Por quién doblan las campanas (39 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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«Ven ahora, María. Ven, te lo ruego; ven en seguida. Ven ahora. No esperes. Ya no vale la pena que esperes a que se duerman los demás.»

Entonces la vio llegar, saliendo de debajo de la manta que cubría la entrada de la cueva. Se quedó parada un instante, y aunque estaba seguro de que era la muchacha, no podía ver lo que estaba haciendo. Silbó suavemente. Seguía casi escondida junto a la entrada de la cueva, entre las sombras que proyectaba la roca. Por fin se acercó corriendo, con sus largas piernas sobre la nieve. Y un instante después estaba allí, de rodillas, junto al saco, con la cabeza apretada contra la suya quitándose la nieve de los pies. Le besó y le tendió un paquete.

—Ponlo con tu almohada —le dijo—; me he quitado la ropa para ganar tiempo.

—¿Has venido descalza por la nieve?

—Sí —dijo ella—; sólo con mi camisón de boda.

La apretó entre sus brazos y ella restregó su cabeza contra su barbilla.

—Aparta los pies; los míos están muy fríos, Roberto.

—Ponlos aquí y se te calentarán.

—No, no —dijo ella—. Ya se calentarán solos. Pero ahora dime en seguida que me quieres.

—Te quiero.

—¡Qué bonito! Dímelo otra vez.

—Te quiero, conejito.

—¿Te gusta mi camisón de boda?

—Es el mismo de siempre.

—Sí. El de anoche. Es mi camisón de boda.

—Pon tus pies aquí.

—No. Eso sería abusar. Ya se calentarán solos. No tengo frío. La nieve los ha enfriado y tú los sentirás fríos. Dímelo otra vez.

—Te quiero, conejito.

—Yo también te quiero y soy tu mujer.

—¿Están dormidos?

_No —respondió ella—; pero no pude aguantar más. Y además, ¿qué importa?

—Nada —dijo él. Y sintiendo la proximidad de su cuerpo, esbelto, cálido y largo, añadió—: Nada tiene importancia.

—Ponme las manos sobre la cabeza —dijo ella— y déjame ver si sé besarte.

Preguntó luego:

—¿Lo he hecho bien?

—Sí —dijo él—; quítate el camisón.

—¿Crees que tengo que hacerlo?

—Sí, si no vas a sentir frío.

—¡Qué va! Estoy ardiendo.

—Yo también; pero después puedes sentir frío.

—No. Después seremos como un animalito en el bosque, y tan cerca el uno del otro, que ninguno podrá decir quién es quién. ¿Sientes mi corazón latiendo contra el tuyo?

—Sí. Es uno sólo.

—Ahora, siente. Yo soy tú y tú eres yo, y todo lo del uno es del otro. Y yo te quiero; sí, te quiero mucho. ¿No es verdad que no somos más que uno? ¿Te das cuenta?

—Sí —dijo él—. Así es.

—Y ahora, siente. No tienes más corazón que el mío.

—Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.

—Pero somos diferentes —dijo ella—. Quisiera que fuésemos enteramente iguales.

—No digas eso.

—Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.

—No has querido decirlo.

—Quizá no —dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su hombro—. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.

—Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.

—Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del otro. —Luego añadió—: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te quiero... y tengo que cuidar de ti!

—María...

—Sí.

—María...

—Sí.

—María...

—Sí, por favor.

—¿No tienes frío?

—No. Tápate los hombros con la manta.

—María...

—No puedo hablar.

—Oh, María, María, María.

Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila, dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:

—¿Y tú?

—Como tú —dijo él.

—Sí —convino ella—; pero no ha sido como esta tarde.

—No.

—Pero me gustó más. No hace falta morir.

—Ojalá —dijo él—. Confío en que no.

—No quise decir eso.

—Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.

—Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?

—Porque para un hombre es distinto.

—Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.

