—Creo que será mejor que te calmes un poco —le recomendó.
La mujer siguió gritando. Wallander se preguntó qué pensarían los que pasasen por delante de su puerta. Rodeó la mesa, le puso las manos sobre los hombros con decisión y la sentó de nuevo sin soltarla.
El ataque de nervios cesó tan rápido como había empezado. Wallander retiró poco a poco las manos y regresó a su silla. Eva Hillström miraba al suelo fijamente mientras el inspector aguardaba muy impresionado. Había algo en sus reacciones, en su convencimiento, que empezaba a afectarle.
—¿Qué crees que ha pasado, en realidad? —le preguntó el inspector al cabo de unos instantes.
Ella meneó la cabeza.
—No lo sé.
—No hay absolutamente nada que apunte a que haya ocurrido un accidente… o cualquier otra cosa.
Ella miró a Wallander.
—No es la primera vez que Astrid y sus amigos se van de viaje juntos —prosiguió el inspector—. Tal vez no hayan estado tanto tiempo fuera en otras ocasiones, pero tenían vehículo, dinero y pasaporte, como ya hemos comprobado. Por otro lado, tanto Astrid como sus compañeros están en una edad en la que es fácil dejarse llevar por los impulsos, sin planificar demasiado. Yo también tengo una hija algo mayor que Astrid y sé lo que es eso.
—Ya. Pero yo sé que ha ocurrido algo. Es cierto que a veces me preocupo sin motivo, pero en esta ocasión… pasa algo raro.
—Los padres de los otros dos jóvenes, Martin Boge y Lena Norman, no parecen tan angustiados como tú.
—No, y no comprendo cómo pueden estar tan tranquilos.
—Nosotros nos tomamos en serio tu inquietud, es nuestra obligación. Te prometo que reconsideraremos la posibilidad de emitir una orden de búsqueda.
Por un momento, tuvo la impresión de que sus palabras la tranquilizaban, pero enseguida la venció de nuevo el nerviosismo; tenía el rostro desencajado. Wallander la compadecía.
Terminada la entrevista, ella se levantó y él la acompañó hasta la recepción.
—Lamento haber perdido los estribos —se disculpó la mujer.
—Es normal que uno se preocupe —admitió Wallander.
Ella le dio un fugaz apretón de manos y se perdió tras las puertas de cristal.
De camino a su despacho vio que Martinson asomaba la cabeza por la puerta del suyo y lo miraba intrigado.
—¿Qué habéis estado haciendo ahí dentro?
—Está asustada de verdad, muy preocupada. Tanto que creo que debemos tomar alguna medida, aunque no se me ocurre cuál —le dijo Wallander, mirando pensativo a Martinson—. Me gustaría que repasáramos el asunto mañana, con todos los que no estén ocupados en otra cosa. Hemos de tomar una decisión acerca de la orden de búsqueda. Hay algo en todo esto que empieza a preocuparme.
Martinson asintió, y luego preguntó:
—¿Has visto a Svedberg?
—¿Aún no ha dado señales de vida?
—No. Siempre salta el contestador.
—Eso no es propio de él —se extrañó Wallander.
—Intentaré hablar con él de nuevo.
Wallander se encaminó hacia su despacho, cerró la puerta y llamó a Ebba.
—No me pases ninguna llamada durante la próxima media hora. Por cierto, ¿sabes algo de Svedberg?
—No, ¿debería?
—No, simple curiosidad.
Cansado y con la boca seca, Wallander puso los pies encima de la mesa y, al momento, tomó una decisión. Cogió la chaqueta y abandonó el despacho.
—Ebba, estaré fuera una hora, tal vez dos.
Seguía haciendo calor y no soplaba viento. Bajó hasta la biblioteca municipal, cerca de la calle Surbrunnsvägen. Le costó cierto trabajo encontrar la sección de medicina, pero logró al fin hallar lo que buscaba en las estanterías: un libro sobre la diabetes. Se sentó a una mesa, sacó las gafas y empezó a leer.
Hora y media después, creía tener una idea más o menos clara de lo que implicaba aquella enfermedad. Por otro lado, comprendió que él era el responsable. Las comidas, la falta de ejercicio, los recurrentes intentos de adelgazamiento que no lo conducían más que a recuperar el sobrepeso en un tiempo récord…
Devolvió el libro a su lugar. Lo dominaba una sensación de desprecio por sí mismo, de fracaso. Sabía que ya no había vuelta atrás: tenía que tomar medidas con respecto a su modo de vida.
Cuando regresó a la comisaría, eran ya las cuatro y media. Al entrar en su despacho, vio sobre la mesa una nota de Martinson en la que le comunicaba que seguía sin localizar a Svedberg.
Leyó de nuevo el extracto del informe sobre los tres jóvenes desaparecidos y examinó las tres postales. De nuevo lo invadía la sensación de estar pasando algo por alto, de que se le escapaba un detalle muy importante, pero no sabía cuál. ¿Qué era lo que no veía?
