HIGGINS
.—No dijimos más que estábamos cansados y que deseábamos ir a la cama. ¿No es verdad, Pickering?
PICKERING
.—
(Encogiéndose de hombros.)
Claro, hombre.
MISTRESS HIGGINS
.—
(Irónica.)
¿Nada más?
PICKERING
.—Nada más, señora.
MISTRESS HIGGINS
.—¿No le dijeron que lo había hecho bien? ¿No le expresaron su admiración?
HIGGINS
.—Eso ya lo sabía ella. ¿Para qué largos discursos?
PICKERING
.—
(Con algún remordimiento.)
En realidad, estuvimos algo desconsiderados. ¿Está muy enfadada?
MISTRESS HIGGINS
.—
(Volviendo a su silla del escritorio.)
¿Que si está? Me temo que no vuelva a pisar la casa de ustedes. Sobre todo ahora, que míster Doolitle está en una posición que le permite darle el lujo a que la han acostumbrado ustedes. Sin embargo, dice que está dispuesta a perdonarlos y a tratarlos amistosamente cuando los encuentre.
HIGGINS
.—
(Furioso.)
¡Habrase visto! ¡Vamos!
MISTRESS HIGGINS
.—Si te reportas, Enrique, y me prometes guardarle todos los debidos respetos, le mandaré recado para que se presente. Si no, lo mejor será que no se vuelvan a ver.
HIGGINS
.—¡Oh! Muy bien, muy bien, Pickering. Repórtese y trate con el mayor respeto a esa pindonga que hemos recogido en el lodo.
(Se deja caer enfadado en una silla.)
DOOLITLE
.—
(Reconviniéndole.)
Hombre, hombre, no tanto. Eso del lodo me parece un poco fuerte. No olvide que ahora pertenezco a la clase pudiente.
MISTRESS HIGGINS
.—Cuidado con las palabras que se dicen, Enrique.
(Oprime el timbre eléctrico del escritorio.)
Míster Doolitle, ¿quiere usted hacer el favor de retirarse al balcón un momento? No quisiera que Elisa experimentara la sorpresa que le ha de producir su metamorfosis antes que se haya explicado con estos dos caballeros. Dispense.
DOOLITLE
.—Con mucho gusto, señora. Haré todo lo que se quiera con tal de quitarme de encima a la niña.
(Entra en el balcón. La
DONCELLA
acude a la llamada del timbre.
PICKERING
se sienta en la silla dejada vacante por
DOOLITLE
.)
MISTRESS HIGGINS
.—Dígale a miss Doolitle que haga el favor de bajar.
DONCELLA
.—Voy, señora.
MISTRESS HIGGINS
.—Ahora, Enrique, sé bueno.
HIGGINS
.—Me portaré muy bien, descuida.
PICKERING
.—Creo, señora, que no llegará la sangre al río.
(Una pausa.
HIGGINS
se echa para atrás, en el respaldo, con las manos en los bolsillos y las piernas extendidas, y empieza a silbar.)
MISTRESS HIGGINS
.—Querido, no tienes aspecto de persona muy agradable en esa actitud.
HIGGINS
.—
(Sentándose correctamente.)
Mamá, yo no tengo empeño en parecerle amable.
MISTRESS HIGGINS
.—Bueno, no importa. Lo he dicho para hacerte hablar.
HIGGINS
.—No comprendo.
MISTRESS HIGGINS
.—Pues porque no puedes silbar cuando hablas.
(
HIGGINS
gruñe. Otra pausa.)
HIGGINS
.—¿Dónde, caramba, está esa mequetrefe? ¿Vamos a esperarla todo el día?
(Entra
ELISA
, alegre, dueña de sí misma, con aplomo extraordinario. Trae entre manos una canastilla de labores y está como en su casa.
PICKERING
se queda tan sorprendido, que, sin moverse de su silla, la mira con la boca abierta.)
ELISA
.—¡Hola, míster Higgins! ¿Cómo está usted? ¿Ha pasado buena noche?
HIGGINS
.—
(Tragando saliva, como ahogándose.)
Que si he pasado…
ELISA
.—Claro, usted siempre duerme perfectamente. ¡Cuánto me alegro, míster Pickering, de verle por aquí!
(Él se levanta apresuradamente y se dan la mano.)
Vaya un calorcito que está haciendo, ¿verdad?
(Se sienta en el sofá junto al sitio que él ocupara. Él se sienta nuevamente.)
HIGGINS
.—Guárdate para otra ocasión todas esas lecciones que has aprendido de mí. Vente con nosotros a casa y no te metas en más músicas.
(
ELISA
saca de su canastilla una labor y empieza a bordar como si no hubiese oído estas últimas palabras.)
MISTRESS HIGGINS
.—Muy bien dicho, Enrique. Ninguna mujer podrá negarse a tan fina invitación.
