Politeísmos (34 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Cuando se detuvieron frente a la lápida triste, de piedra pulida con los nombres en bronce, estallaron en llanto. Era como si volvieran a ver la caja bajada por tipos que parecían obreros de la construcción y que trataban a los muertos como paquetes de ladrillos. Por más que lo intentaba, Verónica no podía evitar pensar en el cuerpo de su amiga, en que estaba debajo, cosido como un oso de trapo y metido en una caja de madera. Se le pasaban por la cabeza situaciones dignas de una mala película de terror: que se levantara, que estuviera retorcida intentando salir, que se la estuvieran comiendo los gusanos, que se le hubieran salido los ojos..., y cuanto más intentaba contener las imágenes, más se le repetían, con mayor insistencia, hasta que le entraron ganas de gritar. No podía recordar a Mónica viva. Sólo la veía muerta, rota, mal reconstruida, en el tanatorio, con un absurdo sudario de encaje y un babero parecido a las golas alechugadas de los escritores del libro de texto de literatura, maquillada, hilvanada y compuesta por la funeraria, colocada en su ataúd como si fuera una muñeca —únicamente le faltaba el lazo rojo a la cajita— y puesta en el escaparate de cristal para que la familia, compañeros de clase, profesores y amigos la contemplaran y se burlaran de ella.

Rebeca se sentó sobre el granito.

—Hola, cariño —musitó. De pronto torció el labio, cogió el rosario que descansaba sobre la corona y lo lanzó lejos. Se secó las lágrimas—. Ella lo odiaba, joder.

Verónica asintió.

—Quita también esa puta corona de muerto. Sólo le faltan dos campanitas y una rama de muérdago para ser igualita que las que ponen en Navidad en las puertas. A Mon no le hubiera gustado.

—A ti no te gusta, Vero. No sabemos si a Mon le hubiera gustado...

—Quítala. A la mierda. Pónsela al de al lado, que no tiene nada.

La gata cogió el redondel de flores y lo depositó sobre el enterramiento de la derecha.

—Doña Josefina Rodríguez —leyó, inclinándose—. Bien, doña Josefina Rodríguez, muerta el tres de agosto de mil novecientos noventa y nueve a la edad de sesenta y cinco años, tus hijos rezan por ti de e pe, disfrute de la corona de doña Soledad y que le aproveche, que nuestra amiga tiene diecisiete rosas rojas. Ponle el ramo, Verónica.

Antes de colocarlo, miró los incrustes de bronce: María Dolores Muñoz Velasco, estrella 5-3-1961, cruz 17-9-1988; Feliciano Velasco Jimeno, estrella 22-11-1937, cruz 13-12-1996; Mónica María Muñoz, estrella 19-3-1983, cruz 6-3-2000.

—Su cumpleaños es el próximo domingo, joder... —sollozó Verónica, apoyándose en la lápida y conteniendo los deseos de darle un puñetazo.

—Vendremos el día de su cumpleaños —concluyó Rebeca—. Pero su regalo se lo damos ahora.

—Joder, no. Yo por su cumpleaños no vengo. Estará su abuela.

—Me da exactamente igual que esté su abuela, Vero. Vendremos. Trae el paquete.

Verónica abrió la cremallera de la mochila y sacó una bolsa de papel. Extrajo una cajita alargada y desató el lazo negro.

—No tienes ni idea de lo que nos costó conseguirla, Mon —dijo sonriendo entre las lágrimas—. Una semana buscando. Nos pateamos internet entero mirando coleccionistas de pájaros, mayoristas de relleno de almohadones y friquis de la peli de El Cuervo. Fuimos al museo de Ciencias Naturales y a tiendas de caza y pesca. Y todo dándote esquinazo, joder. Pero al final la conseguimos.

—Es de cuervo de verdad, cariño —musitó Rebeca pasando la palma de la mano por el pulimento del granito—. No es de urraca, ni de grajo. Espero que te guste...

