Poirot en Egipto (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot en Egipto
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Había algo, además de la risa, en su rostro.

Hércules Poirot movió la cabeza con aire dubitativo.

«Se interesa demasiado esa pequeña —dijo para sí—. Está en peligro Sí, la amenaza un peligro.»

Luego llegó una palabra a su oído: Egipto.

Ahora percibía sus voces claramente: la juvenil de la muchacha, fresca, arrogante, con un acento nuevo y ligeramente extranjero en la pronunciación de las erres, y el timbre agradable, de tonos bajos, de su compañero, en que se advertía a un inglés bien educado.

—No estoy vendiendo la piel del oso antes de matarlo, Simon. Te aseguro que Linnet no quiere que nos hundamos.

—¡Que se hunda ella!

—No seas tonto... Es un empleo ideal para ti.

—Hasta cierto punto, yo lo creo también... No tengo la menor duda sobre mi capacidad para desempeñarlo. Y haré todo lo posible por quedar bien... por ti.

La muchacha rió, una risa de pura felicidad.

—Esperemos tres meses para asegurarnos de que no te da el puntapié. Y entonces...

—Y entonces te dotaré con todos los bienes terrenales... Ése será el epílogo.

—Y como ya te dije: iremos a pasar nuestra luna de miel a Egipto. ¡Cueste lo que cueste! Toda mi vida he suspirado por ir a Egipto. El Nilo... las pirámides... la arena...

Dijo él con voz ligeramente indistinta:

—Todo aquello lo veremos juntos, Jacqueline..., juntos. ¿No será maravilloso?

—Eso me estaba preguntando ¿Será tan maravilloso para ti como para mi? ¿Te intereso yo tanto como tú a mí?

La voz de la muchacha tenía un matiz duro, cortante; en sus ojos había algo semejante al miedo.

En la respuesta del hombre se observó la misma dureza:

—No seas absurda, Jacqueline.

Pero la muchacha repitió:

—Yo me pregunto...

Él se encogió de hombros.

Hércules Poirot murmuró para sí:

«Un qui aime et une que se laisse aimer.
Sí, yo también me lo pregunto.»

Juana Southwood dijo:

—Supongamos que él es terriblemente rústico.

Linnet movió la cabeza.

—No lo será. Puedo confiar en el gusto de Jacqueline.

—¡Ah, Linnet! La verdad se oculta siempre cuando se trata de asuntos amorosos.

Linnet agitó su rubia cabellera con impaciencia. Cambió de tema.

—Tengo que ir a ver al señor Pierce para hablar sobre estos planos.

—¿Planos?

—Sí, hay unas cuantas casas de labor en malas condiciones de salubridad. Voy a hacer que las derriben y trasladaré a sus habitantes a otro sitio más sano.

—¡Qué sanitaria y compasiva eres!

—Tendrían que marcharse de todas maneras. Aquellas chozas habrían estropeado mi nueva piscina...

—¿Y le agradará marcharse a la gente que vive actualmente allí?

—La mayoría de ellos están complacidísimos. Uno o dos se muestran bastante estúpidos, realmente fastidiosos, en suma. Parecen no darse cuenta de la enorme mejoría de la situación que les espera.

—Pero supongo que tú tampoco perderás con eso.

—Mi querida Juana, lo hago en su propio beneficio.

—Naturalmente. Estoy segura de ello. Ganancias comunes...

Linnet frunció el ceño. Juana rió.

—Vamos, muchacha. Confiésalo. Eres una tirana. Una tirana benéfica, si gustas, pero una tirana, al fin y al cabo.

—No tengo nada de tirana.

—Pero te gusta conseguir tus caprichos.

—No es eso precisamente.

—Linnet Ridgeway, ¿puedes mirarme a la cara y decirme honradamente
si se ha dado alguna vez el caso de que no hayas podido conseguir tus deseos?

—Muchísimas veces.

—¡Oh, sí! Muchísimas veces... Está bien, pero cita casos concretos. No puedes hacerlo, aunque lo intentes. ¡No hay quien detenga la carrera triunfal de Linnet Ridgeway en su carro de oro!

Linnet dijo secamente:

—¿Crees que soy egoísta?

—No, pero eres irresistible. Tienes el efecto combinado del dinero y la belleza. Todo se inclina a tu paso. Lo que no puedes comprar con dinero, lo obtienes con una sonrisa. Resultado: Linnet Ridgeway, la muchacha que lo tiene todo.

—No seas ridícula. Juana.

—Dime, ¿no lo tienes todo?

—Supongo que sí... Pero me resulta desagradable oírtelo decir.

—En efecto, es desagradable, querida. Debes de estar terriblemente cansada y
blasée
de todo y por todo. Es decir, todavía no lo estás, pero lo estarás. Entretanto, goza de tu avance triunfal en tu carrera de oro. Pero me pregunto, en realidad me lo pregunto sin cesar, ¿qué ocurrirá el día que llegues a una calle donde te encuentres un cartel que diga: «Prohibido el paso»?

—No digas estupideces, Juana. —Cuando lord Windleshaw se acercó a ellas, Linnet dijo, volviéndose hacia él—: Juana me está diciendo verdaderas obscenidades.