—Y yo también —dijo él—; pero he entendido lo que querías decir con eso de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que tú.

—Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.

—Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.

—Es un nombre vulgar.

—No —dijo él—. No es vulgar.

—¿Dormimos ahora? —preguntó ella—. Yo me dormiría en seguida.

—Durmamos —dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró—: Duerme a gusto, conejito.

Y ella:

—Ya estoy dormida.

—Yo también voy a dormirme —dijo él—. Duerme a gusto, cariño.

Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.

Pero se despertó durante la noche y la apretó contra sí como si ella fuera toda la vida y se la estuviesen arrebatando. La abrazaba y sentía que ella era toda la vida y que era verdad. Pero ella dormía tan plácida y profundamente, que no se despertó. Así es que él se volvió de costado y le cubrió la cabeza con la manta, besándola en el cuello. Tiró de la correa que sujetaba la pistola en la muñeca, de modo que pudiera alcanzarla fácilmente, y se quedó allí pensando en la quietud de la noche.

Capítulo XXI

C
ON LA LUZ DEL DÍA
se levantó un viento cálido; podía oírse el rumor de la nieve derritiéndose en las ramas de los árboles y el pesado golpe de su caída. Era una mañana de finales de primavera. Con la primera bocanada de aire que respiró Jordan se dio cuenta de que había sido una tormenta pasajera de la montaña de la que no quedaría ni el recuerdo para el mediodía. En ese momento oyó el trote de un caballo que se acercaba y el ruido de los cascos amortiguado por la nieve. Oyó el golpeteo de la funda de la carabina y el crujido del cuero de la silla.

—María —dijo en voz baja, sacudiendo a la muchacha por los hombros para despertarla—, métete debajo de la manta.

Se abrochó la camisa con una mano, mientras empuñaba con la otra la pistola automática, a la que había descorrido el seguro con el pulgar. Vio que la rapada cabeza de la muchacha desaparecía debajo de la manta con una ligera sacudida. En ese momento apareció el jinete por entre los árboles. Robert Jordan se acurrucó debajo de la manta y con la pistola sujeta con ambas manos apuntó al hombre que se acercaba. No le había visto nunca.

El jinete estaba casi frente a él. Montaba un gran caballo tordo y llevaba una gorra de color caqui, un capote parecido a un poncho y pesadas botas negras. A la derecha de la montura, saliendo de la funda, se veían la culata y el largo cerrojo de un pequeño fusil automático. Tenía un rostro juvenil de rasgos duros, y en ese instante vio a Robert Jordan.

El jinete echó mano a la carabina, y al inclinarse hacia un costado, mientras tiraba de la culata, Jordan vio la mancha escarlata de la insignia que llevaba en el lado izquierdo del pecho, sobre el capote. Apuntando al centro del pecho, un poco más abajo de la insignia, disparó.

El pistoletazo retumbó entre los árboles nevados.

El caballo dio un salto, como si le hubieran clavado las espuelas, y el jinete, asido todavía a la carabina, se deslizó hacia el suelo, con el pie derecho enganchado en el estribo. El caballo tordo comenzó a galopar por entre los árboles, arrastrando al jinete boca abajo, dando tumbos. Robert Jordan se incorporó empuñando la pistola con una sola mano.

El gran caballo gris galopaba entre los pinos. Había una ancha huella en la nieve, por donde el cuerpo del jinete había sido arrastrado, con un hilo rojo corriendo paralelo a uno de los lados. La gente empezó a salir de la cueva. Robert Jordan se inclinó, desenrolló el pantalón, que le había servido de almohada, y comenzó a ponérselo.

—Vístete —le dijo a María.

Sobre su cabeza oyó el ruido de un avión que volaba muy alto. Entre los árboles distinguió el caballo gris, parado, y el jinete, pendiente siempre del estribo, colgando boca abajo.