Sintió crecer la inquietud en su interior. Recordó la entrevista con Eva Hillström en su despacho.
Y, de pronto, comprendió la gravedad del asunto. Era muy sencillo.
Ella sabía que su hija no había escrito la postal. El porqué no tenía la menor importancia.
Ella lo sabía, y eso era más que suficiente.
Wallander se levantó para dirigirse a la ventana.
A aquellos tres jóvenes les había ocurrido algo.
La cuestión era el qué.
Aquella misma noche, Wallander intentó —dentro de sus limitadas posibilidades— empezar una nueva vida. Comenzó por no cenar más que un triste consomé y una ensalada. Tan preocupado estaba por evitar que ningún alimento inconveniente fuese a parar a su plato que no recordó que se había apuntado para la lavandería de la comunidad hasta mucho después. Cuando se acordó, ya era tarde.
Intentó convencerse de que, en el fondo, lo de la diabetes era algo muy positivo. El tener los niveles de azúcar muy altos no era una sentencia de muerte, pero sí, en cambio, una advertencia. Si en lo sucesivo quería llevar una vida normal, tendría que introducir algunos cambios en su vida. Unos cambios simples, en absoluto drásticos, tan sólo básicos. En cualquier caso, después de cenar, se sentía tan hambriento como antes. Se comió otro tomate antes de ponerse a organizar, conforme a la dieta prescrita, los menús de los siguientes días.
Además, tomó la decisión de ir y volver siempre a pie de su casa a la comisaría. Finalmente, los sábados y los domingos cogería el coche, iría a alguna playa y daría largos paseos. Recordó que, en alguna ocasión, Hanson y él habían hablado de jugar juntos al bádminton. Tal vez había llegado el momento de ponerlo en práctica.
A eso de las nueve de la noche, se levantó y salió al balcón. Soplaba una suave brisa del sur, pero aún hacía calor.
La canícula estaba próxima.
Siguió con la mirada a unos jóvenes que caminaban por la calle. El rato que pasó en la cocina, con las listas de alimentos y los diagramas de peso, no había dejado de pensar en la angustia de Eva Hillström, en su ataque de nervios, en la manera en que lo había agarrado, en sus ojos, que reflejaban el temor a lo que hubiese podido ocurrirle a su hija. Todo era auténtico.
Cierto que a veces los padres no conocen a sus hijos. Como también lo es que, en ocasiones, los conocen mejor que ninguna otra persona. Algo le decía que éste era el caso de Eva Hillström y su hija.
Volvió a entrar, pero dejó la puerta del balcón abierta.
Tenía además la sensación de que había pasado por alto algún detalle, algo que, de forma inmediata, le ayudaría a decidir qué camino tomar en aquel caso, algo que podría llevarles a una conclusión bien cimentada, desde el punto de vista policial, sobre si el temor de Eva Hillström era o no infundado.
Fue a la cocina y limpió la mesa mientras calentaba agua para prepararse un café. Entonces sonó el teléfono. Era Linda, desde el restaurante del barrio de Kungsholmen, en Estocolmo, en el que trabajaba. Sorprendido, Wallander le dijo que creía que sólo abrían durante el día.
—Sí, pero el dueño ha cambiado de idea —explicó ella—. Y yo gano más trabajando de noche. La vida está muy cara.
Se oía de fondo el tintineo de platos y cubiertos, y Wallander dio en pensar que, en aquellos momentos, desconocía por completo los planes de Linda. Hubo un tiempo en que su hija quiso dedicarse a la tapicería de muebles; luego mudó de parecer e intentó abrirse camino en el mundo del teatro, pero también su pasión por la escena se enfrió.
—No pienso pasarme la vida trabajando de camarera —atajó ella, como si le hubiese leído el pensamiento—. Pero me he dado cuenta de que así ahorraré algo de dinero, y este invierno podré irme de viaje.
—¿Adónde?
—Todavía no lo sé.
Wallander, comprendiendo que no era el momento más oportuno para iniciar una conversación sobre el tema, le comentó que Gertrud se había mudado y que la casa del abuelo estaba en venta.
—Me habría gustado que nos la hubiésemos quedado —se lamentó Linda—. Ojalá tuviera dinero suficiente para comprarla.
El inspector la comprendía muy bien. Linda y el abuelo habían estado muy unidos. Hubo momentos en los que sentía envidia al verlos juntos.
—Tengo que colgar ya. Sólo quería saber cómo va todo.
—Bien —mintió Wallander—. Precisamente, esta mañana he ido al médico. Estoy estupendamente.
—¿Ni siquiera te dijo que deberías perder peso?
—Sí, bueno, salvo eso, todo bien.
—Pues debe de ser un médico muy amable. ¿Te sientes tan cansado como este verano?
«Parece que sea transparente para ella», se dijo Wallander sintiéndose indefenso. «¿Por qué no decirle la verdad, que me estoy convirtiendo en un diabético? ¿O que tal vez ya lo sea? ¿Por qué me avergüenzo de mi enfermedad?».
