Pietr el Letón (11 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

BOOK: Pietr el Letón
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—Ponga mi plato en su mesa, sí.

El otro se sofocó.

—¿En su…? ¡Es imposible! El comedor está desierto y…

—He dicho en su mesa.

El director no se dio por vencido y corrió detrás del policía.

—Piénselo. Provocará seguramente un escándalo. Puedo instalarle en otra mesa desde la que lo verá igual de bien.

—He dicho en su mesa.

Fue entonces, mientras caminaba por el vestíbulo, cuando descubrió que estaba cansado. Un cansancio sutil, que afectaba a todo su cuerpo, a todo su ser, carne y alma.

Se dejó caer en el sillón de bejuco de la mañana. Una pareja formada por una dama muy madura y un joven excesivamente atildado se levantó inmediatamente y la mujer, mientras agitaba nerviosamente sus impertinentes, pronunció de manera que la oyeran:

—Los hoteles de lujo están poniéndose imposibles. Mira eso…

¡«Eso» era Maigret, que ni siquiera sonrió!

La joven judía del revólver

—¡Sí! Hum… Es usted, ¿verdad?

—¡Maigret, sí! —suspiró el comisario, que había reconocido la voz del inspector Dufour.

—¡Silencio! En dos palabras, jefe… Ella, al lavabo. Bolso sobre la mesa. Me he acercado. Tiene revólver.

—¿Sigue ahí?

—Come.

Dufour, en la cabina telefónica, debía de tener el aspecto de un conspirador y esbozaba sin duda gestos cabalísticos y asustados. Maigret colgó sin decir nada. Carecía del valor de responder. Estos pequeños defectos, que habitualmente le hacían sonreír, entonces le dieron como náuseas.

El director se había resignado a poner un servicio delante del Letón quien, ya instalado, había preguntado al
maître
:

—¿A quién está destinado este cubierto?

—No lo sé, señor. Cumplo órdenes.

Y no había insistido. Una familia inglesa, compuesta de cinco personas, irrumpió en el comedor y le quitó un poco de su frialdad.

Maigret, abandonando su sombrero y su pesado abrigo en el guardarropa, cruzó la sala, hizo una pausa antes de sentarse, y llegó a esbozar una sombra de saludo.

Pero Pietr hizo como si no lo viera. Los cuatro o cinco aperitivos que había bebido habían quedado olvidados. Se comportaba con frialdad, era correcto y preciso en sus gestos.

Ni por un instante demostró el menor nerviosismo y, con la mirada lejana, sugería la imagen de un ingeniero preocupado por un problema técnico.

Bebía poco, pero había elegido uno de los mejores borgoñas de los últimos veinte años.

Comía sobriamente: tortilla a las finas hierbas, escalope y queso fresco.

Entre plato y plato, con ambas manos sobre la mesa, esperaba sin impaciencia, sin atender a lo que ocurría a su alrededor.

El comedor se llenaba.

—Se le está soltando el bigote —dijo de repente Maigret.

Él no rechistó; unos segundos después, se limitó a pasar descuidadamente dos dedos sobre sus labios. Era cierto, aunque todavía muy poco perceptible.

Al comisario, cuya calma era célebre en la Prefectura, le costaba algún esfuerzo mantener su sangre fría.

Y, el resto de la tarde, iba a verse sometido a duras pruebas.

Lo cierto es que no esperaba que el Letón, vigilado como estaba, osara tomar ninguna iniciativa comprometedora.

Pero ¿no veía en él, desde la mañana, un comienzo de derrumbamiento? ¿Y no podía confiar en llevarlo hasta el final, mediante la presencia de esa silueta siempre interpuesta, como una pantalla inerte, entre él y la luz?

El Letón tomó café en el vestíbulo, se hizo traer un abrigo ligero, bajó por los Campos Elíseos y se metió, algo después de las dos, en un cine de barrio.

No salió de allí hasta las seis, sin haber dirigido la palabra a nadie, sin haber escrito nada o arriesgado el menor gesto equívoco.

Perfectamente acomodado en su butaca, había seguido con atención las peripecias de una película pueril.

De haberse dado la vuelta, mientras se dirigía a la Place de l'Opéra, donde tomó a la salida del Cine una copa, hubiera comprobado que la silueta de Maigret carecía de nervio.

Y quizás hubiera adivinado que el comisario comenzaba a dudar de sí mismo.

Eso era algo tan cierto que, a lo largo de las horas transcurridas en la oscuridad, frente a una pantalla en la que se movían unas imágenes que no intentaba distinguir, el policía no había cesado de considerar la posibilidad de una detención precipitada.

Pero sabía perfectamente lo que le esperaba en tal caso. ¡Ninguna prueba precisa! ¡Por el contrario, todo un juego de influencias asaltando al juez de instrucción, al juzgado, por no decir al Ministerio de Asuntos Exteriores y al de Justicia!

Caminaba un poco encorvado. La herida le dolía y la parálisis del brazo derecho iba en aumento. Ahora bien, el médico le había recomendado con insistencia: «Si el dolor avanza, ¡acuda sin pérdida de tiempo! Significa que la herida se infecta».

