Entró en el cuarto de baño y se lavó la cara. Se miró al espejo: contempló su rostro moreno, en el que se reflejaba el cansancio. Tenía el ojo izquierdo enrojecido y el nacimiento del cabello se había desplazado un poco más hacia atrás. Se subió a la báscula y comprobó que había perdido algunos kilos desde el verano anterior; de todas maneras, seguían siendo demasiados.
Sonó el teléfono. Era Gertrud.
—Sólo quería decirte que ya he llegado a Rynge, y que el viaje ha ido bien.
—Sí, he estado pensando en ti —aseguró Wallander—. Tal vez debí haberme quedado contigo un rato.
—Bueno, creo que necesitaba estar sola con mis recuerdos. Aquí me sentiré a gusto. Mi hermana y yo nos llevamos de maravilla. Siempre hemos estado muy unidas.
—Iré a verte dentro de unas semanas.
Acababa de colgar cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era su colega Ann-Britt Höglund.
—Quería saber cómo ha ido todo.
—¿Cómo ha ido qué?
—¿No ibas a ver a un agente inmobiliario, por lo de la casa de tu padre?
Wallander recordó que le había comentado algo el día anterior.
—¡Ah, sí! No ha ido mal —repuso el inspector—. Puedes comprar la casa por trescientas mil.
—¡Si ni siquiera he podido echarle un vistazo!
—Es una sensación extraña. Ahora está vacía. Gertrud se ha mudado y alguien la comprará. Probablemente la conviertan en casa de veraneo. La habitarán otras personas que no sabrán nada sobre mi padre.
—En todas las casas hay fantasmas —lo consoló ella—. Salvo en las de nueva construcción.
—Sí, el olor a disolvente tardará en desaparecer —admitió Wallander—. Pero, cuando también éste desaparezca, no quedará ningún recuerdo de las personas que un día vivieron allí.
—Eso suena una pizca melancólico.
—Así es como me siento. En fin, nos vemos mañana. Gracias por llamar.
Fue a beber agua a la cocina. Ann-Britt había sido muy considerada al acordarse de ese detalle. Como era de suponer, a él no se le habría ocurrido nunca llamar en una situación similar.
Eran ya las siete de la tarde cuando se dispuso a prepararse una salchicha con patatas antes de sentarse a comer frente al televisor con el plato sobre las rodillas. Cambió varias veces de canal sin hallar nada que despertase su interés. Después de la cena, salió a tomarse el café al balcón. En cuanto se puso el sol, dejó de hacer calor, así que entró de nuevo en casa.
Dedicó el resto de la noche a ojear lo que se había traído de Löderup aquel día. En el fondo de una de las cajas había un sobre marrón, y en su interior halló unas viejas fotografías descoloridas que no recordaba haber visto nunca. En una de ellas estaba él, a la edad de cuatro o cinco años, sentado sobre el capó de un coche grande de algún modelo americano. A su lado, sujetándolo para que no se cayese, estaba su padre.
Wallander se llevó la fotografía a la cocina. Buscaría una lupa en alguno de los cajones para verla mejor.
«Estamos sonriendo», constató. «Yo miro directamente a la cámara radiante de orgullo. Me dejaron sentarme en uno de los coches de los comerciantes de arte, uno de aquellos que compraban los cuadros de mi padre a precios escandalosamente bajos. Mi padre también sonríe. Pero me mira a mí».
Permaneció sentado largo rato contemplando la fotografía, que le hablaba de una realidad lejana e inaccesible. Hubo un tiempo en que su padre y él habían mantenido una buena relación. Todo cambió el día en que él decidió hacerse policía, si bien, durante los últimos años de la vida de su padre, ambos habían intentado recuperar poco a poco parte de lo que habían perdido.
Sin embargo, nunca llegaron tan lejos como en aquella imagen del pasado. Nunca, estando junto a su padre, volvió a esbozar aquella sonrisa que lucía él tan ufano sentado sobre el capó de aquel Buick reluciente. Estuvieron cerca durante el viaje a Roma. Pero no llegaron.
Fijó la fotografía a una de las puertas de la cocina con una chincheta y salió de nuevo al balcón. Las nubes se aproximaban. Se sentó frente al televisor y vio el final de una película antigua.
Hacia las doce de la noche se fue a dormir.
Al día siguiente se reuniría con Svedberg y Martinson. Después iría a ver al médico.
Permaneció largo rato tumbado y despierto en la oscuridad.
Dos años antes había abrigado el sueño de mudarse de la calle Mariagatan, de tener un perro, de vivir con Baiba.
Sin embargo, nada había salido conforme a lo que soñaba. Ni Baiba, ni la casa, ni el perro.
Todo seguía igual, como siempre.
«Ya ocurrirá algo», se animó, «algo que me dé fuerzas para seguir adelante».
Aquella noche, no consiguió conciliar el sueño hasta las tres de la madrugada.
Durante las primeras horas de la mañana, las nubes fueron dispersándose de forma paulatina.
