Poirot en Egipto (9 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot en Egipto
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Poirot repuso secamente:

—Con frecuencia es así. Es algo extraordinario. Yo también viajaré en el
Karnaki/>. Forma parte de mi itinerario.

—¡Oh! —Simon dudó, pero tras un momento de reflexión dijo escogiendo las palabras con cierto embarazo—: ¡Esa decisión no... se deberá... a nuestra causa! Quiero decir... quiero decir... que no quisiera...

Poirot lo desengañó en pocas palabras.

—No, nada de eso. Lo tenía proyectado desde que abandoné Londres. Siempre acostumbro forjar mis planes por anticipado.

—¿No se traslada entonces de un lugar a otro según se le va ocurriendo? ¿No serían así más agradables los viajes?

—Tal vez. Pero para tener éxito en esta vida, hay que cuidar minuciosamente todos los detalles antes de emprender algo.

—Así obran los asesinos más hábiles, supongo —dijo Simon riendo.

—Sí, aunque he de confesar que el crimen más brillante que yo recuerdo y uno de los más difíciles de resolver fue cometido a impulsos del momento psicológico.

Simon rogó, con ingenuidad de chiquillo:

—Espero que nos contará algunos de sus casos a bordo del
Karnaki/>.

—No, eso sería tentar al diablo.

—Pero vale la pena. La señora Allerton dice que sus aventuras son maravillosas. Está deseando asir la ocasión para interrogarle.

—¿La señora Allerton? ¿Es esa señora de cabellos grises, tan atractiva, que tiene un hijo tan cariñoso para ella?

—Sí, ella también vendrá en el
Karnaki/>.

—¿Sabe ella que usted...?

—Claro que no. Nadie lo sabe. He decidido en un principio no confiar en nadie.

—Ése es un sentimiento admirable. Yo lo he adoptado siempre. Y respecto al tercer miembro de su banda, ese señor del cabello gris...

—¿Pennington?

—Sí. ¿Viajará con ustedes?

Simon dijo ceñudo:

—No es muy usual en una luna de miel..., ¿no es eso lo que usted piensa? Pennington es el apoderado americano de Linnet. Nos encontramos con él en El Cairo por casualidad.

—Ah vraiment! ¿Me permite una pregunta? ¿Es mayor de edad madame votre femme?

—Aún no tiene los veintiuno, pero no tuvo que pedir el consentimiento a nadie para casarse conmigo. Fue la gran sorpresa para Pennington. Partió de Nueva York en el
Germanic
dos días antes de que llegase allí la carta en la que Linnet le notificaba nuestro enlace. Por consiguiente, no sabía una palabra de ello.

—El
Germanic...
—murmuró Poirot.

—Fue la mayor sorpresa de su vida, cuando nos tropezamos con él en El Cairo.

—¡Debió de ser una auténtica coincidencia!

—Sí, y nos enteramos de que él también venía a dar una vuelta por el Nilo... Así, pues, vamos todos juntos. ¿Qué remedio nos quedaba? Además... ha sido un consuelo en ciertos momentos —pareció algo confundido de nuevo—. Vea usted. Linnet estaba siempre intranquila, pensando en que Jacqueline se presentaría cuando menos lo esperásemos. Mientras estábamos solos, esto constituía nuestro único tema de conversación. Andrés Pennington nos es de gran ayuda en este aspecto, porque con él tenemos que hablar de otras cosas.

—¿Su señora no se ha confiado a monsieur Pennington?

—No —la mandíbula de Simon se irguió agresiva—. Esto no le importa a nadie... Además, cuando emprendimos el viaje al Nilo, creíamos que ya habría acabado todo.

Poirot movió la cabeza.

—Todavía no ha terminado. No, el fin no ha llegado aún. Estoy seguro.

—He de decirle, señor Poirot, que no es usted de los que dan ánimos.

Poirot lo midió con la mirada, con un leve sentimiento de irritación. Pensó en su interior: «Los anglosajones no toman en serio más que los juegos. No tienen remedio.»

Linnet Doyle... o Jacqueline de Bellefort... cualquiera de las dos daban al asunto la importancia que tenía. Pero en la actitud de Simon no se veía más que la impaciencia y la cólera del macho.

Dijo tras una pausa:

—Permítame una pregunta impertinente. ¿Partió de usted la idea de venir a Egipto a pasar la luna de miel?

Simon enrojeció.

—No, naturalmente que no. Puede usted dar por descontado que yo habría elegido cualquier otro sitio. Pero Linnet se empeñó. Y, claro... yo... —se interrumpió, confundido.

—Sí, sí, lo comprendo —dijo Poirot gravemente.

Se daba cuenta de que si Linnet se decidía a hacer algo no había quien se lo impidiera.

Se dijo a sí mismo: «Ya he oído el caso relatado por tres partes interesadas. Linnet Doyle... Jacqueline de Bellefort... y Simon Doyle. ¿Cuál dice la verdad?»

