—Es verdad —dijo Robert Jordan—. Esa es la carótida.
«De manera —pensó— que lleva eso siempre encima como una contingencia prevista y aceptada.»
—A mí me gustaría más que me matases tú —dijo María—. Prométeme que si llega la ocasión me matarás.
—Claro que sí —dijo Robert Jordan—; te lo prometo.
—Muchas gracias —dijo María—. Ya sé que no es fácil.
—No importa —dijo Robert Jordan.
«Te olvidas de todas esas cosas; te olvidas de las bellezas de la guerra civil cuando te pones a pensar demasiado en tu trabajo. Te habías olvidado de esto. Bueno, es natural. Kashkin no pudo olvidarlo y fue lo que estropeó su trabajo. ¿O crees que el chico tuvo algún presentimiento? Es curioso, pero no experimenté ninguna emoción al matar a Kashkin. Pensaba que algún día acabaría sintiéndola. Pero hasta ahora no había sentido nada.»
—Hay otras cosas que puedo hacer por ti —dijo María, que andaba muy cerca de él, hablando de una manera muy seria y femenina.
—¿Aparte de matarme?
—Sí, podría liarte los cigarrillos cuando no tengas paquetes. Pilar me ha enseñado a liarlos muy bien, apretados y sin desperdiciar tabaco.
—Estupendo —dijo Robert Jordan—. ¿Les pasas, además, la lengua?
—Sí —dijo la muchacha—, y cuando estés herido podré cuidarte, vendar tu herida, lavarte y darte de comer.
—Quizá no llegue a estar herido —dijo Robert Jordan.
—Entonces, cuando estés enfermo podré cuidar de ti y hacerte sopitas y limpiarte y hacer todo lo que te haga falta. Y puedo leerte también.
—Quizá no llegue a ponerme enfermo.
—Entonces te llevaré el café por la mañana, cuando te despiertes.
—A lo mejor no me gusta el café —dijo Robert Jordan.
—Pues claro que te gusta —dijo la muchacha alegremente—. Esta mañana has tomado dos tazas.
—Suponte que me canso del café, que no hay necesidad de matarme ni de vendarme, que no me pongo enfermo, que dejo de fumar, que tengo sólo un par de calcetines y que cuelgo yo mismo mi saco para que se airee. ¿Qué harás entonces, conejito? —preguntó dándole golpecitos cariñosos en la espalda—. ¿Qué harás?
—Entonces puedo pedirle las tijeras a Pilar y cortarte el pelo.
—No me gusta que me corten el pelo.
—Tampoco a mí —dijo María—. Y me gusta el pelo como lo llevas. Bueno, pues si no hay nada que hacer por ti, me sentaré a tu lado, te miraré y por la noche haremos el amor.
—Bueno —dijo Robert Jordan—; ese último proyecto es muy sensato.
—A mí también me lo parece —dijo María, sonriendo—, inglés.
—No me llamo inglés; mi nombre es Roberto.
—Bueno, pero yo te llamo inglés como te llama Pilar.
—Pero me llamo Roberto.
—No —insistió firmemente ella—. Te llamas inglés; hoy, te llamas inglés. Y dime, inglés, ¿puedo ayudarte en tu trabajo?
—No, lo que tengo que hacer tengo que hacerlo yo solo y con la cabeza muy despejada.
—Bueno —preguntó ella—. ¿Y cuándo terminas?
—Esta noche, si tengo suerte.
—Bien.
Delante de ellos se extendía la enorme porción boscosa que los separaba del campamento.
—¿Qué es eso? —preguntó Robert Jordan, señalando con la mano.
—Es Pilar —contestó la muchacha, mirando hacia donde él señalaba—. Seguro que es Pilar.
En el extremo inferior del prado, donde comenzaban a crecer los primeros árboles, había una mujer sentada, con la cabeza apoyada en los brazos. Parecía un bulto entre los árboles, un bulto negro entre los árboles de un gris más claro.