La pluma era remera, larga, bastante grande y brillante. El cálamo empezaba en color blanco y se iba oscureciendo hasta el negro azulado de la punta. El plumón de la base era grisáceo. Vero rozó los bordes, peinándolos. La dejó bajo el ramo para que no se la llevara el viento.

Las dos chicas se quedaron en silencio, espalda contra espalda, sentadas sobre la sepultura —
sobre los pies negros, amoratados, con las uñas rotas, descalzos, podridos, de Mon
, no podía evitar pensar Verónica—, encajadas cada una a un lado, con las piernas metidas en los huecos pequeños que había entre las tumbas vecinas.

—Y ahora, ¿qué? —acabó por decir Rebeca.

—No lo sé... —respondió la otra acariciando las letras: la eme, la o, la ene, la i, la ce, la a.

—Mierda —bufó Rebeca—. Mon tiene una jodida cruz de granito ahí encima ahogándola. Se ha tragado un velatorio cristiano, un entierro cristiano y un puto funeral cristiano. Y seguro que un rosario al día desde el lunes. Y Mónica no es cristiana.
Mónica es politeísta
. Como tú y como yo.

—Pues hagámosle algo... algo —se rió Vero débilmente, entre las lágrimas— politeísta, joder. ¿Pero el qué? ¿Sacamos el cuerpo y lo llevamos al monte para que se lo coman los cuervos y se suba al cielo con ellos? ¿Qué coño quieres que hagamos? ¿Una ouija para contactar con ella? ¿Aquí, sobre su tumba? ¡Hostia!

La gata había desmesurado los ojos.

—Verónica. No vuelvas a repetir eso ni en broma.

—¿El qué? ¿Lo de saquear tumbas o lo de la puta ouija?

—Eso. Mierda. No lo vuelvas a decir. La tentación... es demasiado grande, Vero. Poder hablar con ella. Despedirnos. Por última vez. Pero me niego. No estaría bien. No... no creo que le gustara.

—No lo sabremos nunca, Rebeca. No sabremos nunca lo que le gustaría. ¡Joder! —gritó poniéndose de pie y dándole un golpe al granito—. Saca una maldita moneda.

—Vero. No tenemos tabla. No tenemos papel, ni boli. Y además, que no. No. No vamos a hacer una ouija aquí, mierda.

—Por supuesto que vamos a hacerla, Rebeca. ¿Que no hay tabla? Ni falta que hace. Sobre la tumba. ¿Es que no ves las putas letras?

—¿Qué? Venga ya. ¿Con las incripciones de los nombres?

—Por supuesto. Mon no es gilipollas. Si le faltan letras del alfabeto ya nos ceceará o algo parecido. No tengo monedas de veinticinco gordas, pero pongo el cuello a que tú llevas la de siempre en el abono. Pues sácala.

Atardecía y el cielo se tostaba en color butano. La gata presionó los labios. Hurgó en el bolsillo trasero y volcó los descuentos de copas, entradas de cine, condones y carnés que tenía metidos en la tarjeta naranja para viajar en transporte público.

—Dámela —exigió Verónica cuando apareció la moneda—. Nada de “¿hay alguien en la tabla?”. No hay tabla y no queremos que venga “alguien”. Mónica —llamó con tono apremiante mientras la lanzaba sobre el granito. Cayó de cruz. Volvió a tirarla al aire—. Mónica —otra vez salió el escudo coronado—. Mónica —tintineó y mostró por tercera vez la cruz—. Mónica —se repitió el resultado—. Mónica... —de nuevo—. Mónica... —contra todo pronóstico, continuó saliendo el mismo lado—. Mónica...

—No sale, joder —Rebeca meneó la cabeza—. No es lógico. Por pura estadística...

—Mon, que se hace la interesante —gruñó Verónica, volteando otra vez la moneda hacia el cielo—. Mónica... —cruz—. Mónica... —cruz—. ¡Mónica! —cruz—. ¡Mónica, joder! ¡Arrastra tu culo aquí si no quieres que baje a buscarte!

Entonces, cayó de cara. Echaron hacia abajo las rosas y la pluma. Se acodaron sobre la sepultura. Pusieron el dedo y esperaron. La moneda no se movía un ápice.