—Despecho, sólo despecho —dijo Juana vagamente, al mismo tiempo que se levantaba del asiento que ocupaba.

No dio excusa alguna para ausentarse. Había leído la advertencia en la mirada de Windleshaw. Éste permaneció silencioso un par de minutos. Luego se lanzó a fondo.

—¿Te has decidido ya, Linnet?

Linnet dijo lentamente:

—¿Me crees tonta? Tal vez, no estando segura, debiera decir: «NO».

Él la interrumpió con un gesto.

—No lo digas. Tendrás tiempo, todo el tiempo que necesites. Pero tengo la seguridad de que seríamos muy felices los dos.

—Mira —el tono de Linnet parecía de excusa casi infantil—. Me estoy divirtiendo mucho, especialmente con esto —Hizo un movimiento con la mano—. Quiero convertir Wode Hall en una residencia campestre local; para mí, claro está, y según mis propias iniciativas. Me parece que hasta ahora lo voy consiguiendo, ¿no te parece?

—¡Oh, sí! Es precioso. Maravillosamente proyectado. Es perfecto. Tú eres muy inteligente, Linnet.

Hizo una pausa y continuó:

—Pero te gusta Charltonbury, ¿verdad? Claro es que necesita que se modernice y todas esas cosas, pero tú te encargarías de eso. Te deleitará.

—¡Oh, sí! Charltonbury es magnífico.

Hablaba con espontáneo entusiasmo, pero interiormente experimentó una sensación de súbita frialdad. Algo extraño acababa de herir un sentimiento recóndito, turbando su completa satisfacción por la vida. No analizó este sentimiento inmediatamente, pero cuando Windleshaw entró en la casa escrutó en todos los repliegues de su cerebro.

Charltonbury
, sí, aquello era, se había resentido a la mención de Charltonbury. Pero ¿por qué? Charltonbury era modestamente famoso. Ser la dueña del magnífico Charltonbury era una posición envidiable y Windleshaw era un partido muy solicitado.

Naturalmente, él no podía tomar Wode en serio. No podía compararse con Charltonbury. ¡Ah. pero Wode no era suyo! Ella lo vio, lo compró, volvió a reconstruirlo sin preocuparse del dinero que le costaba. Aquello era su propia posesión, su reino.

Pero en cierto modo aquello no existiría si se decidiese a casarse con Windleshaw. ¿Para qué iban a tener dos residencias campestres? Y de las dos. Wode Hall sería la condenada a desaparecer.

Ella misma, Linnet Ridgeway. dejaría también de existir. Se convertiría en la condesa de Windleshaw, llevando a Charltonbury y a su dueño actual una dote apreciable. Sería reina consorte, pero no en propiedad.

«Me estoy volviendo ridícula», se dijo Linnet.

¡Pero era extraño cómo odiaba la idea de abandonar Wode! ¿No había algo más que le hiciese sentir así?

La voz de Jacqueline, con aquella nota monótona y ardiente: «Si no me caso con él, me moriré. Me moriré... Me moriré...»

Y lo decía con convicción, formalmente. ¿Experimentaba ella, Linnet, un sentimiento idéntico hacia Windleshaw? Con seguridad, no. Tal vez no llegaría nunca a ese extremo por nadie. ¡Debía ser maravilloso sentir aquella grandiosidad!

Oyóse el ruido de un coche que se aproximaba, a través de la ventana abierta.

Linnet se lanzó impaciente en su dirección. Debían ser Jacqueline y su novio. Saldría a recibirlos.

Se encontraba en la puerta de la verja cuando Jacqueline y Simon descendieron del automóvil.

—¡Linnet! —Jacqueline corrió hacia ella—; éste es Simon, aquí está Linnet. Es la criatura más maravillosa del mundo...

Linnet vio a un joven alto, de hombros anchísimos, ojos azul oscuro, cabello castaño rizado y una sonrisa atractiva de chiquillo.

Una ardiente sensación de embriaguez se extendió por todas sus venas.

—¿No es todo esto encantador? —dijo—. ¡Venga, Simon, entre y permítame que dé la bienvenida a mi administrador
comme il faut!

Cuando se volvía para señalar el camino, pensaba: «¡Me siento extraordinariamente feliz! ¡Me gusta el novio de Jacqueline! ¡Me gusta enormemente!» Y luego, con pesar, exclamó como dolida: «¡Qué suerte tiene Jacqueline!»

Tim Allerton se reclinó perezosamente en su
chaiselongue
y bostezó mirando al mar. Luego lanzó una rápida mirada de soslayo a su madre.

La señora Allerton era una mujer todavía guapa, de cincuenta años de edad y cabellos nevados. Adoptando una expresión de severidad en su boca cuando miraba a su hijo creía poder disimular la extraña afección que sentía hacia él. Los observadores que no la conocían, raramente se dejaban engañar por este gesto, y el mismo Tim veía perfectamente el corazón de su madre a través de este velo de severidad.

Hablaba el joven:

—¿Te gusta Mallorca, de verdad, mamá?

—Pues bien... —la señora Allerton hizo una pausa para reflexionar—. Es barata la vida aquí...