—Vamos —dijo Jordan; y empezó a correr hacia ella entre la maleza, que le llegaba a la altura de la rodilla. Era difícil avanzar, y después de haber recorrido un trecho, retrasó el paso y se fue acercando más despacio. Vio que la mujer tenía apoyada la cabeza en los brazos y los brazos sobre el regazo y parecía un bulto inmenso y oscuro, apoyado junto al tronco del árbol. Se acercó a ella y dijo: «Pilar» en voz alta.
La mujer levantó la cabeza y se quedó mirándole.
—¡Oh! —dijo—. ¿Habéis terminado?
—¿Estás mala? —preguntó Jordan, tuteándola de repente e inclinándose hacia ella.
—¡Qué va! —contestó—. Me quedé dormida.
—Pilar —dijo María, que llegaba corriendo, arrodillándose junto a ella—. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
—Me encuentro estupendamente —dijo Pilar, sin moverse. Los miró con fijeza a los dos—. Bueno, inglés —añadió—, ¿has hecho cosas que merezcan la pena?
—¿Se encuentra usted bien? —insistió Robert Jordan, haciendo caso omiso de su pregunta.
—¿Cómo no? Me quedé dormida. ¿Habéis dormido vosotros?
—No.
—Bueno —dijo Pilar a la muchacha—. Parece que la cosa te sienta bien.
María se sonrojó y no dijo nada.
—Déjala en paz —dijo Robert Jordan.
—Nadie te ha hablado a ti —contestó Pilar—. María —insistió, y su voz se había hecho dura. La muchacha no se atrevió a mirarla—. María —insistió la mujer—, parece que te sienta bien.
—Déjela en paz —dijo Jordan.
—Cállate tú —dijo Pilar, sin molestarse en mirarle—. Escucha, María, dime solamente una cosa.
—No —dijo María, y negó con la cabeza.
—María —dijo Pilar, y su voz se había hecho tan dura como su rostro y su rostro se había vuelto enormemente duro—. Dime una cosa por tu propia voluntad.
La muchacha volvió a negarse con la cabeza.
«Si no tuviese que trabajar con esta mujer —pensó Robert Jordan— y con el borracho de su marido y su condenada banda, acabaría con ella a bofetadas.»
—Vamos, dímelo —rogó Pilar a la muchacha.
—No —dijo María—. No.
—Déjela en paz —volvió a decir Robert, con una voz que no parecía la suya. «De todas maneras voy a abofetearla, y al diablo con todo.»
Pilar no se molestó siquiera en contestarle. No era como la serpiente hipnotizando al pajarillo o como el gato. No había nada en ella de afán de rapiña. Ni tampoco nada de perversión. Era como un desplegarse de algo que ha estado enroscado demasiado tiempo, como cuando se despliega una cobra. Robert Jordan podía ver cómo se producía; podía sentir la amenaza de aquel despliegue. De un despliegue que no era, sin embargo, un deseo de dominio, que no era maldad; sino sencillamente curiosidad. «Preferiría no presenciar esto —pensó Robert Jordan—; pero, de todas formas, no es asunto como para acabar con él a bofetadas.»
—María —dijo Pilar—, no voy a obligarte por la fuerza. Dímelo por tu propia voluntad.
La chica negó con la cabeza.
—María —insistió Pilar—, dímelo por tu propia voluntad. ¿Me has oído? Dime algo, cualquier cosa.
—No —dijo la chica con voz ahogada—. No, y no.
—Vamos, cuéntamelo. Cuéntame algo, lo que sea. Vamos, habla. Ya verás. Ahora vas a contármelo.
—La tierra se movió —dijo María, sin mirarla—. De verdad; es algo que no te puedo explicar.
—¡Ah! —exclamó Pilar, y su voz era ahora cálida y afectuosa, y no había nada forzado en ella. Pero Robert Jordan vio que en la frente y en los labios había pequeñas gotas de sudor—. De manera que fue eso. Fue eso.
—Es verdad —dijo María, mordiéndose los labios.