Capítulo VII

Simon Doyle y Linnet Ridgeway salieron para su expedición a Philas alrededor de las once de la mañana siguiente. Jacqueline de Bellefort, sentada en el balcón del hotel, les observaba cuando partieron en el pintoresco barco de vela. Lo que ella no vio fue un automóvil cargado con el equipaje y en el cual iba una doncella de lánguida mirada, que atravesó la puerta delantera del hotel y volvió a la derecha en dirección a Shellal.

Hércules Poirot decidió pasar las dos horas que faltaban para el almuerzo en la isla Elefantina, situada frente al hotel.

Descendió hasta el embarcadero. Había dos hombres que subían en aquel momento a uno de los botes del hotel, y Poirot se unió a ellos. Los hombres eran indudablemente desconocidos entre sí. El más joven, de elevada estatura y cabello oscuro, rostro delgado y mandíbula prominente. Llevaba unos pantalones de franela gris, extremadamente sucios, y un jersey de polo, de alto cuello, singularmente inadecuado para aquel clima. El otro era un individuo de mediana edad, ligeramente grueso, que no perdió el tiempo para iniciar una conversación con Poirot en un inglés idiomático, pero un tanto chapurreado. Lejos de tomar parte en la conversación, el más joven de los dos hombres lanzó un gruñido y volviéndoles la espalda se dispuso a admirar la agilidad con que el botero nubio conducía el timón con los pies mientras empleaba las manos en manipular las velas.

El agua estaba como una balsa de aceite. La superficie lisa brillante de las rocas negras reflejaba los rayos del sol y una suave brisa acariciaba sus rostros. Alcanzaron Elefantina en pocos segundos, y en cuanto pusieron los pies sobre la playa, Poirot y su locuaz amigo se dirigieron derechamente al Museo. El último sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la alargó a Poirot, inclinándose levemente. Llevaba la inscripción:

GUIDO RICHETTI

Archeologo

Para no ser menos, Poirot devolvió la reverencia y le entregó su tarjeta. Cumplidas estas formalidades, los dos nombres entraron juntos al Museo, el italiano prorrumpiendo en un torrente de informaciones eruditas. Hablaban ahora en francés.

El joven de los pantalones de franela atravesó distraídamente el Museo, bostezando de vez en cuando y, finalmente, se fue a gozar del aire libre.

Poirot y el signor Richetti le siguieron poco después. El italiano examinaba las ruinas sin dejar de hablar, pero Poirot, observando una sombrilla listada de verde, que reconoció sobre las rocas junto al río, escapó en aquella dirección.

La señora Allerton estaba sentada sobre una gran roca con un cuaderno de notas a un lado y un libro sobre el regazo.

Poirot alzó su sombrero cortésmente y al mismo tiempo la señora Allerton inició la conversación.

—Buenos días —dijo—. Veo que es imposible deshacerse de estos repugnantes niños.

Un grupo de figuras negras la rodeaban, sonriendo todos a la vez, haciéndole muecas y extendiendo las manos implorantes al tiempo que gritaban esperanzados su
Bakshish
a intervalos casi regulares.

Poirot intentó, galante, dispersar el grupo, pero no lo consiguió. Se desparramaron para volver inmediatamente.

—Si yo pudiera estar tranquila en Egipto, me agradaría mucho más —declaró la señora Allerton—. Pero aquí no se puede estar sola... siempre hay alguien molestándome, ofreciéndome burros, collares o expediciones a los pueblos nativos, o a cazar patos o pidiéndome dinero sin rodeos.

—Es su mayor desventaja, es verdad —asintió Poirot.

Extendió el pañuelo y se sentó sobre él sin precaución.

—¿No está su hijo con usted esta mañana? —prosiguió el detective.

—No. Tim tenía que escribir algunas cartas antes de marcharse. Vamos a llegar hasta la segunda catarata, ¿sabe usted? Será maravilloso el verla.

—Yo también voy.

—Y yo me alegro mucho. Le confieso que estoy encantada de haberle conocido. Cuando estábamos en Mallorca había allí una señora llamada Leech y nos contaba las historias más maravillosas. Perdió un anillo cuando se bañaba, y se lamentaba de que no estuviese usted allí. Tenía la seguridad de que usted lo habría recuperado.

—¡Ah! ¡
Parbleu
, yo jamás he sido buzo!

Ambos rieron cordialmente.

La señora Allerton continuó:

—Le vi a usted desde mi ventana paseando a lo largo de la carretera con Simon Doyle esta mañana. ¿Qué le parece a usted ese joven? Todos estamos excitadísimos por causa suya.

—¡Ah! ¿De veras?

—Si. Ya sabe usted que su enlace con Linnet fue la mayor de las sorpresas. Se suponía que ella iba a contraer matrimonio con lord Windleshaw y de pronto nos enteramos de su unión con ese hombre a quien nadie conocía.

—¿La conoce usted bien, madame?

—No, pero tengo una prima, Juana de Southwood, que es una de sus mejores amigas.