HIGGINS
.—Tú déjala, mamá, que hable por sí sola. Ya verás si tiene una sola idea que no haya metido yo en su cabeza o si dice una palabra que no haya puesto yo en su boca. Cuando te digo que soy yo el autor de esto que ves ahora, y antes era una partícula de hez de Covent Garden… Lo que me hace gracia es que ahora quiere dársela de gran señora delante de mí.
ELISA
.—
(Trabajando con ahínco y aparentando no hacer caso de lo que dice
HIGGINS
.)
¿Tampoco usted, señor Pickering, querrá ya trato conmigo, ahora que se terminó el experimento?
PICKERING
.—¡Por Dios, Elisa, no hable usted así! Me ofende el que lo llame experimento.
ELISA
.—Como no soy más que una partícula de la hez…
PICKERING
.—
(Impulsivo.)
¡Eso, no!
ELISA
.—
(Prosiguiendo con calma.)
Pero tantos favores le debo, señor coronel, que sentiría mucho que usted me olvidara del todo.
PICKERING
.—¿Yo olvidarla? Nunca.
ELISA
.—No lo digo porque usted haya pagado mis trajes. Sé que usted es generoso con todo el mundo. Lo que quiero decir es que de usted fue de quien aprendí modales finos y a ser señora. Si sólo hubiera tenido delante los ejemplos del señor Higgins, no sé lo que hubiese resultado. Me crié para haber tenido modales iguales a los suyos; era incapaz de dominarme a mí misma y soltaba palabras feas a troche y moche. Nunca hubiera sabido que la gente bien educada no se porta así, de no haberlos visto.
HIGGINS
.—¡Vamos!
PICKERING
.—No haga usted caso; es así su manera de ser; pero no tiene mal fondo, dice las cosas sin intención.
ELISA
.—¡Oh! Yo tampoco decía las cosas con intención cuando era florista ambulante. Pero las decía, y es lo que hace la diferencia entre una persona bien educada y otra mal educada.
PICKERING
.—Bueno; pero, de todos modos, no negará usted que Higgins le enseñó a usted a hablar con propiedad, cosa que yo no podría haber hecho.
ELISA
.—Naturalmente, como que es la profesión de míster Higgins.
HIGGINS
.—
(Tascando el freno.)
¡Demonios!
ELISA
.—Es lo mismo que enseñar los bailes de moda. No hubo más. Pero ¿sabe usted lo que inició mi verdadera educación?
PICKERING
.—¿Qué?
ELISA
.—
(Interrumpiendo su labor por un momento.)
Fue el llamarme usted señorita el primer día que me instalé en casa de ustedes. Esto fue el principio del respeto a mí misma.
(Reanudando su labor.)
Y luego fueron cien cosas pequeñas en que usted no se fijaba porque le eran naturales, como el quitarse el sombrero en la habitación, saludar al entrar y dejarme la derecha al cruzarse conmigo en el pasillo.
PICKERING
.—¡Por Dios! Eso es natural.
ELISA
.—En fin, cosas que demostraban que usted me consideraba un poco más que a una fregona, aunque creo que usted se hubiera portado lo mismo con una fregona desde el momento que a ésta la hubiera admitido en el salón. Nunca, estando yo presente, se quitó usted las botas en el comedor.
PICKERING
.—No haga usted caso. Higgins se quita las botas en cualquier sitio.
ELISA
.—Ya lo sé. No me quejo de ello. Es su manera de ser, claro. Pero, para mí, constituía una diferencia muy grande el que usted no lo hiciera. La verdad, mire usted: fuera de las cosas que cualquiera pueda aprender en un periquete, el vestir, el modo de hablar, etcétera, la diferencia entre una dama y una mujer del arroyo no está tanto en cómo se porta…, sino en cómo es tratada. Para el señor Higgins, yo siempre seré una mujer de la calle; pero para usted podré ser una dama, porque siempre me ha tratado y me tratará como a una dama.
MISTRESS HIGGINS
.—
(A su hijo, que hace crujir la silla por su modo de impacientarse.)
No me rompas la silla, Enrique.
PICKERING
.—Favor que usted me hace, señorita.
ELISA
.—Me gustaría que usted me llamara Elisa.
PICKERING
.—Como usted quiera.
ELISA
.—Y que el señor Higgins me llamara señorita.
HIGGINS
.—¡Como no te untes!
MISTRESS HIGGINS
.—¡Por Dios, Enrique, no seas incorregible!
PICKERING
.—
(Riendo.)
¿Por qué no le contesta usted en el mismo lenguaje? Le estará bien empleado.
ELISA
.—No puedo. Parece mentira, no acierto ya. La noche pasada tropecé con una muchacha, antigua conocida, y traté de hablarle en la lengua del arroyo; pues no me fue posible. Se quedó con la boca abierta, sin comprenderme. Usted me dijo una vez que, cuando a un niño se le traslada a un país extranjero, en pocas semanas aprende la lengua de dicho país y olvida la suya. Pues a mí me ha pasado algo de eso. Para mí el país extranjero fue mi nuevo ambiente. Olvidé mi antiguo lenguaje, y sólo hablo ya el de ustedes. Tal vez al poco de dejarlos…
PICKERING
.—
(Muy alarmado.)