—Pues claro que es verdad —dijo Pilar cariñosamente—. Pero no se lo digas ni a tu propia familia; nunca te creerán. ¿No tienes sangre
calé
, inglés?
Se puso en pie, ayudada por Robert Jordan.
—No —contestó Jordan—; al menos, que yo sepa.
—Ni María tampoco, al menos que ella sepa —dijo Pilar—. Pues es muy raro; muy raro.
—Pero sucedió —dijo María.
—¿Cómo que no, hija? —preguntó Pilar—. Claro que ocurrió. Cuando yo era joven, la tierra se movía tanto que podía sentir hasta cómo se escurría por el espacio y temía que se me escapara de debajo. Ocurría todas las noches.
—Mientes —dijo María.
—Sí, miento —dijo Pilar—; nunca se mueve más de tres veces en la vida. Pero ¿de veras se movió?
—Sí —repuso la muchacha—; de veras.
—¿Y para ti también, inglés? —preguntó Pilar, mirando a Robert Jordan—. No mientas.
—Sí —contestó él—. De veras.
—Bueno —dijo Pilar—. Bueno. Esto es algo.
—¿Qué quieres decir con eso de las tres veces? —preguntó María—. ¿Por qué has dicho eso?
—Tres veces —repitió Pilar—; y ahora ya has tenido una.
—¿Sólo tres veces?
—Para la mayoría de la gente, ni una —dijo Pilar—. ¿Estás segura de que se movió?
—Tanto, que una podía haberse caído —contestó María.
—Entonces debe de haberse movido —dijo Pilar—. Vamos al campamento.
—Pero ¿qué es esa tontería de las tres veces? —preguntó Robert Jordan a la mujerona, mientras iban andando juntos por entre los pinos.
—¿Tonterías? —preguntó ella, mirándole de reojo—. No me hables de tonterías, inglesito.
—¿Es una brujería como lo de las palmas de las manos?
—No, es algo muy conocido y comprobado entre los gitanos.
—Pero nosotros no somos gitanos.
—No, pero habéis tenido suerte. Los que no son gitanos a veces tienen suerte.
—¿Crees de veras en eso de las tres veces?
Ella le miró con expresión rara y le dijo:
—Déjame en paz, inglés. No me des la lata. Eres demasiado joven para que yo te haga caso.
—Pero, Pilar... —dijo María.
—Cierra el pico —dijo ella—. Ya has disfrutado una vez y el mundo te guarda dos veces más.
—¿Y usted? —preguntó Robert Jordan.
—Dos —contestó Pilar, y enseñó dos dedos de la mano—. Dos. Y no tendré nunca la tercera.
—¿Por qué? —preguntó María.
—Calla la boca —dijo Pilar—; cállate. Las chicas de tu edad me aburren.
—¿Por qué no una tercera vez? —insistió Robert Jordan.
—Calla la boca, ¿quieres? —replicó Pilar—. Cállate ya.
«Bueno —se dijo Robert Jordan—, lo único que sé es que ya no voy a tener ninguna más. He conocido montones de gitanos y son todos la mar de extraños. Pero también nosotros somos extraños. La diferencia consiste en que tenemos que ganarnos la vida honradamente. Nadie sabe de qué tribus descendemos ni cuáles son nuestras herencias ni qué misterios poblaban los bosques de las gentes de quienes descendemos. Todo lo que sabemos es que no sabemos nada. No sabemos nada de lo que nos sucede durante la noche, pero cuando sucede durante el día, entonces es como para asombrarse. Sea lo que sea, el hecho es que ha ocurrido, y ahora, no solamente ha hecho esta mujer a la muchacha decirle lo que no quería decirle, sino que, además, se ha apoderado de ello y lo ha hecho suyo. Ha hecho de ello asunto de gitanos. Creí que había recibido lo suyo cuando estábamos en el monte, pero ya está de nuevo haciéndose la dueña de todo. Si hubiera sido por maldad, era como para haberla matado a tiros. Pero no es maldad. Es sólo un deseo de mantener su dominio sobre la vida. Y de mantenerlo a través de María. Cuando salgas de esta guerra puedes ponerte a estudiar a las mujeres. Podrías empezar por Pilar. Nos ha fabricado un día bastante complicado, si quieres que te dé mi opinión. Hasta ahora no había traído a cuento sus historias gitanas. Salvo lo de la mano, quizá. Sí, naturalmente, salvo lo de la mano. Y no creo que en lo que se refiere a la mano, estuviera fingiendo. No quiso decirme lo que vio en mi mano. Viera lo que viese, creyó en ello. Pero eso no prueba nada.»
