteniéndose delante de él, con un ademán amenazador.
—Así es como te llaman todos —dijo Pablo.
—Pero no tú.
—Bueno, entonces te llamaré blanco.
—Tampoco eso.
—¿Entonces, qué es lo que eres tú, rojo?
—Sí, rojo. Con la estrella roja del Ejército en el pecho y a favor de la República. Y me llamo Agustín.
—¡Qué patriota! —dijo Pablo—. Fíjate bien, inglés; es un patriota modelo.
Agustín le golpeó duramente en la boca con el dorso de la mano izquierda. Pablo siguió sentado. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de vino y su expresión no cambió; pero Robert Jordan vio que sus ojos se achicaban como las pupilas de un gato, bajo los efectos de una intensa luz.
—Eso no cuenta —dijo Pablo—. No cuentes con eso, mujer. —Volvió la cabeza mirando a Pilar—. No me dejaré provocar.
Agustín le golpeó de nuevo. Esta vez le dio con el puño en la boca. Robert Jordan sostenía la pistola por debajo de la mesa con el seguro levantado. Empujó a María hacia atrás con su mano izquierda. La muchacha retrocedió con desgana y él la empujó con fuerza, dándole con la mano un golpe fuerte en la espalda, para que se retirase enteramente. La muchacha obedeció por fin y Jordan vio con el rabillo del ojo que se deslizaba a lo largo de la pared hacia el fogón. Entonces Robert Jordan volvió la vista hacia Pablo.
Este permanecía sentado, con su cráneo redondo, mirando a Agustín con sus pequeños ojos entornados. Las pupilas se habían hecho todavía más pequeñas. Se pasó la lengua por los labios, levantó un brazo, se limpió la boca con el revés de la mano, y al bajar la vista, se la vio llena de sangre. Pasó suavemente la lengua por los labios y escupió.
—Esto no cuenta —dijo—; no soy un idiota. Yo no he provocado a nadie.
—Cabrón —gritó Agustín.
—Tú tienes que saberlo —dijo Pablo—. Conoces a la mujer.
Agustín le golpeó de nuevo con fuerza en la boca y Pablo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes amarillos, rotos, gastados, entre la línea ensangrentada de los labios.
—Acaba ya —dijo. Y cogió su taza para tomar nuevamente vino del cuenco—. Aquí no tiene nadie c... para matarme. Y todo eso de pegar es una tontería.
—¡Cobarde! —gritó Agustín.
—Eso no son más que palabras —dijo Pablo. Hizo buches con el vino para enjuagarse la boca y luego escupió al suelo—. Las palabras no me hacen mella.
Agustín permaneció parado junto a él, injuriándole; hablaba con lentitud, claridad y desdén, y le injuriaba de una forma tan regular como si estuviera arrojando estiércol en un campo, descargándolo de un carro.
—Tampoco eso vale. Tampoco eso vale. Acaba ya, Agustín, y no me pegues más. Vas a hacerte daño en las manos.
Agustín se apartó de él y se fue hacia la puerta.
—No salgas —dijo Pablo—; está nevando afuera. Quédate aquí al calor.
—Tú, tú... —Agustín se volvió para hablarle, poniendo todo su desprecio en el monosílabo—. Tú, tú...
—Sí, yo, y estaré todavía vivo cuando tú estés enterrado.
Llenó de nuevo la taza de vino, la elevó hacia Robert Jordan y dijo:
—Por el profesor. —Luego, dirigiéndose a Pilar—: Por la señora comandanta. —Y mirando a todos alrededor—: Por los ilusos.
Agustín se le acercó y, con un golpe rudo, le arrancó la taza de las manos.
—Ganas de perder el tiempo —dijo Pablo—. Es una tontería.
Agustín le insultó de un modo todavía más grosero.
—No —replicó Pablo, metiendo otra taza en el barreño—. Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no estoy borracho, no hablo. Tú no me has visto nunca hablar tanto. Pero un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse algunas veces para poder pasar el tiempo con los imbéciles.
—Me c... en la leche de tu cobardía —dijo Pilar—. Estoy harta de ti y de tu cobardía.
—¡Cómo habla esta mujer! —dijo Pablo—. Voy a ver a los caballos.
—Ve a encularlos —dijo Agustín—. ¿No es eso lo que haces con ellos?
—No —dijo Pablo, negando con la cabeza. Se puso a descolgar su enorme capote de la pared, sin perder de vista a Agustín—. Tú, tú y tu mala lengua —dijo.
—¿Qué es lo que vas a hacer entonces con los caballos? —preguntó Agustín.
—Observarlos —contestó Pablo.
—Encularlos —dijo Agustín—. Maricón de caballos.