—Igual sin tabla no vale... —sugirió Rebeca.

Vero se mordisqueó los labios limpios de pintura.

—Mon. Si no nos hablas no te lo perdonaré jamás. Te lo juro.

La moneda comenzó a arrastrarse pesada, lentamente, como si le costara muchísimo esfuerzo, por el granito. Se acercó al nombre de la chica y tocó la ene y luego la o de
Mónica
. Esquivó toda la hilera y pasó al primer apellido del abuelo, cogiendo carrerilla despacio. Se balanceó en el
Velasco
—uve, o, ele, uve, a— y enseguida pasó al
Jimeno
y rozó la segunda letra para regresar de inmediato a la ese del primer apellido. Le dio a la a que la precedía, rebotó dos veces contra la ele, volvió a la a, bajó a la eme que encabezaba su nombre de pila y repicó contra la a que lo finalizaba; corrió hasta el
María
y se detuvo en la erre del medio. Retornó al
Mónica
y golpeó la mayúscula. Bordeó su segundo nombre y ascendió hasta la e del apellido de su abuelo. De ahí subió a la rúbrica de la madre y se pegó contra el bronce de la primera letra y la penúltima de
Dolores
, luego con la primera de
Jimeno
, con la segunda de
María
y remontó a buscar la de. Rebeca y Vero leían a coro:
No volváis a llamarme
.


Dejadme...
—empezó la gata—
volar...
—finalizó Verónica.

El graznido las pilló totalmente por sorpresa. Subieron la cabeza y clavaron la vista en la cruz lanceolada de piedra, en cuya cima un cuervo se aferraba con las garras curvas. Las plumas del buche y el cráneo estaban erizadas. El largo pico arqueado se abrió y realizó un chasqueo repetido. Las contempló de arriba abajo, primero sobre una pata, luego sobre la otra. El plumaje negro tenía reflejos violetas y azules en el dorso y verdes bajo las alas. Las extendió, dio un salto y alzó el vuelo con facilidad y soltura. Se perdió entre los árboles y, después, en el firmamento.

II

Álex hablaba de música con el pincha habitual del garito. Miraba los nuevos discos y pedía que le pusiera determinadas canciones. Las escuchaba y criticaba entre carcajadas y comentarios hirientes. En el local sólo estaban él, el pincha, el camarero y un grupo de cinco amigas con cuatro minis, que se quedaron a cuadros, riéndose, al verle teclear apasionadamente sobre la barra.

—No os asustéis, que es inofensivo —oyó que les comentaba el camarero al darles las vueltas—. Siempre que no le habléis de religión, claro. Es de la casa. Forma parte del mobiliario.

—¿Y cuál es la otra atracción local? —preguntó Álex a voz en grito—. ¿El sumidero del baño de las tías que evita que se acumulen las meadas en el suelo cuando se escapan por debajo del retrete?

—Joder, Haller —dijo el pinchadiscos descojonado—. Eres único para hacer publicidad, ¿eh? ¿Y tú de qué conoces el baño de chicas? No me digas que has echado un polvo ahí...

—¿Por quién me tomas? ¿En ese baño? Eh —llamó al de la barra—. ¿Y lo de “inofensivo” a qué venía? Que eso es carne fresca —señaló con la cabeza a las chicas— y yo tengo una imagen que cuidar...

El camarero se carcajeó.

—No son tu tipo.

Las miró sin disimulo.

—Tienes razón. Son feas.

—Puede que tengan una personalidad fascinante... —apostilló el pincha.

—Es posible, pero a mí me pasa lo que a los niños pequeños: si la caja no me gusta, igual ni me molesto en abrir el regalo. Además, son góticas. ¿Qué coño van a tener una personalidad fascinante?

—Eres un pedazo de hijo de puta, Haller...

Él abrió otro CD y desplegó el cuadernillo.

—¿Te pongo un tercio? —le preguntó el camarero sacándolo de la nevera.