Pero, ¡cómo!, supongo que volverá con nosotros a casa. Perdonará usted a Higgins.
HIGGINS
.—
(Levantándose.)
¡Perdonarme ella, vamos! Ya me va a mí jorobando este asunto. Déjela usted que se vaya con viento fresco. Que vuelva al arroyo, del que jamás debiera haber salido.
(
DOOLITLE
aparece saliendo del balcón del centro. Con una mirada de orgulloso reproche a
HIGGINS
, se acerca despacio y silenciosamente a su hija, la que, vuelta de espaldas, no advierte su presencia.)
PICKERING
.—No haga usted caso, Elisa. Él mismo sabe que no es verdad lo que dice.
ELISA
.—No, no he de volver al arroyo. He aprendido demasiado bien su lección. Creo que me sería imposible emitir una sola voz de las del arroyo.
(
DOOLITLE
la toca en el hombro. Ella se queda parada y pierde todo el dominio al ver el esplendor de su padre.)
¡Anda Dios, aaaayyyyy!
HIGGINS
.—
(Con un suspiro de triunfo.)
¡Ah, ya!
(Imitando perfectamente.)
¡Anda Dios, aaaayyyyy!… Lo dicho: la cabra siempre tira al monte.
(Se sienta sonriendo sardónicamente.)
DOOLITLE
.—No desprecie usted a la chica, que vale más que otras.
(A
ELISA
.)
No me mires así, Elisa. No es culpa mía si he venido a más.
ELISA
.—Por lo visto, has sableado a un millonario.
DOOLITLE
.—Cierto. Además, has de saber que éste es mi traje de boda. Dentro de una hora estaré en la iglesia de San Pablo para unirme en matrimonio con tu madrastra.
ELISA
.—
(Enfadada.)
Pero ¿es verdad? ¿Te vas a rebajar hasta casarte con esa mujer ordinariota?
PICKERING
.—Es su deber, Elisa.
(A
DOOLITLE
.)
¿De modo que la señora ha cambiado de ideas? ¿También se ha dejado avasallar?
DOOLITLE
.—También se ha dejado avasallar. ¡Ah! La moralidad de la clase pudiente pide sus víctimas. Ponte el sombrero, Elisa, vente conmigo si quieres presenciar el sacrificio.
ELISA
.—Si el señor coronel cree que es mi obligación, iré y me aguantaré, aunque milagro será que no tenga que oír algo desagradable.
DOOLITLE
.—No tengas cuidado. Ya no suelta palabrotas la pobre mujer; desde que ha ingresado en la escuela burguesa se le han quitado los bríos.
PICKERING
.—
(Oprimiendo suavemente el codo de
ELISA
.)
Sea usted amable con ellos, Elisa, que será lo mejor.
ELISA
.—
(Sonriendo, a pesar de la molestia que le causa el asunto.)
Bien; para que vean que no soy rencorosa. En cuanto termine la ceremonia, me tienen ustedes aquí.
(Vase.)
DOOLITLE
.—
(Sentándose al lado de
PICKERING
.)
Señor coronel, debo confesar que esa ceremonia me inspira un miedo cerval, digámoslo así. Si usted fuera tan amable de acompañarme, me daría ánimo.
PICKERING
.—Pero, hombre, no es la primera vez. Se casó usted con la madre de Elisa.
DOOLITLE
.—¿Quién se lo ha dicho a usted?
PICKERING
.—Nadie; pero yo creí…
DOOLITLE
.—Pues mal creído, señor coronel. Esas son costumbres burguesas. En la clase baja, las uniones se hacen con menos complicaciones. Pero no diga nada a Elisa. Ella lo ignora, y yo siempre he tenido algún reparo en decírselo.
PICKERING
.—Está bien, descuide.
DOOLITLE
.—¿Y me hará usted el favor de asistir a la bendición de mi matrimonio?
PICKERING
.—Tendré el gusto… en cuanto cabe en un solterón.
MISTRESS HIGGINS
.—Yo también iré, míster Doolitle.
DOOLITLE
.—Para mí será un honor muy grande, señora. También mi pobrecita mujer se alegrará mucho. Está tan abatida pensando en que ya se acabaron los buenos tiempos…
MISTRESS HIGGINS
.—
(Levantándose.)
Pues voy a pedir el coche y a vestirme.
(Los hombres se levantan, menos
HIGGINS
.)
En menos de un cuarto de hora estaré lista.
(En el momento de salir ella entra
ELISA
, con el sombrero puesto y abrochando sus guantes.)
Elisa, voy yo también a la iglesia para presenciar la boda de su padre. Podrá usted ir conmigo en mi coche. El señor Pickering podrá tomar otro para acompañar al novio.
(
MISTRESS HIGGINS
sale.
ELISA
avanza hacia el centro de la habitación y se acerca al sofá.
PICKERING
se acerca a ella.)