—Y fría —dijo Tim, estremeciéndose levemente.

Era un joven alto, delgado, de cabellos oscuros y pecho estrecho. La boca tenía una expresión de dulzura, ojos tristes y mandíbula indecisa Poseía manos delicadas.

Amenazado de tuberculosis algunos años antes, nunca pudo desarrollarse físicamente. Públicamente, se suponía que se dedicaba a las letras, pero sus íntimos sabían que aquello no pasaba de ser una fantasía y que sus trabajos literarios no fueron jamás aceptados por nadie.

—¿En qué piensas, Tim?

La señora Allerton aguardó expectante la respuesta. Sus ojos negros y brillantes escrutaban suspicaces a su hijo. Tim Allerton hizo una mueca.

—Pensaba en Egipto.

—¿Egipto?

En el tono de la señora Allerton se advertía un asomo de duda.

—Aquello es tibio de verdad, mamita. Con arenas de oro. El Nilo... Me gustaría remontar el curso de aquel río poético. ¿A ti no?

—Claro que me gustaría —dijo la interpelada con sequedad—. Pero Egipto es terriblemente caro, hijo mío. No es para los que tienen que dar muchas vueltas a su dinero antes de gastarlo.

Tim lanzó una carcajada. Se levantó y se desperezó. Parecía haberse llenado de vida nueva en un segundo. Dijo con voz excitada:

—Los gastos correrán de mi cuenta. Sí, mamita. He tenido la suerte de dar un golpecito en la Bolsa con resultados satisfactorios. Me he enterado esta mañana.

—¿Esta mañana? —dijo la señora Allerton con voz cortante—. ¡No tuviste más que una carta y era...!

Se interrumpió, mordiéndose los labios.

Su hijo pareció quedar indeciso sobre si debía tomarlo a broma o enfadarse; eligió lo primero.

—Era de Juana —terminó con frialdad—. Está bien, mamá. Eres la reina de los detectives. El famoso Hércules Poirot tendría que esforzarse para conservar sus laureles si tú decides hacerle la competencia.

La señora Allerton parecía confundida.

—Vi la escritura del sobre por casualidad y...

—¿Y te diste cuenta de que no era de un agente de Bolsa? Estupendo. En honor a la verdad he de decirte que fue ayer cuando lo supe. La escritura de la pobre Juana es bien fácil de reconocer... parece que se quiere salir del sobre, como una araña enloquecida.

—¿Qué dice Juana...? ¿Algo nuevo?

La señora Allerton se esforzó para que su voz sonara de modo casual y ordinario. La amistad entre su hijo y su prima segunda, Juana Southwood, le había irritado siempre. No porque hubiese algo entre ellos, como se repetía incesantemente la buena señora. Ella sabía perfectamente que no lo había. Nada.

Tim nunca había mostrado ningún interés sentimental hacia su prima Juana, ni ésta hacia él. Su atracción mutua parecía estar cimentada en la afinidad y posesión de amigos conocidos comunes. A los dos les gustaba la gente y criticar a la gente. Juana tenía una lengua cáustica y divertida.

La rigidez de expresión de la señora Allerton cuando Juana estaba presente o cuando recibía una carta suya, no se debía al temor de que su hijo pudiera enamorarse de su prima.

Era otro sentimiento indefinible, tal vez de celos, por el placer indudable que Tim experimentaba cuando se encontraba en compañía de Juana. Él y su madre eran tan excelentes amigos que la sola vista de una mujer que acaparase la atención de Tim le producía una desazón violenta. Creía que su presencia constituía entonces un estorbo para los dos representantes de la nueva generación. Muchas veces los había sorprendido en animada conversación que, al acercarse ella, interrumpían o variaban el tópico. Pero, decididamente, la señora Allerton experimentaba pocas simpatías por su sobrina. La consideraba hipócrita, afectada y esencialmente superficial. Le costaba un esfuerzo extraordinario tener que reprimir los deseos que le acometían de decirle todo esto gritando a pleno pulmón y delante de todo el mundo.

En respuesta a su pregunta, Tim extrajo la carta de uno de sus bolsillos y la ojeó.

—Es una carta bastante larga —observó la madre.

—No dice gran cosa —declaró—. Los Devonish han solicitado el divorcio. El viejo Monty ha sido encarcelado por haber conducido un coche yendo embriagado. Windleshaw se ha marchado a Canadá. Parece que le ha sentado bastante mal que Linnet le diese calabazas. Ella va a contraer matrimonio definitivamente con el administrador de marras.

—¡Es extraordinario! ¿Tan irresistible es el joven?

—No, no. Nada de eso. Es uno de los Doyle, de Devonshire. No tiene ni un céntimo, desde luego, y hasta hace poco estaba prometido a una de las mejores amigas de Linnet. ¡Una cosa bastante fea!

—Yo tampoco creo que se haya portado como debía —declaró la señora Allerton enrojeciendo.

En los ojos de su hijo apareció un relámpago de cariño hacia su madre.

—Ya sé, mamita. Tú no puedes ver con buenos ojos que le soplen a nadie su marido y todas esas cosas indecentes.

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