Pigmalión (15 page)

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Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

BOOK: Pigmalión
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Fue el coronel el que finalmente resolvió el problema después de mucho reflexionar. Un día le preguntó a Elisa, con cierta timidez, si había renunciado completamente a su idea de poner una tienda de flores. Ella contestó que había pensado en ello, pero luego se lo había quitado de la cabeza, porque el coronel, aquel día, en casa de mistress Higgins, había dicho que nunca daría resultado.

El coronel confesó que cuando tal dijo estaba todavía bajo la impresión aplastante del día anterior. Por la noche hablaron del asunto a Higgins. Lo único que dijo fue una cosa que a poco enfadó seriamente a Elisa; que Freddy sería un botones ideal para hacer los recados de la tienda.

Luego hablaron de ello al mismo Freddy. Éste dijo que también él había pensado en una tienda, en vista de los pocos recursos de que disponían, una tiendecita en la que Elisa por un lado podría vender tabaco, y él, por el otro, periódicos. Pero confesó que sería extraordinariamente bonito ir todos los días temprano con Elisa a Covent Garden y vender flores en el sitio donde se habían encontrado la primera vez: un sentimiento que le valió muchos besos de su mujer. Añadió que siempre le había asustado el proponer cualquier cosa por el estilo, porque Clara armaría un escándalo de mil demonios ante un paso que perjudicaría sus probabilidades matrimoniales, y a su madre tampoco le había de gustar por considerarlo un descenso en la escala social.

La dificultad desapareció a consecuencia de un acontecimiento nada esperado por la madre de Freddy. Clara, en el curso de sus incursiones a los círculos artísticos, que eran los más altos a su alcance, descubrió que su conversación era una especie de reflejo de las ideas expuestas en las novelas de míster H. G. Wells.

Como esto le proporcionó cierto éxito, pidió prestadas dichas novelas a todos sus conocidos, y se las tragó todas en un espacio de dos meses. El resultado fue una de esas conversaciones como no son raras hoy día. Un moderno relato de los
Actos de los Apóstoles
llenaría cincuenta biblias compuestas si alguien fuese capaz de escribirlo.

La pobre Clara, que se presentó a los ojos de Higgins y su madre como una persona desagradable y ridícula, y a los de su propia madre como un en cierto modo inexplicable fracaso social, no se había visto nunca bajo luz alguna, porque, hasta cierto grado ridiculizada y parodiada en West Kensington, como lo es allí todo bicho viviente, era aceptada como una especie de ser humano racional y normal…, hasta inevitable. Cuando más, la llamaban ambiciosa, sin darse cuenta de que ella misma no sabía lo que quería. En el fondo era una desgraciada. Su desesperación iba creciendo con el transcurso del tiempo. Su único título, el hecho de que su madre era lo que los tenderos de Epson llamaban una señora de carruaje, no tenía valor mercantil, por lo visto, y le impidió ir a un colegio, pues el único colegio que podría haber frecuentado era uno en que se hubiese educado con las hijas de los verduleros de Earlscourt.

Buscó la sociedad de la clase a que pertenecía su madre, y esta sociedad sencillamente la rechazó porque ella era mucho más pobre que una verdulera, y, lejos de poder tener una doncella, no podía tener siquiera una criada para todo, y tenía que arreglárselas con una asistenta de pocas horas diarias.

En tales circunstancias era difícil que tuviera algo de los aires de Largelady Park. Y, sin embargo, su tradición le hacía mirar un casamiento con cualquier joven de posición modesta como una humillación insoportable. Los hombres pertenecientes al comercio o a una carrera profesional modesta, le eran odiosos. Corría detrás de pintores y novelistas; pero a éstos no les encantaba, y su manía de emplear términos artísticos y literarios y ejercer la crítica los irritaba.

En resumidas cuentas: era una completa fracasada, ignorante, incompetente, pretenciosa, cursi y sin un cuarto; y aunque no admitía tales descalificaciones (porque nadie se quiere confesar a sí mismo tan desagradables verdades), sentía sus efectos con demasiada frecuencia para estar satisfecha de su posición.

Hubo quien abrió los ojos a Clara de un modo sorprendente, y fue una muchacha que despertó su entusiasmo y admiración y suscitó en ella un vehemente deseo de tomarla por modelo y ganarse su amistad. Cuál no fue su sorpresa cuando descubrió que esa joven tan superior venía del arroyo, desde el que había sabido elevarse a su actual altura en un espacio de pocos meses. Le chocó tan violentamente, que cuando míster H. G. Wells la levantó sobre la punta de su potente pluma y la colocó en el ángulo visual desde el cual la vida que estaba llevando y la sociedad a la que se pegaba aparecían en su verdadera relación con las necesidades humanas y la verdadera estructura social, efectuó una conversión y una convicción de pecado comparables a las hazañas más sensacionales del general Booth o de Gipsy Smith.

