Maigret no era capaz de traducir el texto manuscrito. Observó únicamente que una frase, que reaparecía en varias cartas, estaba vigorosamente subrayada.
Metió los documentos en sus bolsillos y, por escrúpulos de conciencia, se dispuso a un último examen del lugar.
La habitación llevaba demasiado tiempo ocupada por una misma persona para que no hubiera perdido su anonimato de habitación de hotel.
En los mejores objetos, en las manchas del papel pintado de las paredes y de la misma ropa de cama, podía leerse la historia completa de Anna Gorskin.
Por doquier aparecían cabellos, espesos y grasos como los de una asiática.
Centenares de colillas de cigarrillos. Cajas con pastas secas y pedazos de galleta por el suelo. Un botellín de gengibre. Una gran lata de conservas que contenía los restos de un
confit d'oie
de una marca polaca. Caviar.
Vodka, whisky, un pequeño recipiente que Maigret olisqueó y que contenía un resto de opio sin preparar, en hojas prensadas.
Media hora después, en la Prefectura, le tradujeron las cartas y él retenía al vuelo frases como:
«Las piernas de tu madre se hinchan cada vez más…»
«A tu madre le gustaría saber si todavía se te hinchan los tobillos cuando has caminado mucho, porque cree que padeces la misma enfermedad que ella…»
«Estamos bastante tranquilos, aunque la cuestión de Vilna no se haya resuelto. Nos encontramos atrapados entre los lituanos y los polacos. Tanto unos como otros detestan a los judíos…»
«¿Puedes buscar información sobre Monsieur Levassor, Rue d'Hauteville 65, que me encarga pieles, pero que no me da referencias bancarias?…»
«Cuando hayas terminado tus estudios, tendrás que casarte y ocuparte con tu marido del negocio. Tu madre ya no me sirve de nada…»
«Tu madre ya no abandona su sillón. Su carácter se vuelve imposible. Tendrías que volver…»
«El hijo de Goldstein, que llegó hace unos quince días, dice que no estás matriculada en la Universidad de París. Le he contestado que era falso y…»
«Hubo que hacerle punciones a tu madre, quien…»
«Te han visto en París en compañía de personas que no te convienen. Quiero saber qué ocurre…»
«Siguen dándome malos informes sobre ti. Tan pronto como el negocio me lo permita, iré a verte yo mismo…»
«Si no fuera por tu madre, que no quiere quedarse sola y a la que el médico ha desahuciado, iría a buscarte inmediatamente. Te ordeno que vuelvas…»
«Te hago llegar quinientos
zloty
para que tomes el tren…»
«Si no vuelves antes de un mes, te maldigo…».
Después, más detalles sobre la pierna de la madre. Y la reproducción de un relato hecho por un estudiante judío, de regreso a Vilna, sobre la vida de la joven en París.
«Si no regresas inmediatamente, todo ha terminado entre nosotros…»
Finalmente, una última carta.
«¿Cómo puedes vivir desde hace un año sin que yo te mande dinero? Tu madre es muy desdichada. Y me hace responsable a mí de todo lo que ocurre…»
El comisario Maigret no sonrió ni una sola vez. Dejó los documentos en su cajón, que cerró con llave, redactó unos cuantos telegramas y se fue al patio de la prisión preventiva.
Anna Gorskin había pasado la noche en la celda común.
Pero el comisario había ordenado que la trasladaran finalmente a una celda individual, de la que abrió la mirilla. Anna Gorskin, sentada en un taburete, no se inmutó, volvió lentamente la cabeza hacia la puerta y miró a Maigret esbozando una mueca despreciativa.
Él entró y la observó durante un buen rato sin decir nada. Sabía que no valía la pena utilizar la astucia, plantear esas preguntas desviadas que arrancan a veces una confesión involuntaria.
Ella tenía demasiada sangre fría como para dejarse atrapar en ese tipo de trampas, y con ello el investigador sólo conseguiría perder su prestigio.
Se limitó a mascullar:
—¿Confiesas?
—¡Nada!
—¿Sigues negando que mataste a Mortimer? niego!
—¿Niegas haber comprado un traje gris para tu cómplice?
—¡Lo niego!
—¿Niegas que se lo mandaste a su habitación en el Majestic al mismo tiempo que una carta en la que le anunciabas que ibas a matar a Mortimer y lo citabas fuera del hotel?
—¡Lo niego!
—¿Qué hacías en el Majestic?
—Buscaba la habitación de Madame Goldstein.
—No hay ninguna mujer hospedada en el hotel que se llame así.
—Lo ignoraba.
—¿Y por qué te encontré, al escapar, un revólver en la mano?
—En el pasillo del primer piso, vi a un hombre que disparaba sobre otro y que luego dejaba caer su arma al suelo. La recogí por miedo a que la utilizara contra mí. Luego corrí para avisar al personal del hotel.
—¿Nunca habías visto a Mortimer?
—No.
—Sin embargo, estuvo en el Roi de Sicile.
—Hay sesenta huéspedes en el hotel.