Y luego ¿qué? ¿Acaso tenía tiempo de pensarlo?

«Mira eso…», había dicho por la mañana una cliente del Majestic.

¡Dios mío, sí! «Eso» era un policía que intentaba impedir que unos malhechores de altos vuelos continuaran sus fechorías y que se empecinaba en vengar a un colega asesinado en aquel mismo hotel.

«Eso» era un hombre que no iba a un sastre inglés para que le confeccionara los trajes, que no tenía tiempo de pasar cada mañana por la manicura y cuya mujer llevaba tres días preparando inútilmente las comidas, resignada, sin saber nada de él.

«Eso» era un comisario de primera clase con dos mil doscientos francos de sueldo al mes que, al terminar un caso y poner entre rejas a los asesinos, debía sentarse ante una hoja de papel, establecer su lista de gastos, adjuntar recibos y justificantes, ¡para pelearse después con los de contabilidad!

Maigret no poseía coche, ni millones, ni colaboradores múltiples. Y, si se permitía disponer de un agente o dos, tenía que argumentar después su utilidad.

Pietr el Letón, a tres pasos de él, pagaba su copa con un billete de cincuenta francos, sin recoger la vuelta. ¿Era una manía o una fanfarronada? Después entraba en una camisería y, sin duda por diversión, pasaba media hora eligiendo doce corbatas y tres batas, dejaba su tarjeta sobre el mostrador y se iba mientras un vendedor impecable corría tras sus talones.

Decididamente, la herida debía de empeorar. A veces, unos profundos pinchazos le recorrían todo el hombro y Maigret sentía el pecho enfermo, y también como si le afectara al estómago.

¡Rue de la Paix, Place Vendóme, Faubourg Saint-Honoré! Pietr el Letón se paseaba.

Al fin el Majestic, cuyos porteros se precipitaron a abrirle la puerta giratoria.

—Jefe…

—¿Otra vez tú?

Era el inspector Dufour, titubeante y con la mirada ansiosa, que salía de la sombra.

—Oiga… Ha desaparecido…

—¿Qué estás diciéndome?

—¡He hecho lo que he podido, se lo juro! Ha salido del Select. Al cabo de un instante entró en el número cincuenta y dos, en una casa de modas. He esperado una hora antes de interrogar al encargado. Nadie la había visto en los salones de la primera planta. Se limitó a atravesar el edificio, que tiene una salida a la Rue de Berry…

—¡Está bien!

—¿Qué debo hacer?

—¡Descansar!

Dufour miró al comisario a los ojos, y después desvió vivamente la cabeza.

—Le juro que…

Ante su gran estupor, Maigret le dio una palmada en el hombro.

—¡Eres un buen chico, Dufour! ¡No te preocupes, muchacho!

Entró en el Majestic; sorprendió la mueca del director y le devolvió una sonrisa.

—¿El Letón?

—Acaba de subir a su
suite
.

Maigret se dirigió a un ascensor.

—Segundo piso.

Llenó su pipa y comprobó de repente con una nueva sonrisa, algo más amarga que la anterior, que desde hacía varias horas se había olvidado de fumar.

Delante de la puerta de la
suite
número 17, no dudó ni un segundo. Llamó. Una voz le dijo que entrara. Lo hizo y cerró la puerta a sus espaldas.

En el salón, pese a los radiadores, ardían unos troncos en la chimenea, encendida como detalle decorativo. El Letón, acodado en la chimenea, empujaba con el pie un papel que ardía, a fin de activar su combustión.

Desde la primera mirada, Maigret comprendió que el otro estaba menos tranquilo que antes, pero tuvo suficiente dominio sobre sí mismo para no dejar traslucir su alegría.

Con su gruesa mano, asió el fino respaldo de una silla dorada y la trasladó a un metro del hogar. Allí volvió a colocarla sobre sus delgadas patas y se sentó a horcajadas.

¿Sería porque tenía de nuevo su pipa entre los dientes? ¿O porque todo su ser reaccionaba después de las horas de abatimiento, de vacilación, más bien, que acababa de vivir?

El caso es que en ese momento parecía más sólido que nunca. Era, podría decirse, dos veces Maigret. Una mole, un bloque tallado en un viejo roble o, mejor aún, en granito.

Apoyó los dos codos en el frágil respaldo de la silla. Y se le sentía capaz, sacado de sus casillas, de agarrar por el cuello a su hombre con una de sus anchas manos y golpearle la cabeza contra la pared.

—¿Ha vuelto Mortimer? —articuló.

El Letón, que miraba arder el papel, levantó lentamente la cabeza.

—No lo sé.

Tenía los dedos crispados, detalle que no se le escapó a Maigret. Tampoco se le escapó que una maleta, que antes no se hallaba en la
suite
, estaba cerca de la puerta del dormitorio.

Era una vulgar bolsa de viaje, que valía como máximo cien francos y que desentonaba en aquel decorado.

—¿Qué contiene?

Ninguna respuesta. Pero sí un rictus nervioso y entrecortado de las facciones. Y, finalmente, una pregunta:

—¿Me detiene?