—Ya no estoy cansado. La semana en Gotland fue toda una experiencia.
—Sí, bueno. Ahora ya tengo que colgar. Si quieres telefonearme aquí por la noche, tendrás que llamar a otro número.
Memorizó las cifras y colgó.
Se llevó el café al salón y encendió el televisor, aunque puso el volumen al mínimo. Entonces tomó un bolígrafo y anotó en una esquina del periódico el número que Linda le había dado.
Lo escribió descuidadamente, de modo que nadie, salvo él, habría podido descifrar los números.
En ese preciso momento cayó en la cuenta. Aquello que le había estado rondando la cabeza durante el día… Apartó la taza de café y miró el reloj. Eran las nueve y cuarto. Sopesó la idea de llamar a Martinson. Tal vez lo dejase para el día siguiente… Al final se decidió. Se sentó a la mesa de la cocina con la guía telefónica. Había cuatro familias en Ystad con el apellido Norman, pero se acordaba de haber visto la dirección en alguno de los papeles del archivador de Martinson. Lena Norman vivía con sus padres en la calle Käringatan, al norte del hospital. Su padre se llamaba Bertil Norman, «director», decía la guía. Wallander sabía que tenía una empresa que exportaba al extranjero componentes de casas prefabricadas.
Marcó el número. Le contestó una voz de mujer. Al presentarse, intentó que su voz sonase amable, para que no se preocupase, pues sabía lo que podía significar el que un policía llamase por teléfono, y además por la noche.
—Supongo que es usted la madre de Lena Norman.
—Sí, Lillemor Norman.
Wallander recordaba el nombre.
—En realidad, podría haber esperado hasta mañana para llamar, pero hay algo que tengo gran interés en saber. Por desgracia, la policía suele trabajar a deshoras.
La mujer no parecía estar nerviosa.
—¿En qué puedo ayudarle? Bueno, es posible que prefiera hablar con mi marido. Si quiere, lo llamo. Está ayudándole al niño con los deberes de matemáticas.
A Wallander le sorprendió la respuesta, pues no pensaba que a los niños de hoy día les pusiesen deberes para hacer en casa.
—No es necesario —aseguró—. Lo que me gustaría que me proporcionase es una prueba de la letra de Lena. Quizá tenga usted alguna carta que ella le haya escrito.
—Aparte de las postales, no ha llegado nada más. Creía que la policía lo sabía.
—No, quiero decir otra carta. Alguna de antes.
—¿Por qué quiere usted una carta antigua?
—Se trata de una medida habitual. Estamos comparando la letra de los jóvenes. Nada más. Tampoco es que sea muy importante.
—¿Es posible que la policía llame de noche por algo así? ¿Algo que no es importante?
Wallander constató que, mientras Eva Hillström estaba asustada, Lillemor Norman se mostraba suspicaz.
—¿Podrá ayudarme?
—Sí, tengo muchas cartas de Lena.
—Una será suficiente, media página.
—Buscaré una ahora mismo. ¿Va a venir alguien a recogerla?
—Había pensado ir yo mismo. Puedo estar ahí dentro de veinte minutos.
Wallander siguió buscando en la guía. No había más que un Boge en Simrishman, un contable. Wallander marcó el número y aguardó impaciente. Ya estaba a punto de colgar cuando por fin alguien respondió.
—¿Dígame? —contestó una voz joven.
Wallander se presentó, pues supuso que se trataba de algún hermano de Martin Boge.
—¿No están tus padres en casa?
—No, estoy solo. Están en una cena de golfistas.
Wallander no sabía si continuar, pero el chico le pareció despierto.
—¿Te ha escrito tu hermano Martin una carta alguna vez? Y si es así, ¿la has conservado?
—Este verano no, ni de Hamburgo ni nada.
—Ya, pero quizá con anterioridad.
El muchacho lo pensó un momento.
—Bueno, tengo una carta que me escribió desde Estados Unidos el año pasado.
—¿Está escrita a mano?
—Sí.
Wallander reflexionó un instante; dudaba entre ir a Simrishamn en coche o esperar hasta el día siguiente.
—¿Por qué quieres leer una carta de mi hermano?
—Sólo quiero ver su letra.
—Si es urgente, puedo enviártela por fax.
Vio que el chico era rápido de reflejos y le dio uno de los números de fax de la comisaría.
—Quiero que se lo cuentes a tus padres —añadió el inspector.
—Espero estar durmiendo para cuando ellos vuelvan.
—Bien, pues se lo dices mañana, ¿de acuerdo?
—La carta de Martin era para mi.
—Vale. De todos modos, será mejor que se lo digas —insistió WaIlander— armado de paciencia.
—Yo creo que Martin y sus amigos no tardarán en volver a casa. No comprendo por qué la Hillström se preocupa tanto. Nos llama todos los días.
—Y tus padres, ¿no están preocupados?
—Creo que, en realidad, les alegra que Martin esté fuera. Por lo menos al viejo.