Wallander se despertó a las seis; había soñado de nuevo con su padre, en medio de un mar de imágenes fragmentarias e inconexas que desfilaron por su subconsciente. Él aparecía en el sueño como niño y como adulto a la vez, y todo transcurría fuera de contexto, como en un buque que se deslizase sobre un banco de bruma.
Se levantó, se dio una ducha y se tomó un café. Al bajar a la calle, notó que se mantenía el calor estival y que, para variar, no soplaba la menor ráfaga de viento. Subió al coche y se dirigió a la comisaría. Los pasillos estaban desiertos, pues aún no eran las siete de la mañana. Fue a buscar una taza de café y entró en su despacho. Ya ante su escritorio —que, por raro que pudiera parecer, no encontró abarrotado de archivadores—, se preguntó cuándo había sido la última vez que había tenido tan poco ajetreo.
Durante muchos años, Wallander había visto crecer su carga de trabajo al tiempo que disminuían los recursos. Los informes de los diversos casos quedaban postergados o, simplemente, se despachaban con negligencia. En muchas ocasiones, cuando acababan abandonando un caso en que se sospechaba que se había cometido un delito, Wallander sabía que aquello se habría evitado si hubiesen contado con el tiempo necesario y si hubiesen dispuesto de más efectivos.
Últimamente, en la comisaría, constituía un tema recurrente de discusión si cometer delitos resultaba rentable o no, y, aunque nunca podrían establecer el momento exacto en que había empezado a ser así, estaba claro —como Wallander había constatado hacía ya tiempo— que el mundo del crimen había echado ya profundas raíces en Suecia. Los que se dedicaban a la delincuencia económica a gran escala vivían como en una zona franca, en la que la sociedad de derechos parecía haber capitulado totalmente.
Wallander solía hablar de estos asuntos con sus colegas, y no había dejado de percibir la gran preocupación de sus ciudadanos ante las dimensiones que estaba cobrando el fenómeno. Sus propios vecinos lo comentaban cuando coincidían con él en la lavandería de la comunidad.
El inspector sabía que esa inquietud estaba justificada, pero no veía señal alguna de que se tomasen medidas decisivas al respecto. Al contrario, tanto al cuerpo de policía como a los juzgados seguían recortándoles los recursos.
Se quitó el chubasquero, abrió la ventana y permaneció un rato contemplando el viejo depósito de agua. En los últimos años habían surgido en Suecia varios grupos de protección civil privados. Wallander venía temiéndoselo desde hacía tiempo; cuando la justicia tradicional dejaba de funcionar, era natural que el método del linchamiento resultase tentador y que tomarse la justicia por su mano empezase a considerarse algo normal.
Allí, junto a la ventana, se preguntó, por ejemplo, cuántas armas ilegales circularían en aquel momento en la sociedad sueca, o cómo estarían las cosas dentro de tan sólo unos años.
Se sentó ante el escritorio a hojear unos informes que le habían dejado allí el día anterior. Uno de ellos exponía las medidas que, en el ámbito nacional, iban a tomarse para controlar el creciente número de tarjetas de crédito falsas. Un poco disperso, Wallander leyó la información sobre los talleres dedicados a la falsificación descubiertos en algunos países asiáticos.
En otro documento se evaluaba el resultado del proyecto piloto del spray de pimienta, para defenderse de posibles agresores, que se había puesto en marcha en 1994 y que había finalizado aquel verano.
En efecto, en determinadas circunstancias, la policía local estaba autorizada a entregar uno de aquellos sprays a las mujeres amenazadas. Pese a haber leído el texto dos veces, el inspector no estaba muy seguro de cuál había sido el resultado del proyecto piloto. Se encogió de hombros e hizo desaparecer los dos informes en el fondo de la papelera.
Había dejado la puerta entreabierta y oyó voces en el pasillo. Una mujer lanzó una carcajada y Wallander sonrió. Era su jefa, Lisa Holgersson, sustituta de Björk desde hacía ya unos años. Muchos colegas de Wallander habían visto con reticencia el que una mujer ocupara el puesto más alto de la comisaría. Sin embargo, Wallander supo apreciar su trabajo desde el principio, y esa primera impresión no se había modificado con el tiempo.
Eran ya las ocho y media cuando sonó el teléfono. Era Ebba, de recepción.
—¿Qué tal fue todo? —preguntó.
Wallander comprendió que se refería a lo del día anterior.
—La casa aún no se ha vendido, pero tarde o temprano se venderá.
—Te llamaba para preguntarte si puedes atender una visita guiada a las once —prosiguió Ebba.
—¿Una visita guiada en verano? —se extrañó Wallander.
—Bueno, en realidad, se trata de un grupo de oficiales de la Marina ya jubilados que se reúnen en Escania cada mes de agosto. Parece que han fundado una especie de asociación, a la que han puesto el nombre de «Los Osos del Mar».
Wallander recordó su visita al médico.