El
snobismo
de Clara se hizo añicos. La vida, de repente, empezó a circular en ella. Sin saber cómo ni por qué, empezó a hacerse amigos y enemigos. Algunos de los conocidos, para los que había sido una pelmaza ridícula o indiferente, rompieron sus relaciones con ella; otros, en cambio, se hicieron más cariñosos.

Con gran extrañeza suya fue viendo que algunas personas “muy simpáticas” eran asiduos lectores de Wells, y que en la admiración de esas ideas estribaba el secreto de sus simpatías. Otras personas a las que había creído profundamente religiosas y con las que nunca había logrado tener relaciones amistosas, fingiéndose religiosa, se le hicieron de repente muy amigas y revelaron una hostilidad a la religión convencional como nunca la hubiese creído posible, excepto en caracteres completamente desesperados. Le hicieron leer a Galsworthy, y Galsworthy le explicó la vanidad de Largelady Park y acabó de convencerla. La exasperó el pensar que la mazmorra en la que había gemido tantos años había estado sin cerrar durante todo el tiempo; que los impulsos con los que había luchado con tanto cuidado y que había reprimido con el solo fin de quedar bien con la sociedad, eran precisamente aquellos por los cuales únicamente había logrado ponerse en contacto sincero con el resto de la Humanidad.

En el entusiasmo de estos descubrimientos y en el tumulto de su reacción hizo el ridículo con tanta evidencia, como cuando en el salón de la señora Higgins excitaron su admiración los desplantes de Elisa. Porque la recién nacida wellsiana hubo de adquirir nuevos modales y expresiones casi tan ridículamente como un niño que empieza a andar y a hablar. Pero nadie odia a un niño por sus torpezas naturales; se perdonan y hasta hacen gracia. Clara no perdió amistades por sus tonterías. Se rieron de ella en su cara, y tuvo que defenderse y que luchar lo mejor que pudo.

Cuando Freddy fue a Earlscourt (lo que nunca hacía cuando podía evitarlo) para hacer la desolada comunicación de que Elisa y él estaban pensando deshonrar el escudo de Largelady por abrir una tienda, encontró el exiguo hogar totalmente revuelto por una anterior comunicación de Clara, de que también ella se había colocado en una tienda de muebles antiguos situada en Dover Street, que había abierto una amiga wellsiana. Este empleo Clara lo debía, después de todo, a sus antiguas aficiones a rozarse con gente literaria. Se había empeñado en conocer personalmente a míster Wells, y la suerte quiso que en una
garden-party
tuviera ocasión de acercarse a él.

Quedó encantada de su entrevista con él. La edad no le había desecado, y su conversación, que duró media hora, era de las más variadas y agradables. Su modo de expresarse, conciso y elegante; sus manos finas, sus pies pequeños, sus dichos agudos y sugestivos; su accesibilidad, su cortesía sin rastro de afectación, derramaban sobre su personalidad un encanto irresistible. Clara no habló de otra cosa durante largas semanas después. Y como por casualidad habló de ello con la dueña de la tienda de antigüedades antes aludida, y esa señora también deseaba más que nada conocer a míster Wells y venderle cachivaches bonitos, le ofreció a Clara un empleo de vendedora con el fin de lograr su deseo por intermedio de ella.

Y así sucedió que la suerte de Elisa se consolidó, y la esperada oposición a su proyecto se desvaneció. La tienda de flores está en los soportales de una estación de ferrocarril, no muy lejos del Victoria and Albert Museum, y si vivís por aquellos alrededores, tal vez algún día entréis allí y compréis de manos de Elisa una flor para el ojal.

Ahora aquí se ofrece una última oportunidad para una novela: ¿No os gustaría saber que la tienda de flores fue un éxito inmenso, gracias a los encantos de Elisa y a su experiencia adquirida anteriormente en Covent Garden? Desgraciadamente, la verdad es la verdad. La tienda dio resultados económicos deplorables, sencillamente porque Elisa y su Freddy no entendían el negocio.

Es verdad que Elisa no tuvo que empezar desde el principio; conocía los nombres y los precios de las flores baratas, y se puso indeciblemente orgullosa al encontrarse con que Freddy, con su miaja de instrucción secundaria, sabía un poco de latín. Era muy poco, pero suficiente para hacerle aparecer a los ojos de ella como un Porsón o un Bentley, y facilitarle el conocimiento de la nomenclatura botánica.

Desgraciadamente, no sabía más, y Elisa, a pesar de saber contar el dinero hasta dieciocho chelines, poco más o menos, y haber adquirido cierta familiaridad con el lenguaje de Milton, por lo que había trabajado con objeto de hacerle a Higgins ganar su apuesta, no era capaz de escribir una factura sin desacreditar el establecimiento.

La erudición de Freddy, que le permitía decir de carretilla en latín que Balbus construyó un muro y que Galia estaba dividida en tres partes, no le servía para nada en cuanto a la contabilidad. El coronel Pickering tuvo que explicarle lo que era un talonario de cheques y una cuenta corriente. Y a la pareja no había medio de enseñarle otras cosas. Ni uno ni otro comprendían que podrían haber ahorrado dinero tomando un contable con algún conocimiento de los negocios.