—Oye, Pilar —dijo a la mujerona.
Pilar le miró y sonrió.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No seas misteriosa. Los misterios me aburren mucho.
—¿Seguro? —preguntó Pilar.
—No creo en ogros, en los que dicen la buenaventura ni en toda esa brujería gitana de tres al cuarto.
—¡Vaya! —dijo Pilar.
—Así es, y haga usted el favor de dejar a la chica tranquila.
—Dejaré a tu chica tranquila.
—Y haga el favor de acabar con esos misterios —dijo Robert Jordan—; ya tenemos bastantes complicaciones para estar hasta satisfechos, sin complicarnos más con tonterías. Menos misterios y más mano a la obra.
—De acuerdo —dijo Pilar, asintiendo con la cabeza—. Pero escucha, inglés —prosiguió, sonriendo—. ¿Se movió la tierra, sí o no?
—Se movió. Maldita seas. Se movió.
Pilar rompió a reír; se detuvo, se quedó mirando a Robert Jordan y volvió a reír con todas sus ganas.
—¡Ay, inglés, inglés! —dijo, riendo—. Eres muy cómico. Tendrás que trabajar mucho en adelante para recuperar tu dignidad.
«Vete al diablo», pensó Robert Jordan. Pero no dijo nada. Mientras hablaban, el sol se había nublado y al mirar atrás, hacia las montañas, vio que el cielo se había puesto sucio y gris.
—Sí —dijo Pilar, mirando también al cielo—. Va a nevar.
—¿Nevar? —preguntó él—. Si estamos en junio.
—¿Por qué no? Los montes no saben los nombres de los meses. Estamos en la luna de mayo.
—No puede nevar —dijo Jordan—. No puede nevar.
—Pues, quieras o no quieras, inglés —dijo ella—, nevará.
Robert Jordan miró al cielo plomizo y al sol que desaparecía, de un color amarillo pálido. Según miraba, el sol se ocultó por completo y el cielo se volvió de un gris uniforme, plomizo y dulce que perfilaba las cimas de las montañas.
—Así es —dijo—; creo que tiene usted razón.
A
L TIEMPO EN QUE LLEGABAN
al campamento empezó a nevar, y los copos caían diagonalmente entre los pinos. Descendían sesgados entre los árboles, escasos al principio, más abundantes luego y describiendo círculos, cuando el viento frío empezó a soplar de las montañas, a torbellinos y espesos. Robert Jordan, furioso, se detuvo ante la boca de la cueva, para contemplarlos.
—Vamos a tener mucha nieve —dijo Pablo.
Tenía la voz ronca y los ojos encarnados y turbios.
—¿Ha vuelto el gitano? —preguntó Robert Jordan.
—No —contestó Pablo—; no han vuelto ni él ni el viejo.
—¿Quieres venir conmigo al puesto de arriba, al que está en la carretera?
—No —dijo Pablo—; no quiero tomar parte en nada de esto.
—Bueno, entonces iré solo.
—Con esta tormenta puede que no lo encuentres —dijo Pablo—; yo, en tu lugar, no iría.
—No hay más que bajar por la carretera y luego seguirla cuesta arriba.
—Puede que lo encuentres; pero tus dos centinelas van a subir con esta nieve y te cruzarás con ellos sin verlos.
—El viejo me aguardará.
—¡Qué va! Volverá a casa con esta nieve. —Pablo miró la que caía rápidamente frente a la entrada de la cueva, y dijo—: No te gusta la nieve, ¿eh, inglés?