—Quiero mucho a mis caballos —dijo Pablo—. Incluso por detrás son más hermosos y tienen más talento que otras personas. Divertíos —dijo, sonriendo—. Háblales del puente, inglés. Diles lo que tiene que hacer cada uno en el ataque. Diles cómo tienen que hacer la retirada. ¿Adónde les llevarás, inglés, después de lo del puente? ¿Adónde llevarás a tus patriotas? Me he pasado todo el día pensando en ello mientras bebía.
—¿Y qué has pensado? —preguntó Agustín.
—¿Qué es lo que he pensado? —preguntó Pablo, pasándose la lengua con cuidado por el interior de la boca—. ¿Qué te importa a ti lo que he pensado?
—Dilo —insistió Agustín.
—Muchas cosas —dijo Pablo, metiendo su enorme cabeza por el agujero de la manta sucia que le hacía de capote—. He pensado muchas cosas.
—Dilo —contestó Agustín—; di lo que has pensado.
—He pensado que sois un grupo de ilusos —dijo Pablo—. Un grupo de ilusos conducidos por una mujer que tiene los sesos entre las nalgas y un extranjero que viene a acabar con todos.
—Lárgate —dijo Pilar—. Vete a evacuar a la nieve. Vete a arrastrar tu mala leche por otra parte, maricón de caballos.
—Eso es hablar —dijo Agustín con admiración y distraídamente a la vez. Se había quedado preocupado.
—Ya me voy —dijo Pablo—; pero volveré pronto. —Levantó la manta de la entrada de la cueva y salió. Luego, desde la puerta gritó: — Aún sigue nevando, inglés.
N
O SE OÍA EN LA CUEVA
más ruido que el silbido que hacía la chimenea cuando caía la nieve por el agujero del techo sobre los carbones del fogón.
—Pilar —preguntó Fernando—, ¿ha quedado cocido?
—Cállate —dijo la mujer. Pero María cogió la escudilla de Fernando, la acercó a la marmita grande, que estaba apartada del fuego, y la llenó. Puso otra vez la escudilla sobre la mesa y dio un golpecito suave en el hombro de Fernando, que se había echado hacia delante para comer. Estuvo unos momentos junto a él; pero Fernando no levantó los ojos del plato. Estaba entregado enteramente a su cocido.
Agustín seguía de pie junto al fuego. Los otros estaban sentados. Pilar, a la mesa, junto a Robert Jordan.
—Ahora, inglés —dijo—, ya sabes cómo están las cosas.
—¿Qué es lo que crees tú que hará? —preguntó Robert Jordan.
—Cualquier cosa —repuso la mujer, mirando fijamente a la mesa—. Cualquier cosa. Es capaz. Es capaz de hacer cualquier cosa.
—¿Dónde está el fusil automático? —preguntó Robert Jordan.
—Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta —contestó Primitivo—. ¿Lo quieres?
—Luego —dijo Robert Jordan—; quería saber dónde estaba.
—Está ahí —dijo Primitivo—; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.
—No se atreverá a eso —dijo Pilar—; no hará nada con la máquina.
—Decías que haría cualquier cosa.
—Sí —contestó ella—; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.
—Es una estupidez y una flojera el no haberle matado —dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces—. Anoche debió matarle Roberto.
—Matadle —dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga—. Estoy resuelta.
—Yo estaba contra ello antes —dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego—. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.
—Que hablen todos —dijo Pilar, con voz cansada—. ¿Qué es lo que dices tú, Andrés?
—Matadlo —dijo el hermano del mechón oscuro y abundante sobre la frente, al tiempo que asentía con la cabeza.
—¿Y Eladio?
—Lo mismo —repuso el otro hermano—. Para mí es un gran peligro. Y no sirve para nada.
—¿Primitivo?
—Lo mismo.
—¿Fernando?
—¿No podríamos guardarle como prisionero? —preguntó Fernando.
—¿Y quién le guardaría? —preguntó Primitivo—. Hacen falta dos hombres para guardar un prisionero. ¿Y qué haríamos con él al final?
—Podríamos vendérselo a los fascistas —contestó el gitano.
—Nada de eso —dijo Agustín—. Nada de hacer porquerías.
—Era solamente una idea —alegó Rafael, el gitano—. Me parece que los facciosos se alegrarían de tenerle.
—Basta —dijo Agustín—; eso es una cochinada.
—No más sucia que lo que hace Pablo —dijo el gitano, para justificarse.
—Una porquería no justificaría otra —sentenció Agustín—. Bueno, ya estamos todos. Salvo el viejo y el inglés.
—Ellos nada tienen que ver en esto —dijo Pilar—. Pablo no ha sido su jefe.
—Un momento —dijo Fernando—; yo no he acabado de hablar.
—Pues habla —dijo Pilar—. Habla hasta que vuelva él. Y sigue hablando hasta que nos arroje una granada de mano por encima de la manta y nos haga volar, con dinamita y todo.
—Me parece que exageras, Pilar —dijo Fernando—; no creo que tenga tales intenciones.