—¿No conoces a Pietr el Letón, ni a Oppenheim?
—No.
—¡Eso no hay quien se lo crea!
—¡Me da igual!
—Encontraremos al comerciante que te vendió el traje gris.
—¡Que venga!
—He avisado a tu padre, en Vilna.
Ella se estremeció por primera vez. Pero al instante bromeó:
—Si usted quiere que se moleste, tendrá que pagarle el viaje, si no…
Maigret no se ponía nervioso, la miraba con una curiosidad no exenta de cierta simpatía. ¡Tenía agallas!
A primera vista, su declaración carecía de importancia. Los hechos parecían hablar por sí solos.
Pero, precisamente en estos casos, la policía casi siempre se ve impotente para oponer a las negativas del acusado una prueba material.
¡En este caso, no existía! El revólver era desconocido por los armeros de París. Así pues, nadie podía demostrar que pertenecía a Anna Gorskin.
¿Que estaba en el Majestic en el momento del crimen? En los grandes hoteles se entra y se circula como en la vía pública. Ella decía que buscaba a alguien.
A priori
, no era imposible.
Nadie la había visto disparar. No quedaba nada de la carta quemada por Pietr el Letón.
¿Presunciones? Podían reunir tantas como quisieran. Pero los tribunales, que llegan a desconfiar incluso de las pruebas más evidentes por miedo al fantasma del error judicial siempre aducido por la defensa, no condenan por presunciones.
Maigret jugó su última carta.
—Nos han informado de que el Letón está en Fécamp…
Esta vez consiguió que reaccionara. Anna Gorskin se alteró. Pero ella se dijo que le mentían, recuperó la calma y volvió a ensimismarse.
—Bueno, ¿y qué?
—Una carta anónima, que estamos comprobando, dice que se oculta en una casa, con un tal Swaan.
Ella levantó hacia él sus ojos oscuros, ahora graves, casi trágicos.
Maigret miró maquinalmente los tobillos de Anna Gorskin y comprobó que, tal como temía su madre, padecía hidropesía.
Sus cabellos ralos, que permitían vislumbrar el cuero cabelludo, estaban despeinados. Su traje negro, sucio.
Finalmente, un vello bastante acentuado sombreaba su labio superior.
De todos modos era hermosa, de una belleza vulgar, animal. Con las pupilas clavadas en el comisario, la boca desdeñosa, el cuerpo un poco encogido, hundido más bien por el instinto de peligro, gruñó.
—Si sabe todo eso, ¿para qué me interroga? —Un relámpago atravesó sus ojos, y añadió con una risa insultante—: ¡A no ser que tenga miedo de comprometerla a ella! Es eso, ¿verdad? ¡Ja, ja! A mí me da igual. Yo soy una extranjera, una chica que vive de cualquier modo en el gueto. ¡Pero ella…! Sí, pues…
Se disponía a hablar, impulsada por la pasión. Maigret, que se daba cuenta de que su atención podía alarmarla, adoptaba un aire indiferente, miraba hacia otro lado.
—Sí, pues nada. ¿Me oye? —gritó ella entonces—. ¡Váyase!, déjeme tranquila. Le digo que nada. ¡Na-da!
Y se arrojó al suelo, en un gesto imprevisible para Maigret, aún conociendo por experiencia a esta clase de mujeres.
¡Ataque de histeria! Estaba desfigurada. Sus miembros se retorcían y unos grandes escalofríos le sacudían el cuerpo.
Hermosa un instante antes, se había vuelto horrorosa, se arrancaba mechones de cabello sin preocuparse por el dolor.
Maigret no se inmutó. Era la centésima crisis del mismo tipo a la que asistía. Recogió del suelo el cántaro de agua. Estaba vacío.
Llamó a un vigilante.
—Llénelo en seguida.
A continuación derramó el agua fría sobre la cara de la joven judía que, jadeando, entreabrió ávidamente los labios y miró a Maigret sin reconocerlo, para caer después en un pesado sopor.
De vez en cuando, un escalofrío le recorría la piel.
Maigret arregló la cama colocada reglamentariamente contra la pared, estiró el colchón, delgado como una galleta, y levantó a Anna Gorskin con esfuerzo.
Lo hizo todo sin el menor asomo de rencor, con una dulzura de la que se le hubiera creído incapaz; cubrió las rodillas de la desdichada, le tomó el pulso y, de pie junto a su cabecera, la miró largo rato.
Vista así, tenía la cara fatigada de una mujer de treinta y cinco años. La frente, sobre todo, estaba surcada por finas arrugas que habitualmente no se distinguían.
Las manos, por el contrario, regordetas, con las uñas pintadas con un esmalte de mala calidad, eran delicadas.
Llenó la pipa con cuidadosos y lentos gestos del índice, como un hombre que no está demasiado seguro de lo que va a hacer. Durante unos instantes, se paseó por la celda cuya puerta había quedado entreabierta.
De repente se giró, asombrado, como sin prestar crédito a sus sentidos.
La manta acababa de cubrir el rostro de Anna Gorskin. Esta sólo era una masa informe debajo del algodón de un feo color gris.