—Ve y atrapa a ese caballo —gritó a Primitivo, que se dirigía hacia él. Luego preguntó—: ¿Quién estaba de guardia arriba?

—Rafael —dijo Pilar desde la entrada de la cueva. Se había quedado parada allí, con el cabello peinado en trenzas que le colgaba por la espalda.

—Ha salido la caballería —dijo Robert Jordan—. Sacad esa maldita ametralladora, en seguida.

Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Luego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.

—Suba con ellos —dijo Jordan a Anselmo—. Échese al lado del fusil y sujete las patas.

Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.

El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.

«Alguien te estrangulará un día con esa correa —se dijo—. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.

Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos.

—Vamos —gritó Jordan—. Trae ese caballo.

Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida.

«Ese jinete no esperaba nada malo —pensó—. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla.»

—Sería mejor que fueses abajo —le dijo a Pablo.

Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras.» Al salir de la cueva le dijo a Pablo:

—Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil?

—Sí —respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas—: Mira qué caballo.

El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas.

—Le llevaré con los otros —dijo Pablo.

—No —replicó Jordan—. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso.

—Es verdad —asintió Pablo—. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés.

—Manda a alguno que vigile abajo —dijo Robert Jordan—. Nosotros tenemos que ir allá arriba.

—No hace falta —dijo Pablo—. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar.

—Para largarte y emborracharte —repuso Pilar —. Toma, coge esto en cambio —y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos.

—¡Qué va, emborracharme! —exclamó Pablo—; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola.

Levantó los brazos, tomó las riendas y saltó a la silla. Sonrió acariciando al nervioso caballo. Jordan vio cómo frotaba las piernas contra los flancos del caballo.

—¡Qué caballo más bonito! —dijo, y volvió a acariciar al gran tordillo—. ¡Qué caballo más hermoso! Vamos; cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.

Se inclinó, sacó de su funda el pequeño fusil automático, que era realmente una ametralladora que podía cargarse con munición de nueve milímetros, y la examinó:

—Mira cómo van armados —dijo—. Fíjate lo que es la caballería moderna.

—Ahí está la caballería moderna, de bruces contra el suelo —replicó Robert Jordan—. Vámonos. Tú, Andrés, ensilla los caballos y tenlos dispuestos. Si oyes disparos, llévalos al bosque, detrás del claro, y ve a buscarnos con las armas, mientras las mujeres guardan los caballos. Fernando, cuídese de que me suban también los sacos; sobre todo, de que los lleven con precaución. Y tú, cuida de mis mochilas —le dijo a Pilar, tuteándola—. Asegúrate de que vienen también con los caballos. Vámonos —dijo—. Vamos.

—María y yo vamos a preparar la marcha —dijo Pilar. Luego susurró a Robert Jordan—: Mírale —señalando a Pablo, que montaba el caballo a la manera de los vaqueros; las narices del caballo se dilataron cuando Pablo reemplazó el cargador de la ametralladora—. Mira el efecto que ha producido en él ese caballo.

—Si yo pudiera tener dos caballos —dijo Jordan con vehemencia.

—Ya tienes bastante caballo con lo que te gusta el peligro.

Entonces, me conformo con un mulo —dijo Robert Jordan sonriendo—. Desnúdeme a ése —le dijo a Pilar, señalando con un movimiento de cabeza al hombre tendido de bruces, sobre la nieve— y coja todo lo que encuentre, cartas, papeles, todo. Métalos en el bolsillo exterior de mi mochila. ¿Me ha entendido?

—Sí.

—Vámonos.

Pablo iba delante y los dos hombres le seguían, uno detrás de otro, atentos a no dejar huellas en la nieve. Jordan llevaba su ametralladora en la empuñadura, con el cañón hacia abajo. «Me gustaría que se la pudiera cargar con las mismas municiones que esa arma de caballería. Pero no hay ni que pensarlo. Esta es una arma alemana. Era el arma del bueno de Kashkin.»

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