—Yo no lo creo tampoco —dijo Agustín—. Porque con eso, acabaría también con el vino, y va a volver dentro de poco para seguir bebiendo.
—¿Por qué no entregárselo al Sordo y dejar que el Sordo se lo venda a los fascistas? —propuso Rafael—. Podríamos arrancarle los ojos y sería fácil llevarle.
—Cállate —dijo Pilar—; cuando hablas así creo que debiéramos hacer también algo contigo.
—Además, los fascistas no pagarían nada por él —dijo Primitivo—. Esas cosas han sido ya ensayadas por otros; pero no pagan nada. Y encima son capaces de fusilarte a ti.
—Creo que si le arrancásemos los ojos podríamos venderle por algo —insistió Rafael.
—Cállate —dijo Pilar—. Habla de arrancarle los ojos y vas a seguir su mismo camino.
—Pero él, Pablo, arrancó los ojos al guardia civil herido —insistió el gitano—. ¿Te has olvidado de eso?
—Cállate la boca —dijo Pilar. Le enfadaba el oír hablar así delante de Robert Jordan.
—No me habéis dejado acabar —interrumpió Fernando.
—Acaba —le dijo Pilar—; vamos, acaba.
—Ya que no sería práctico guardar a Pablo como prisionero —comenzó a decir Fernando— y puesto que sería repugnante entregarle...
—Acaba —dijo Pilar—. Por el amor de Dios, acaba.
—...en cualquier clase de negociaciones... —prosiguió tranquilamente Fernando—, soy de la opinión que sería preferible eliminarle, a fin de que las operaciones proyectadas contasen con las mayores posibilidades de éxito.
Pilar miró al hombrecillo, sacudió la cabeza, se mordió los labios y no dijo nada.
—Esa es mi opinión —dijo Fernando—. Creo que tenemos derecho a pensar que Pablo constituye un peligro para la República...
—¡Madre de Dios! —exclamó Pilar—. Hasta aquí mismo puede hacer burocracia un hombre sin más que despegar sus labios.
—Tanto por sus propias palabras como por su conducta reciente —continuó Fernando—, y aunque es verdad que merece nuestro reconocimiento por sus actividades en los comienzos del Movimiento y hasta hace poco tiempo...
Pilar, que había vuelto junto al fogón, se acercó de nuevo a la mesa.
—Fernando —dijo tranquilamente, ofreciéndole una escudilla—, cómete esto, te lo ruego, con las debidas formalidades; llénate la boca y cállate. Hemos tenido conocimiento de tu opinión.
—Pero entonces, ¿cómo? —preguntó Primitivo, dejando la frase sin terminar.
—Estoy listo —dijo Robert Jordan—; estoy dispuesto. Ya que todos habéis resuelto que debe hacerse, es un servicio que estoy dispuesto a hacer.
«¿Qué me pasa? —pensó—. A fuerza de oírle acabo por hablar como Fernando. Ese lenguaje debe ser contagioso. El francés es la lengua de la diplomacia; el español es la lengua de la burocracia.»
—No —dijo María—. No.
—Esto no va contigo —dijo Pilar a la muchacha—. Ten la boca cerrada.
—Puedo hacerlo esta noche —dijo Robert Jordan. Vio que Pilar le miraba, poniéndose un dedo sobre los labios. Con un gesto señaló la entrada de la cueva.
Se levantó la manta que cubría la entrada y apareció la cabeza de Pablo. Sonrió a todos, entró y se volvió para dejar caer la manta detrás de él. Luego se quedó allí parado, haciéndoles frente, se quitó la manta que le cubría la cabeza y se sacudió la nieve.
—¿Estabais hablando de mí? —Se dirigía a todos—. ¿Ojito he interrumpido?
Nadie le respondió. Colgó su capote de una estaca clavada en el muro y se acercó a la mesa.
—¿Qué tal? —preguntó. Cogió la taza que había dejado sobre la mesa y la metió en el barreño—. No queda vino dijo a María—. Anda, saca algo del pellejo.
María cogió el cuenco, se fue hasta el pellejo polvoriento, deforme y ennegrecido, suspendido del muro, con el pescuezo para abajo, y soltó el tapón de una de las patas. Pablo la miró mientras se arrodillaba levantando el cuenco y observó atentamente cómo el ligero vino rojo caía en el cuenco haciendo ruido.
—Cuidado —dijo—; el vino está ya más abajo de la altura del pecho.
Nadie dijo nada.
—Me he bebido desde el ombligo hasta el pecho —dijo Pablo—. Es la ración del día. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Habéis perdido todos la lengua?
Nadie dijo nada.
—Ciérralo bien, María —ordenó—. No le dejes que se derrame.
—Hay mucho vino todavía —dijo Agustín—. Podrás emborracharte.
—Uno que ha encontrado su lengua —dijo Pablo, haciendo un gesto hacia Agustín—. Enhorabuena. Creí que algo te había dejado mudo.