—¡Ah, sí! He leído su nombre en la prensa —quedó silencioso un momento, al cabo del cual prosiguió—: Es una señorita de la buena sociedad que aparece con frecuencia en las informaciones gráficas de la prensa.

—¡Oh, sí! Es muy hábil para hacerse su publicidad.

—¿A usted no le es simpática, madame?

—Ha sido una observación inconveniente por mi parte —la señora Allerton parecía arrepentida—. Mire: yo estoy chapada a la antigua. No me es muy simpática, desde luego. Ella y mi hijo son buenos amigos, sin embargo.

—Ya veo —dijo Poirot.

Su interlocutora le dirigió una mirada rápida. Luego cambió de tópico.

—¡Qué reducido es el número de los jóvenes aquí! Esa preciosa muchacha de cabellos castaños y la atractiva madre del turbante es la única joven del lugar. Usted ha hablado con ella un buen rato, según he observado. Me interesa bastante esa chica.

—¿Y por qué, madame?

—Porque la compadezco. Creo que sufre... Se experimentan sensaciones extrañas cuando se es joven y sensitiva como esa muchacha.

—Sí. Esa pobre pequeña no es feliz.

—Tim y yo lo llamamos «la joven huraña». He intentado hablar con ella una o dos veces, pero siempre me ha eludido. Sin embargo, creo que va a hacer también la excursión al Nilo y espero que entremos en conversación como compañeros de viaje.

—Sí, es una contingencia posible.

—Yo soy muy comunicativa. La gente me interesa una enormidad. Todos los tipos humanos —hizo una pausa y añadió—: Tim me dijo que esa muchacha morena... la señorita de Bellefort... estaba prometida a Simon Doyle. Debe haber sido embarazoso para ellos este encuentro.

—En efecto, ha sido bastante desagradable.

La señora Allerton le lanzó una mirada chispeante.

—¿Sabe usted...? Podrá parecer una tontería, pero esa muchacha me asusta. Parece...
tan intensa; tan ardiente
.

Poirot movió la cabeza asintiendo.

—No está usted equivocada, madame. Una gran fuerza emotiva es siempre aterradora.

—¿Le interesa también a usted la gente, señor Poirot? ¿O reserva su interés para los criminales en potencia?

—Madame, esa categoría no excluye a gran número de personas.

La señora Allerton parecía sorprendida.

—¿Cree usted eso realmente?

—Sí, cualquiera puede convertirse en un criminal en un momento dado.

—¿Y es eso lo que los diferencia de los criminales natos?

—Naturalmente.

La señora Allerton dudó, antes de preguntar, con una sonrisa en los labios:

—¿También me incluye a mí en esa clasificación?

—Las madres, madame, lo olvidan todo cuando ven a sus hijos en peligro.

Ella dijo gravemente:

—Eso es verdad... Creo que tiene usted razón.

Quedó silenciosa durante un par de minutos. Luego dijo sonriente:

—Estoy intentando imaginar motivos para un crimen imputable a cualquiera de los que se hospedan en este hotel. Es distraidísimo. Simon Doyle, por ejemplo.

—Un crimen simple... Iría directo a su objetivo. No hay sutileza alguna en esto.

—Y por consiguiente sería muy fácil de descubrir toda la trama.

—Sí; no sería ingenioso.

—¿Y la peligrosa muchacha, Jacqueline de Bellefort, podría cometer un asesinato?

—Sí, desde luego, podría.

—Pero usted no está seguro de que lo hiciese.

—No. Esa muchacha me da mucho que pensar.

—No creo que el señor Pennington pudiera cometer uno. ¿Y usted? Parece tan atildado, tan dispéptico... No debe de tener la sangre roja.

—Pero, posiblemente tiene muy desarrollado el instinto de
conservación
.

—Sí. Así lo supongo yo también. ¿Y la pobre señora Otterbourne con su turbante?

—Siempre ha existido la vanidad.

—¿Como motivo de un asesinato? —preguntó la señora Allerton con duda.

—Las causas de los asesinatos son casi siempre triviales, madame.

—¿Cuáles son las más usuales?

—Muy frecuentemente... el dinero. Es decir, el beneficio en sus varias ramificaciones. Luego están la venganza y... el amor... el odio y otras muchas.

—¡Señor Poirot!

—¡Oh, sí! Yo he conocido, madame, casos en que... llamémosle A, ha sido asesinado por B para beneficiar a C. Los asesinatos políticos siguen esa trayectoria. Cuando alguno es considerado dañino para la civilización, lo quitan limpiamente de en medio. Olvidan que la vida y la muerte son atributos de Dios.

Hablaba gravemente.

La señora Allerton dijo en voz baja:

—Me complace oírle eso. De todas formas, Dios escoge sus instrumentos.

—Hay peligro en pensar así, madame.

Ella adoptó un aire más ligero.

—Después de esta conversación, señor Poirot, extraño es que estemos vivos todavía.

Se levantó.

—Tenemos que regresar. Saldremos para la excursión inmediatamente después del almuerzo.

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