Y esa masa se movía a un ritmo irregular. Prestando atención, se adivinaban sollozos sofocados.
Maigret salió sin hacer ruido, cerró la puerta, pasó delante del vigilante y luego, cuando hubo recorrido unos diez metros, retrocedió.
—¡Tráiganle algo de la Brasserie Dauphine! —dijo rápidamente con voz gruñona.
Maigret los leyó en voz alta al juez de instrucción Coméliau, que se mostraba aburrido.
El primero era una respuesta de Mistress Mortimer al telegrama que le anunciaba el asesinato de su marido.
«BERLIN. MODERN HOTEL. ENFERMA, MUCHA FIEBRE, IMPOSIBLE VIAJAR. STONES HARÁ LO NECESARIO».
Maigret esbozó una sonrisa amarga.
—¿Lo entiende? Aquí está, en cambio, el telegrama de la Wilhelmstrasse. Está en «polcod». Traduzco: «Mistress Mortimer llegada en avión, instalada en Modern Hotel, Berlín, donde encontró telegrama París al regreso teatro. Se metió en cama y mandó llamar doctor Pelgrad, norteamericano. Médico se escuda en secreto profesional. ¿Hay que imponer visita especialista? Personal hotel no observa ningún síntoma de enfermedad». Como usted ve, Monsieur Coméliau, esa dama no quiere ser interrogada por la policía francesa. Tenga en cuenta que yo no pretendo que sea la cómplice de su marido. Al contrario. Estoy convencido de que él le ocultaba casi la totalidad de sus asuntos. Mortimer no era un hombre de los que se confían a una mujer, y mucho menos a la suya. Pero, como mínimo, ella tiene en su haber un mensaje que, cierta noche, en el Pickwick's Bar, transmitió a un bailarín profesional que el Instituto de Medicina Legal conserva en hielo. Es posible que ésa fuera la única vez en que, forzado por la necesidad, Mortimer la utilizara.
—¿Y Stones? —preguntó el magistrado.
—Secretario principal de Mortimer. Se ocupaba de la conexión entre su jefe y los diferentes negocios que emprendía. En el momento del crimen, llevaba ocho días en Londres, instalado en el Victoria Hotel. Tomé la precaución de no advertirle, pero llamé a Scotland Yard para que lo vigilaran. Conviene tener en cuenta que, cuando la policía inglesa se presentó en el Victoria, la muerte de Mortimer sólo la conocían en Londres la redacción de los periódicos. Sin embargo, ¡el pájaro había volado! Stones, unos instantes antes de la llegada de los inspectores, se había largado.
El juez dejó caer una mirada sombría sobre el montón de cartas y de telegramas que llenaba su escritorio.
La muerte de un millonario es un acontecimiento que altera a miles de personas. Y el hecho de que Mortimer hubiera perecido de muerte violenta alarmaba a todos los que habían tenido negocios con él.
—¿Usted cree que debo dejar correr el rumor de un crimen pasional? —preguntó Monsieur Coméliau sin mucha convicción.
—Creo que sería prudente. Si no lo hace, comenzaría a crear pánico en la Bolsa y podría arruinar a algunas empresas honradas, empezando por las casas francesas que Mortimer acababa de sacar a flote.
—Evidentemente, pero…
—¡Espere! La embajada de Estados Unidos le pediría pruebas. ¡Y usted no las tiene! Yo tampoco.
El juez se limpió los cristales de las gafas.
—¿Ni siquiera para…?
—¡Nada! Espero noticias de Dufour, que está en Fécamp desde ayer. Deje que le hagan a Mortimer un buen entierro. ¿Qué importancia puede tener? Habrá discursos, delegaciones oficiales…
El magistrado llevaba cierto rato observando a Maigret con curiosidad.
—Tiene usted un aspecto extraño —comentó de repente.
El comisario sonrió y adoptó un tono confidencial:
—¡La morfina! —dijo.
—¿Cómo?
—¡No tema! ¡Todavía no soy un drogadicto! Una simple inyección en el pecho. Los médicos quieren quitarme dos costillas, dicen que es absolutamente necesario. ¡Pero es un trasiego interminable! Tengo que ingresar en una clínica, y pasar allí no sé cuantas semanas. Les he pedido sesenta horas de respiro. Parece que todo lo que arriesgo es una tercera costilla. ¡Dos más que Adán! ¡Vaya! Veo que también usted se está tomando la cosa a lo trágico. Se nota que no ha discutido la jugada con el profesor Cochet, el hombre que ha hurgado en el interior de casi todos los reyes y poderosos de este mundo. Le contaría, como a mí, que miles de personas viven con montones de cosas de menos en el cuerpo. Por ejemplo, al primer ministro de Checoslovaquia, Cochet le quitó un riñón, yo lo he visto. Me ha enseñado de todo, incluso pulmones, estómagos. Y en todas las partes del mundo, sus propietarios siguen dedicándose a sus asuntos. —Consultó la hora en el reloj y masculló para sus adentros—: Condenado Dufour…