—Tendrás que pedírselo a otro. Yo estaré fuera de diez y media a doce.
—En ese caso, le preguntaré a Ann-Britt. Seguro que a los viejos mandos de la Marina les gusta la idea de una mujer policía.
—O tal vez les parezca justamente lo contrario —advirtió Wallander.
Pasadas las ocho, no había hecho otra cosa que balancearse en la silla y mirar por la ventana. El cansancio lo corroía por dentro, y le preocupaba lo que pudiera decirle el médico. ¿No serían el agotamiento y los calambres síntoma de que padecía alguna enfermedad grave?
Se levantó de la silla y atravesó el pasillo en dirección a una de las salas de reuniones. Martinson ya había llegado, con el pelo recién cortado y un buen bronceado. Wallander recordó aquella ocasión, hacía ya casi dos años, en que Martinson estuvo a punto de abandonar su carrera de policía. Habían atacado a su hija en el patio del colegio, precisamente porque su padre era policía. Sin embargo, se quedó. Para Wallander, Martinson seguía siendo el joven recién llegado a la comisaría, pese a que, en la actualidad, era uno de los que llevaba más años prestando servicio en Ystad.
Se sentaron e hicieron un comentario sobre el tiempo hasta que dieron las ocho y cinco.
—¿Dónde demonios está Svedberg? —se impacientó Martinson.
Su pregunta estaba justificada, ya que Svedberg era famoso por su puntualidad.
—¿Llegaste a hablar con él? —preguntó Wallander.
—Ya se había marchado cuando fui a buscarlo, pero le dejé un mensaje en el contestador.
Wallander señaló el teléfono que había sobre la mesa.
—Será mejor que vuelvas a llamar.
Martinson marcó el número.
—¿Dónde te has metido? Estamos esperándote… —Colgó el auricular y explicó—: En fin, le he dejado un mensaje en el contestador.
—Seguro que está en camino —dijo Wallander—. De todos modos, nosotros podemos empezar.
Martinson, tras rebuscar en un montón de papeles, le tendió a Wallander una postal. Era una fotografía aérea del centro de Viena.
—La familia Hillström encontró esta postal en su buzón el martes, el 6 de agosto. Como verás, Astrid Hillström dice que han decidido quedarse más tiempo del previsto, pero que están bien, y manda saludos de parte de todos. Además, le pide a su madre que llame a los padres de los demás y les diga que todo va bien.
Wallander leyó la postal y la dejó sobre la mesa. La letra redondilla le recordó la de Linda.
—O sea, que Eva Hillström vino a traerla, ¿no es así?
—Literalmente, entró como una tromba en mi despacho. Ya sabíamos que estaba algo nerviosa, pero esta vez fue mucho peor. Es evidente que está aterrada, y convencida de tener razón.
—¿En qué cree tener razón?
—En el hecho de que ha ocurrido algo y de que no fue su hija quien escribió esa postal.
Wallander reflexionó un instante antes de preguntar:
—¿Qué le hace pensar tal cosa? ¿La letra? ¿La firma?
—La letra se parece a la de Astrid, pero, según su madre, no es difícil de imitar. Lo mismo ocurre con la firma. Y, la verdad, es cierto.
Wallander echó mano de un bloc de notas y un bolígrafo. Le llevó menos de un minuto copiar la letra y la firma de Astrid Hillström. Apartó el bloc de notas antes de proseguir.
—Vamos a ver. Eva Hillström vino a verte muy preocupada. Y es comprensible, pero, si no fue la letra, ni tampoco la firma, ¿qué fue entonces lo que la puso nerviosa?
—No supo decírmelo.
—Pero ¿tú le preguntaste?
—No recuerdo si fue algo relacionado con el vocabulario empleado, o con la manera de expresarse… Yo le hice todo tipo de preguntas, pero ella no sabía a ciencia cierta qué contestar; lo único que tenía claro era que su hija no había escrito esta postal.
Wallander hizo una mueca al tiempo que meneaba la cabeza.
—Algo debió de llamarle la atención.
Se miraron el uno al otro.
—¿Recuerdas lo que me dijiste el otro día? ¿Eso de que tú mismo empezabas a preocuparte? —inquirió Wallander.
Martinson asintió.
—Sí, hay algo que no encaja, pero no sé muy bien el qué.
—Formula la pregunta de otro modo —sugirió Wallander—. Imagínate que es cierto que no han salido a hacer ese viaje imprevisto. Entonces, ¿qué puede haber ocurrido? ¿Quién escribe las postales? Sabemos que sus pasaportes no están, y tampoco sus coches. Eso ya lo hemos comprobado.
—Sí, claro. Lo más seguro es que esté equivocado —admitió Martinson—. Probablemente Eva Hillström me contagió su inquietud.
—Es normal que los padres se preocupen por sus hijos —aclaró Wallander—. ¡Si tú supieras cuántas veces me pregunto qué estará haciendo Linda! Sobre todo cuando me llegan postales de los lugares más extraños del mundo.