¿Cómo era posible ahorrar haciendo un gasto extraordinario, cuando sin hacerlo no podían salir de apuros? Pero el coronel, que no cesaba de ayudarlos con subvenciones, por fin se empeñó en que tomasen el contable; y Elisa, humillada hasta lo indecible por tener que acudir tantas veces a la generosidad del coronel, y excitada por las carcajadas de Higgins al pensar que Freddy no podía tener éxito en cosa alguna, se dio por fin cuenta de que el comercio, lo mismo que la fonética, tiene que aprenderse metódicamente.

Permitidme que no insista en el lamentable espectáculo de la pareja pasándose las primeras horas de la noche en escuelas de taquigrafía y clases politécnicas, aprendiendo teneduría de libros y mecanografía con personas mucho más jóvenes que ellos y hasta con chiquillos de uno y otro sexo. Fueron también a la Escuela de Economía de Londres y se dirigieron humildemente al director de ella solicitando cursos especiales para aprender el negocio de la venta de flores.

Como aquel señor era un humorista, les explicó el método del famoso ensayo sobre la metafísica china, del que cuenta Dickens haber sido escrito por un caballero que primero leyó un artículo sobre China y luego otro sobre metafísica y combinó la información. Les propuso que combinaran los cursos de su escuela con los paseos por los jardines de Kew. Elisa, a la que el procedimiento del caballero ensayista pareció perfectamente correcto (como en realidad fue) y nada raro (la pobre era tan ignorante), aceptó el consejo con entera seriedad.

Pero el esfuerzo que le costó la mayor humillación fue una petición a Higgins, cuya afición principal, después de los versos de Milton, era la caligrafía, y que tenía una hermosísima letra italiana, para que él le enseñara a escribir. Declaró que ella era congénitamente incapaz de formar una sola letra digna de la más ínfima de las palabras de Milton; pero ella insistió; y al punto se lanzó a la tarea de enseñarle con una combinación de impetuosa intensidad, comprimida paciencia y ocasionales arranques de interesante disquisición sobre la hermosura y nobleza, la augusta misión y finalidad de la escritura manual.

Elisa terminó teniendo una letra absolutamente nada comercial, que era una positiva prolongación de su hermosura personal, y gastando tres veces más de lo necesario en material de escritorio, porque ciertas calidades y tamaños de papel se le habían hecho indispensables. No podía siquiera escribir un sobre del modo usual, porque no le cabían en él las señas dado el tamaño de su letra.

Sus estudios comerciales fueron para la joven pareja una época de desgracia y desesperación. Les parecía que no aprendían nada de la venta de flores. Finalmente, dejaron dichos estudios por inútiles y renunciaron para siempre a la taquigrafía, la mecanografía y demás materias de la Escuela de Artes y Oficios. El caso es que el negocio, de un modo algo misterioso, empezó a marchar por sí solo. Se habían olvidado de su anterior aversión y emplearon servicios ajenos. Concluyeron por convencerse de que tenían un talento notable para el comercio.

El coronel, que durante algunos años les había tenido una cuenta corriente abierta en su Banco para cubrir el déficit, se encontró un día con que la precaución era innecesaria, pues la joven pareja iba prosperando. Bien es verdad que tenían ciertas ventajas de que no disfrutaban sus competidores. Sus
week-ends
en el campo no les costaban nada y les ahorraban las comidas del domingo, pues las excursiones se hacían en el automóvil del coronel, y éste e Higgins pagaban las cuentas de los hoteles. Míster F. Hill, florista y verdulero (pronto descubrieron que se ganaba dinero vendiendo espárragos y otras verduras), era en el mercado y en la tienda el industrial clásico, pero en la vida particular y los días de asueto volvía a ser el señor Eynsford Hill. Todos, entonces, le tomaban por un aristócrata, pues nadie, fuera de Elisa, sabía que su verdadero nombre era sencillamente Federico Challoner. Elisa misma parecía haberlo olvidado.

Eso es todo. Así termina la historia. Es extraño lo mucho que Elisa trata de intervenir en casa de los solterones de Wimpole Street, a pesar de lo que la ocupan su tienda y su propia casa. Y es de ver, aunque nunca regaña con su marido y sinceramente quiere al coronel como si ella fuera su hija favorita, cómo no puede perder la costumbre, adquirida aquella noche fatal en que le hizo ganar su apuesta, de reñir acaloradamente con Higgins.

Cualquier pretexto le sirve para armar una gresca contra éste. Éste ya no se atreve a hacerla rabiar, rebajando a Freddy y echando en cara su inutilidad. Chilla y patea y dice palabras gruesas; pero ella se las tiene tiesas, hasta el punto de que a veces el coronel tiene que rogarle ser menos brusca con Higgins, y ésas son las únicas veces en que ella le pone ceño al coronel. Nada, excepto algún acontecimiento o alguna desgracia bastante grande para hacer desaparecer todos los quereres y todas las antipatías —y Dios quiera que nunca haya semejante cosa—, podrá cambiar esto.

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