Y diríase que, a través de un fondo de ansiedad, se traslucía cierto alivio en la voz del hombre.

—Todavía no.

Maigret se levantó, fue a buscar la maleta, la empujó con el pie hasta la chimenea y la abrió.

Había dentro un traje gris de confección, completamente nuevo, del que habían olvidado arrancar la etiqueta marcada con unas cifras convencionales.

El comisario descolgó el teléfono.

—Dígame, ¿ha vuelto Mortimer?… ¿No?… ¿Y no se ha presentado nadie preguntando por la
suite
diecisiete?… Sí… ¿Un paquete de una camisería de los grandes bulevares? No hace falta que lo suban. —Colgó, y preguntó, desabrido—: ¿Dónde está Anna Gorskin?

—Búsquela.

—En otras palabras, no está aquí. Pero ha venido. Le ha traído esta maleta, y también una carta.

Precipitadamente, el Letón deshizo las cenizas de papel quemado, de modo que ya sólo quedara polvo.

El comisario comprendía que no era el momento de hablar por hablar; tenía la sartén por el mango, pero el más pequeño paso en falso le haría perder la ventaja.

Llevado por la costumbre, se levantó y se acercó al fuego con un movimiento tan brusco que Pietr se sobresaltó y esbozó un gesto de defensa que no concluyó y que le hizo sonrojarse.

Porque Maigret se limitaba a ofrecer su espalda al fuego. Fumaba su pipa a pequeñas bocanadas densas.

El silencio pesó a partir de entonces, tan prolongado, tan denso, que alteraba los nervios.

El Letón estaba sobre ascuas, aunque se esforzara en fingir serenidad. Como réplica a la pipa de Maigret, encendió un cigarro.

El comisario comenzó a caminar a lo largo y a lo ancho, y al apoyarse en la mesita que sostenía el teléfono, estuvo a punto de romperla.

Su acompañante no vio que, sin descolgar, apretaba el botón. El resultado fue inmediato. Sonó el timbre.

—¡Sí! ¿Ha llamado usted? —preguntaron desde recepción.

—¡Oiga! ¡Sí!… ¿Qué dice?

—¡Oiga!… Aquí recepción.

Y Maigret, imperturbable:

—¡Oiga!… Sí… ¿Mortimer?… ¡Gracias! Le veré inmediatamente.

—¡Oiga! ¡Oiga!

Acababa de colgar el teléfono cuando el timbre sonó de nuevo. La voz del director insistía:

—¿Qué ocurre? No entiendo nada.

—¡Cállese! —gritó Maigret.

Apoyaba su mirada sobre el Letón, que había palidecido aún más y que, por lo menos durante un segundo, sintió deseos de correr hacia la puerta.

—¡No es nada! —le dijo el comisario—. Mister Mortimer ha regresado. Había pedido que me avisaran.

Vio unas gotas de sudor en la frente de su interlocutor.

—Hablábamos de la maleta y de la carta que la acompañaba. Anna Gorskin…

—Anna no tiene nada que ver.

—Perdón, yo creía que… ¿La carta no es de ella?

—Oiga.

El Letón temblaba. Era evidente. Y estaba inusitadamente nervioso. Tanto su cara como la totalidad de su cuerpo acusaban múltiples tics.

—¡Oiga!

—¡Lo oigo! —exclamó Maigret, de espaldas al fuego.

Su mano se había deslizado al bolsillo en que llevaba el revólver. No necesitaba más de un segundo para empuñarlo y apuntar. Sonreía, pero a través de su sonrisa se percibía una atención llevada al paroxismo.

—Dígame… Le estoy diciendo que lo escucho. Pero el Letón, apoderándose de una botella de whisky, articuló, con los dientes apretados:

—Mala suerte.

Y llenó un vaso hasta el borde, lo vació de un trago y miró a su compañero con los ojos turbios de Fiódor Yuróvich; una gota de alcohol brillaba en su barbilla.

Los dos Pietr

Maigret jamás había visto una borrachera tan fulgurante. Ciertamente, nunca había visto a un hombre beberse de un trago un gran vaso de agua lleno de whisky, llenarlo, vaciarlo de nuevo, llenarlo por tercera vez, sacudir la botella y beber hasta las últimas gotas el alcohol de 60 grados.

El efecto fue impresionante. Pietr el Letón se puso púrpura e, inmediatamente después, exangüe. Sus labios perdieron color. Se apoyó en la mesita del teléfono, dio algunos pasos tambaleantes y masculló con despreocupación de borracho:

—Usted lo ha querido, ¿verdad? —Y soltó una carcajada confusa en la que había de todo: miedo, ironía, amargura, y quizá desesperación. Al querer recostarse en una silla, la derribó y se secó la frente húmeda—. Piense que por sí solo no lo habría conseguido. Sólo la casualidad…

Maigret no se movía. Estaba tan incómodo que estuvo a punto de resolver la escena dándole a beber o a aspirar algún remedio a su interlocutor.

Asistía a la misma transformación de la mañana, pero aumentada diez veces.

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