—La verdad, tengo el estómago hecho un asco —respondió levantando la vista del libreto con letras en alemán—. Creo que me sentaría mejor un zumito.

—¿Estás de coña?

—Nunca, ya lo sabes —replicó—. Pero como no tendréis naranjas recién exprimidas de las que a mí me gustan, beberé aire un rato. Paso de ponerme hasta arriba de cerveza por el día de hoy, así que empezaré a darle hacia la noche. Ya pido luego, cuando sea necesario el alcohol para soportar el ambiente.

—Como quieras.

—Ponme la cuarta —le dijo al pincha, metiendo el folleto en la caja del disco y devolviéndosela—. ¡Hostia! —exclamó cuando comenzó la música, al menos seis teclados enlazados lentamente—. ¿Qué es esta puta mariconada?

—¿La quito, Haller?

—¡Qué dices! Me encanta —prestó atención a los acordes, localizando las notas mentalmente y tamborileando en la barra—. Luego me lo pasas y lo grabo.

—¿Apostamos a que la voz se lo carga?

—La voz siempre se lo carga —aguardó a que empezara—. Bueh. No está mal del todo. Al menos no canta en inglés. Es un detalle.

—Pero tú algo de alemán sabes, ¿no?

—Vamos, lo suficiente como para pronunciar bien las marcas de helados. Me tocó darlo en el instituto, y mira que intenté por todos los putos medios apuntarme a inglés para rascarme los huevos en una asignatura, pero a los profesores les jodía que los dejara en ridículo. Hace ya la tira de años; no me acuerdo de nada más que de “guten tag”. Eso sí, me sirve para valorar la calidad literaria de las letras: si entiendo algo, es para tontos.

El pincha se rió. 

—¿Sabes lo que me gusta de esta canción? —declaró dejando la caja entre otras—. Que dura catorce minutos.

La dejó sonando y fue al baño, seguido por la sonora carcajada de Álex, que se sacó un libro pequeño, en cubierta rústica cutre, del bolsillo interior del sobretodo de cuero. Se puso a leer a partir de la esquina doblada. Se había tragado como unas quince páginas cuando le interrumpieron.

—Álex...

Levantó la cabeza de la hoja y enarcó las cejas. Verónica estaba frente a él. Parecía una niña flaca y desvalida, con el pelo en cola de caballo, la cara lavada, vestida en pantalón y camiseta, sin adorno alguno en el cuerpo.

—Verónica —la reconoció con una mueca despectiva—. ¿Dónde te has dejado tu camarilla?

—Rebeca está fuera. Ha quedado. Luego entrará. Y Mon... Mónica... Mónica... —se le humedecieron los ojos verdes—. Álex, por favor —suplicó derrumbada—. Por favor, abrázame. Mon...

La chica se lanzó contra él y le apretó la camisa con los puños. Hundió el rostro en su pecho y gimió. Él se dejó abrazar, sin cogerla. Le dio una calada al cigarro. Su expresión, de haberla visto Verónica, la hubiera asustado.

—El cuervo voló, ¿eh? —comentó él con desenfado—. Desde el piso de arriba del cole. Lo sé.

Vero se separó. 

—¿Cómo coño lo sabes?

—Tengo poderes, princesa. Creía que ya te habías dado cuenta. Así que se acabaron los tres cerditos, ¿eh? Bueno, siempre podéis reponerla por otra para montaros vuestros aquelarres de brujas de Eastwick.

—Álex... Lo que menos necesito oír es tu puta ironía en este momento.

—Muy bien, Verónica. Pues ¿qué es lo que necesitas? Pide por esa boquita. Aunque sin maquillaje pierde parte de su persuasión, por si no lo sabías.

—¡Necesito que me abraces, joder! —estalló ella con churretes de lágrimas—. ¡Que me consueles, coño! ¿Tengo que suplicártelo?


Siiií...
—siseó Álex entre las mandíbulas prietas—. ¿Ves como no era tan difícil? Sólo tenías que pedirlo —la cogió de la mano y se dirigió al camarero—. Te dejo aquí el libro. 

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